La puerta de hierro rechinó al abrirse, y la luz del pasillo dibujó dos siluetas en el suelo polvoriento. Una alta y fuerte, la de Ricardo. La otra, esbelta y elegante, era Camila, la mujer que me lo había robado todo.
Mi nombre, mi carrera, mi esposo, mi hijo.
"Ricardo, mi amor, ¿de verdad tienes que mantenerla aquí? Da un poco de miedo", dijo Camila, con una voz falsamente dulce que me revolvía el estómago.
Se aferraba a su brazo, vestida con un traje de diseñador que probablemente había comprado con el dinero de mi guion, el guion que ella ahora firmaba con su nombre.
Ricardo ni siquiera me miró. Su atención estaba completamente en ella.
"Es por tu bien, Cami. Sabes que su presencia te molesta. Aquí abajo no puede hacerte daño", respondió él, su voz era el mismo tono frío y distante que había usado conmigo durante los últimos tres años.
Me removí en el viejo colchón tirado en el suelo, el movimiento provocó un dolor agudo en mi espalda.
Camila se acercó un poco, arrugando la nariz con asco al ver mi estado. Llevaba ropa vieja y gastada, mi cabello estaba enmarañado y mi cara, seguramente, era un desastre.
"Hola, Sofía", dijo con una sonrisa triunfante. "Mira qué generoso es Ricardo. A pesar de todo lo que hiciste, todavía te da un techo sobre tu cabeza".
Apreté los puños, mis uñas se clavaron en las palmas de mis manos.
"¿Qué hice yo, Camila? ¿Salvarle la vida? ¿Escribir el guion que te hizo famosa?".
Su sonrisa se desvaneció por un segundo, reemplazada por un destello de ira.
"Sigues con eso. Eres una desagradecida. Ricardo te salvó de la cárcel después de que intentaras matarme en ese incendio. Deberías estar de rodillas agradeciéndole".
Era una mentira tan grande, tan descarada, que ya ni siquiera tenía la fuerza para discutirla. Ellos habían torcido la historia a su antojo. El incendio, el supuesto intento de asesinato, todo fue una farsa para deshacerse de mí.
Ricardo finalmente posó sus ojos en mí. Eran fríos, como dos trozos de hielo.
"Camila no se siente bien, Sofía. El médico dice que su corazón está débil. Necesita paz y tranquilidad. Así que compórtate".
Su "corazón débil". Qué broma. La única razón por la que su corazón estaba "débil" era para justificar el plan que estaban tramando.
"¿Y qué quieren de mí? ¿Que aplauda su felicidad desde este agujero?", respondí con amargura.
La paciencia de Ricardo se agotó. Se acercó a mí, su sombra cubriéndome por completo.
"Solo quiero que te calles. Tu existencia ya es un fastidio suficiente", siseó, cada palabra era un golpe. "Si no fuera porque aún te necesito para algo, ya estarías muerta".
Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, a pesar del calor sofocante del sótano. Sabía a qué se refería. Lo había escuchado hablar con su médico, el Dr. Vargas.
De repente, Camila se llevó una mano al pecho y jadeó dramáticamente.
"¡Ay, Ricardo! Siento... siento una punzada. Me duele".
Ricardo se giró al instante, su rostro lleno de pánico. La sostuvo en sus brazos, su preocupación era palpable.
"¡Tranquila, mi amor! ¡Llamaré al Dr. Vargas ahora mismo! ¡Resiste!".
Sacó su teléfono y marcó a toda prisa. Mientras hablaba, Camila me lanzó una mirada por encima del hombro de Ricardo. Una mirada llena de burla y victoria.
"Doctor, es Camila, otra vez tiene dolor en el pecho. Sí, tráigala de inmediato. Necesitamos acelerar los preparativos. El donante compatible... sí, el donante está listo".
Ricardo colgó el teléfono, sus ojos se encontraron con los míos por un breve instante. Vi en ellos una determinación aterradora.
El donante compatible.
Esa era yo.