El día de mi partida fue gris y desolador.
Mi comitiva de "boda" consistía en una sola carroza, vieja y destartalada, tirada por dos caballos flacos.
Los cuatro guardias asignados para escoltarme parecían más carceleros que protectores, sus miradas llenas de desprecio.
El viaje fue deliberadamente lento y lleno de dificultades.
Los cocheros eligieron el camino más lleno de baches, haciendo que la carroza se sacudiera violentamente.
Sabía que lo hacían a propósito, un pequeño acto de crueldad para la princesa caída.
En una curva del camino, nos detuvimos.
A lo lejos, se acercaba otra procesión, una llena de color, música y risas.
Era la comitiva nupcial de Diego y Aurora.
Carrozas doradas, caballos blancos adornados con flores, docenas de nobles vestidos con sus mejores galas.
Nuestras dos procesiones se encontraron en el camino, la mía, un funeral silencioso; la suya, un carnaval vibrante.
Nuestras carrozas se detuvieron una al lado de la otra.
A través de la ventana, vi a Diego.
Estaba radiante, vestido con un traje de terciopelo azul.
A su lado, Aurora sonreía, su rostro era el de una novia feliz y triunfante.
Sus miradas se encontraron con la mía por un breve instante.
No vi piedad en los ojos de Diego, ni siquiera indiferencia.
Vi una pequeña sonrisa, casi imperceptible, una mueca de burla y satisfacción.
Esa sonrisa me dijo todo.
Disfrutaba de mi humillación, se deleitaba con mi caída.
En ese momento, cualquier resto de amor que pudiera haber sentido por él se convirtió en cenizas.
En el inframundo, Diego desvió la mirada del espejo, incapaz de enfrentarse a su propia crueldad.
Un gemido de dolor escapó de sus labios.
El recuerdo de esa sonrisa ahora lo quemaba como ácido.
La escena en el espejo saltó a mi llegada al campamento bárbaro.
Me llevaron directamente a la tienda del Príncipe.
La "ceremonia" fue breve y brutal.
Más tarde esa noche, cuando el Príncipe Bárbaro dormía, borracho por el vino de la celebración, me moví en silencio.
El espejo mostraba mis manos temblorosas mientras sacaba un pequeño frasco de mi manga.
Lo abrí y vertí su contenido en la copa de vino que quedaba junto a su cama.
En el inframundo, la multitud estalló.
"¡Ahí está! ¡La prueba!"
"¡Lo envenenó! ¡La bruja lo envenenó!"
"¡Maldita sea, sabíamos que era culpable!"
"¡Juez, no necesitamos ver más! ¡Condénala!"
Los gritos de odio volvieron con toda su fuerza, la duda de los momentos anteriores barrida por esta aparente confirmación de mi crimen.
Carlos y Diego me miraron con renovado desprecio, como si mi sacrificio anterior hubiera sido borrado por este único acto.
Pero el Juez del Inframundo levantó una mano, y el silencio volvió a caer.
Su voz resonó, fría y poderosa.
"Ustedes ven una acción, pero no entienden la intención."
"¿Creen que la historia es tan simple?"
"Miran, pero no observan."
"Cierren la boca y abran los ojos, la verdad de esa noche apenas comienza a revelarse."
La advertencia del Juez dejó a todos en silencio, una vez más.
El miedo y la incertidumbre regresaron.
Si lo que vieron no era la historia completa, ¿cuál era la verdad?
¿Qué podría ser peor o más complicado que un simple asesinato por despecho?
El espejo siguió brillando, y todos los ojos, llenos de una nueva y terrible curiosidad, se volvieron hacia él.