Recordó la vez que un chico de otro salón le había rayado su coche nuevo con una llave. Sofía, al enterarse, se había llenado de una furia que él nunca había visto. Al día siguiente, el casillero de ese chico apareció lleno de tierra y gusanos. Ella nunca lo admitió, pero Ricardo siempre supo que había sido ella.
Esa era su Sofía. Leal, devota, a veces un poco intensa, pero completamente suya. La idea de que ella lo rechazara era tan absurda como pensar que el sol saldría por el oeste.
Mientras Ricardo se perdía en sus recuerdos, la mente de Sofía también viajaba al pasado, pero a uno muy diferente.
Ella también recordaba haber rayado el coche de un rival por él, una estupidez adolescente que en ese momento le pareció un acto de amor supremo. Recordaba la sensación de orgullo cuando Ricardo la había abrazado y le había dicho que era la mejor.
Qué tonta había sido.
Ese amor la había cegado, la había convertido en una marioneta. Por ese amor, había excusado sus mentiras, había ignorado sus infidelidades, se había tragado su egoísmo. Por ese amor, se había desangrado voluntariamente. El recuerdo del pinchazo de la aguja, una y otra vez, le provocó un escalofrío.
"Sofía, deja de jugar", dijo Ricardo finalmente, su voz había perdido la suavidad y ahora sonaba impaciente y áspera. Se inclinó hacia ella, tratando de usar su proximidad para intimidarla, como siempre hacía. "¿Qué te pasa hoy? ¿Te levantaste de mal humor?".
Volvió a intentar la pregunta, como si no hubiera oído la respuesta anterior.
"Te pregunté si quieres ser mi novia. Es una pregunta sencilla".
Sofía ni siquiera lo dejó terminar.
"Y yo te respondí que no", lo interrumpió, su tono era cortante. "¿Necesitas que te lo deletree? N-O. No. ¿Quedó claro ahora o quieres que te haga un dibujo?".
El sarcasmo en su voz lo golpeó con más fuerza que un insulto directo. Ricardo retrocedió como si lo hubieran abofeteado. La expresión en su rostro era una mezcla fascinante de ira y humillación. Podía ver cómo la mandíbula se le tensaba, los músculos de su cuello se marcaban.
"Ya no te amo, Ricardo", continuó Sofía, su voz era tranquila, pero cada palabra era un clavo en el ataúd de su relación pasada. "De hecho, mirándote ahora, no entiendo qué fue lo que vi en ti. Supongo que todos cometemos errores".
El golpe fue directo a su ego, su punto más vulnerable. Ricardo siempre se había enorgullecido de su capacidad para encantar a las mujeres, y Sofía era su mayor trofeo, la prueba de su poder. Que ella no solo lo rechazara, sino que lo menospreciara, era inaceptable.
Su rostro se enrojeció de furia. Ya no había rastro del encantador Ricardo. En su lugar estaba el hombre mezquino y vengativo que ella conocía tan bien.
"¿Ah, sí? ¿Ya no me amas?", escupió él, su voz llena de veneno. "Bien. Perfecto. Entonces devuélveme todo lo que te he dado".
Sofía casi sonrió. Era tan predecible.
"Quiero de vuelta el collar de plata que te regalé en tu cumpleaños. Y la pulsera que te di en nuestro aniversario. Y esos aretes caros que te compré la semana pasada. Devuélveme todo. Ahora mismo".
Era su táctica habitual para humillarla, para hacerla sentir pequeña y dependiente de él. En su vida pasada, ella habría llorado, le habría suplicado que no hiciera eso.
Pero esta Sofía ya no era esa chica.
Con una calma que lo descolocó por completo, Sofía levantó las manos hacia su cuello. Desabrochó el delicado collar de plata con un movimiento rápido y se lo quitó. Luego, se quitó la pulsera de la muñeca. Se acercó a su tocador, abrió un pequeño joyero y sacó los aretes que él mencionaba.
Volvió a donde él estaba, con las joyas en la palma de su mano.
"El collar costó ochocientos pesos. La pulsera, quinientos. Y los aretes, mil doscientos", dijo ella, su voz era monótona, como si estuviera leyendo una lista de compras. "En total, dos mil quinientos pesos. No quiero deberte nada".
Abrió el cajón de su mesita de noche, sacó su cartera y contó veinticinco billetes de cien pesos. Puso el dinero sobre las joyas en su mano extendida.
"Aquí tienes", dijo, su mirada era fría y directa. "Tu plata y tu dinero. Ahora estamos a mano".
Le tendió todo el paquete.
Ricardo se quedó mirando su mano extendida, la mezcla de joyas y billetes arrugados. Su plan de humillarla se había vuelto en su contra de una manera espectacular. Quería que ella rogara, no que le hiciera un balance contable de su "amor".
Con un gruñido de frustración, arrebató las cosas de la mano de Sofía, sus dedos rozando los de ella con brusquedad. El metal frío de las joyas y el papel del dinero eran el símbolo perfecto del final de su historia.