El Espejo del Pasado no se detuvo, las imágenes siguieron fluyendo, saltando tres años hacia adelante.
Ahora tengo dieciséis años, estoy en los jardines del palacio, el sol brilla, pero hay una sombra en la escena.
Aurora Vargas, una chica de belleza delicada y ojos inocentes, está llorando a los pies de mi prometido, Diego.
"Princesa Sofía... ella... ella me empujó," solloza Aurora, señalándome.
Yo estoy de pie, a unos metros de distancia, con las manos vacías y la cara llena de confusión.
Diego se arrodilla para consolar a Aurora, lanzándome una mirada de furia y decepción.
"Sofía, ¿cómo pudiste? ¿Son celos? ¿Celos porque sé que Aurora es amable y gentil?"
"Yo no la toqué, Diego," mi voz suena débil, incrédula.
"¡Mientes!" grita él, "¡Siempre mientes! Estás podrida por dentro, consumida por la envidia."
En el inframundo, las almas observan la escena, muchos asienten, confirmando sus prejuicios.
"¿Ven? Siempre fue malvada," dice uno.
"Pobre señorita Aurora, siempre tan buena," dice otra.
Pero el espejo no miente, y su perspectiva se amplía.
Muestra lo que pasó momentos antes.
Muestra a Aurora acercándose a mí, susurrándome al oído con una voz que nadie más podía escuchar.
"El Príncipe Bárbaro del norte ha mostrado interés en ti, princesa, dicen que eres la clave para una alianza, pero si te casas con Diego, esa alianza se pierde, y la guerra será inevitable."
Luego, el espejo muestra cómo Aurora misma tropezó a propósito, cayendo al suelo y comenzando su actuación justo cuando Diego llegaba.
Fue una trampa perfecta.
Diego, en el inframundo, observa la revelación con los ojos muy abiertos, su rostro se contrae en una mueca de incredulidad y horror.
Ve su propia estupidez, su propia ceguera.
Ve cómo fue manipulado.
La siguiente escena en el espejo es aún más difícil de ver.
Muestra mi decisión, la consecuencia de la trampa de Aurora.
Para evitar la guerra, para apaciguar al Príncipe Bárbaro, acepté ir a su campamento como gesto de buena voluntad.
El espejo me muestra llegando a la frontera, sola.
Los soldados bárbaros se ríen de mí, me lanzan barro.
El Príncipe Bárbaro me obliga a arrodillarme ante él, a servirle vino como si fuera una esclava frente a toda su gente.
Sufro cada humillación en silencio, con el nombre de San Miguel en mi mente.
Lo hice por mi pueblo, por la paz, por el hermano que me prometió protección y por el prometido que me acusaba de celos.
En el inframundo, el silencio es total.
El pueblo que me había condenado ahora ve mi sacrificio.
Ven la humillación que sufrí por ellos.
Algunos comienzan a llorar, no de odio, sino de vergüenza.
"Ella... ella hizo eso... ¿por nosotros?" susurra una mujer.
Carlos no puede mirar, se cubre la cara con las manos, su cuerpo tiembla.
Diego cae de rodillas, el alma hecha pedazos.
"No... no puede ser... yo la acusé... y ella estaba..."
Pero incluso con la verdad frente a ellos, la costumbre de culparme es fuerte.
"¡Aun así! ¡Eso no excusa sus crímenes posteriores!" grita alguien desde la multitud, desesperado por aferrarse a su odio.
"¡Sí! ¡Luego envenenó al Príncipe Bárbaro en su noche de bodas! ¡Nos trajo la guerra de todos modos!"
Mi alma se siente débil, como una vela a punto de apagarse.
Revivir todo esto es un tormento.
El Juez del Inframundo me mira, su expresión es indescifrable.
"El alma de la acusada se debilita," anuncia, "pero el juicio debe continuar, la verdad completa aún no ha sido revelada."
El espejo vuelve a brillar, y sé que lo peor está por venir.
Saben lo que hice, pero todavía no saben por qué.
Y esa es la parte más cruel de mi historia.