Mientras caminaba por la acera de nuestra calle en la colonia Del Valle, algo azul entre las hojas de un arbusto llamó mi atención. Me agaché. Era una credencial de estudiante, plastificada y un poco húmeda por el rocío de la mañana. La recogí, limpié el lodo con el pulgar y vi la foto. Una chica de sonrisa tímida, con ojos grandes y llenos de una luz que parecía demasiado brillante para este mundo. El nombre impreso era Isabella Mendoza.
Isabella.
Un nombre familiar, pero distante. Lo sentí como un eco en un cuarto vacío.
Mendoza.
Mi apellido.
Seguramente era de alguna prima lejana o algo así. La guardé en el bolsillo de mi pantalón, pensando en lo fácil que sería encontrar a su dueña. En casa, mis padres podrían preguntar en el grupo de WhatsApp de los vecinos.
Llegué a casa tarareando una canción, la credencial en mi mano.
"¡Miren lo que encontré! Estaba tirada en los arbustos de la casa de los vecinos. Alguien la perdió, se llama Isabella Mendoza" .
La mostré con una sonrisa, esperando que mi madre tomara el teléfono y empezara a teclear en el grupo de vecinos.
Pero la reacción no fue la que esperaba.
El silencio que cayó sobre la sala fue absoluto, denso, como si el aire se hubiera vuelto sólido. Mi padre, un hombre que siempre se jactaba de su compostura y honor, se puso pálido. Su rostro se contrajo en una máscara de furia y algo más, algo que parecía pánico.
"¿De dónde sacaste eso?" , siseó, su voz irreconocible.
"La encontré en la calle, papá. Solo quería ayudar a devolverla" .
Mi madre, que estaba cortando fruta en la cocina, dejó caer el cuchillo. El sonido metálico resonó en el silencio mortal. Se acercó lentamente, sus ojos fijos en la credencial como si fuera una serpiente.
"Tírala" , dijo con una voz helada, una voz que nunca le había escuchado. "Tírala ahora mismo, Ricardo. No vuelvas a traer esa cosa a esta casa" .
"Pero, mamá, es la identificación de alguien. Seguramente la necesita..."
No pude terminar la frase. Mi padre se abalanzó sobre mí. No para quitarme la credencial. Me dio una bofetada. Fuerte. El golpe me hizo girar la cabeza y el ardor en mi mejilla fue instantáneo y humillante.
"¡Hijo desnaturalizado!" , gritó, su rostro a centímetros del mío, sus ojos inyectados en sangre. "¡Te hemos dado todo, todo! ¿Y así nos pagas? ¡Trayendo la desgracia a nuestra puerta!"
Estaba en shock. No entendía nada. ¿Desgracia? ¿Hijo desnaturalizado? Era solo una credencial.
"¡Fuera!" , rugió mi padre, señalando la puerta. "¡Lárgate de mi casa y no vuelvas hasta que te deshagas de esa maldición!"
Mi madre no dijo nada, solo me miraba con una mezcla de horror y... ¿dolor? Sus manos temblaban. Mis tíos y primos, que habían venido a desearme suerte para el examen, me miraban como si fuera un leproso. Con desprecio, con miedo.
Me empujaron hacia la puerta. Caí en la banqueta, confundido, con el corazón latiendo desbocado y la mejilla ardiendo. La puerta se cerró de un portazo. Me habían echado de mi propia casa.
Por encontrar una credencial de estudiante.
Me quedé sentado en el frío cemento, mirando la credencial en mi mano. La chica de la foto, Isabella Mendoza, me sonreía tristemente. ¿Quién era ella? ¿Y por qué su rostro, su nombre, había convertido a mi honorable familia en una jauría de lobos?
Mi examen. Se me había olvidado por completo. Miré el reloj. Todavía tenía tiempo. Me levanté, sacudí el polvo de mis pantalones y decidí que mi familia estaba teniendo un ataque de locura colectivo. Yo haría lo correcto. Devolvería la credencial a la escuela y luego iría a mi examen. Demostraría, una vez más, que yo era el hijo perfecto.
Caminé hacia la preparatoria que aparecía en la credencial, a unas pocas cuadras de distancia. Una sensación de injusticia me quemaba por dentro. No había hecho nada malo. Al contrario, estaba tratando de ser un buen ciudadano.
El guardia de seguridad de la entrada de la escuela me sonrió amablemente.
"Buenos días, joven. ¿En qué puedo ayudarlo?"
"Buenos días" , respondí, sintiendo un poco de alivio. "Encontré esta credencial cerca de mi casa. Creo que es de una alumna de aquí" .
Le extendí la credencial. El guardia la tomó, la miró y su sonrisa se desvaneció. Su rostro se endureció y me miró con una hostilidad repentina y desconcertante.
"¿De dónde sacaste esto?" , preguntó, su tono ahora era acusador.
"La encontré en un arbusto" , repetí, mi confusión creciendo. "Solo quiero devolverla" .
"No queremos esta basura aquí" , dijo, arrojándome la credencial al pecho. "Lárgate. No vengas a causar problemas" .
Me quedé helado. ¿Basura? ¿Problemas?
"Pero, señor, solo es una credencial..."
"¡Dije que te largues!" , gritó, su mano yendo hacia el tolete que colgaba de su cinturón. "No queremos gente como tú aquí" .
Retrocedí, completamente desconcertado. ¿Gente como yo? ¿Qué significaba eso?
Decidí que el guardia era un imbécil. Iría directamente con el director. Él, una persona educada y racional, entendería.
Entré a la escuela evitando al guardia y pregunté por la oficina del director. La secretaria me hizo pasar. El director, un hombre de aspecto afable con lentes, me recibió con una sonrisa.
"Adelante, joven. ¿Qué te trae por aquí?"
Le expliqué la situación de nuevo, sintiéndome como un disco rayado. Le entregué la credencial.
La reacción fue idéntica a la del guardia, pero magnificada. El director tomó la credencial, la miró y su rostro se transformó. La amabilidad se evaporó, reemplazada por una ira fría y cortante.
"Sal de mi oficina" , dijo, su voz baja y amenazante.
"Señor director, creo que no entiende. Solo quiero..."
"¡Entiendo perfectamente!" , me interrumpió, golpeando el escritorio con el puño. El sonido hizo que me sobresaltara. "Entiendo que vienes aquí a provocar, a remover el pasado, a manchar el nombre de esta institución" .
Se levantó, su cuerpo temblando de rabia.
"¡Esta chica fue una vergüenza! ¡Una deshonra! ¡Y tú tienes el descaro de traer su recuerdo aquí! ¡Llama a seguridad!" , le gritó a su secretaria. "¡Sáquenlo de aquí ahora mismo! ¡Y si lo vuelven a ver cerca de esta escuela, llamen a la policía!"
Me sentí pequeño y humillado. Dos guardias me tomaron de los brazos y me arrastraron fuera de la oficina, por los pasillos llenos de estudiantes que me miraban con una mezcla de curiosidad y desdén.
Me arrojaron a la calle como a un delincuente.
Mientras yacía en el suelo, con el examen de admisión completamente olvidado, miré de nuevo la credencial. La sonrisa de Isabella Mendoza parecía ahora una burla.
¿Quién diablos eras, Isabella? ¿Y qué hiciste para que todo el mundo te odiara tanto?
Sintiéndome triunfante por un momento, pensé que había cumplido con mi deber. Había intentado devolverla. La culpa ya no era mía. Pero la voz del director, llena de un odio visceral, resonaba en mis oídos. La amenaza, la acusación.
Mi breve sensación de logro se hizo añicos. Esto no era un simple malentendido. Había tropezado con algo oscuro y peligroso. Y yo, el hijo dorado, el chico perfecto, estaba en el centro de todo.