Vino a nosotros buscando trabajo, con lágrimas en los ojos y una historia de desdicha. Ricardo, cegado por la nostalgia o la culpa, le dio un puesto en la empresa.
Fue el peor error de nuestras vidas.
Poco después, quedé embarazada de Pedrito. Mi embarazo fue difícil, me sentía débil y con náuseas constantemente. Ricardo, en lugar de cuidarme, pasaba cada vez más tiempo "consolando" a Camila.
"Ella lo está pasando muy mal, Sofía. Necesita un amigo", decía.
El día que di a luz a Pedrito, tuve complicaciones. Mientras yo luchaba por mi vida en una cama de hospital, Camila ya estaba en la guardería, tomando fotos con mi hijo y publicándolas en redes sociales con el pie de foto: "El pequeño ángel que me inspira cada día".
Cuando finalmente me recuperé y volví a casa, descubrí que Camila se había mudado a la habitación de invitados. Ricardo dijo que era temporal, para que ella pudiera "ayudar con el bebé".
Pero nunca se fue.
Poco a poco, empezó a robar mi vida. Primero, fueron pequeñas cosas: sugerencias sobre la decoración de la casa, opiniones sobre la crianza de Pedrito. Luego, se volvió más audaz.
Un día, encontré el borrador de mi nuevo guion en su computadora, con su nombre en la portada.
Cuando la confronté, ella se echó a llorar y corrió hacia Ricardo, acusándome de estar loca y celosa.
Ricardo me creyó a mí. Al principio.
Pero Camila era una maestra de la manipulación.
El punto de inflexión fue el incendio. Estábamos todos en la casa de campo. Una noche, un cortocircuito provocó un fuego en el ala donde dormíamos. Me desperté por el olor a humo. Lo primero que hice fue correr a la habitación de Pedrito. Su cuna ya estaba rodeada de llamas. Sin pensar, la empujé fuera de la habitación hacia el pasillo.
Luego, corrí a buscar a Ricardo. Estaba atrapado bajo una viga de madera que se había derrumbado. Usé toda mi fuerza para levantarla, lo suficiente para que él pudiera salir. Pero justo cuando él estaba a salvo, el resto del techo se vino abajo sobre mí.
Lo último que recuerdo es el dolor insoportable en mis piernas y la cara de Ricardo, llena de horror.
Cuando desperté en el hospital, mi mundo se había convertido en una pesadilla.
Ricardo estaba a mi lado, pero no para consolarme. Estaba allí con dos policías.
Camila, con un vendaje dramático en el brazo, les estaba contando una historia increíble. Dijo que yo estaba celosa de su éxito y que había iniciado el incendio para matarla a ella y a Pedrito. Dijo que yo era una madre inestable y un peligro.
Ricardo, mi esposo, el hombre cuya vida acababa de salvar, confirmó su historia.
Me acusaron de intento de asesinato e incendio provocado. Pero en lugar de ir a la cárcel, Ricardo "generosamente" ofreció una alternativa: me confinaría en el sótano de nuestra casa, donde no podría "hacer daño a nadie".
Fue entonces cuando me di cuenta de que todo había sido un plan. No el incendio, eso fue un accidente. Pero lo aprovecharon. Lo usaron para eliminarme del mapa.
Y así, mi vida terminó. Me convertí en una prisionera en mi propia casa, mientras Camila se convertía en la Sra. de la casa, la madre de mi hijo y la aclamada guionista que yo debería haber sido.
El recuerdo de esa traición todavía ardía en mi pecho.
Y ahora, estaban a punto de dar el golpe final.
La puerta del sótano se abrió de golpe. Esta vez no era Ricardo. Era el Dr. Vargas y dos enfermeros corpulentos.
"Es hora, Sofía", dijo Vargas con una sonrisa siniestra.
No me resistí. ¿Para qué?
Me levantaron del colchón y me colocaron en una camilla. Mientras me llevaban por el pasillo hacia una habitación improvisada que habían preparado como quirófano, vi a Camila esperando en la puerta.
"Adiós, Sofía", dijo, su voz llena de un placer sádico. "Gracias por tu generoso regalo. Prometo cuidar muy bien de tu corazón. Y de tu esposo. Y de tu hijo".
La miré y, por primera vez en mucho tiempo, sonreí. Una sonrisa genuina, aunque llena de desprecio.
"Disfrútalo mientras puedas, Camila. Porque ni con mi corazón podrías llegar a tener un alma".
Su rostro se contrajo de rabia.
Me llevaron a la habitación y me ataron a la mesa de operaciones. Vi al Dr. Vargas preparando una jeringa.
"No te preocupes", dijo. "Esto no es anestesia. Es solo un relajante muscular. Ricardo quiere que estés despierta. Quiere que sepas que esto está pasando".
El terror helado finalmente me invadió. Iban a abrirme en canal, viva y consciente.
Cerré los ojos, preparándome para el dolor. Escuché el zumbido del bisturí eléctrico.
Sentí un frío metálico en mi pecho.
Y luego, un grito.
"¡PAPÁ, NO! ¡NO LA TOQUEN!".
Abrí los ojos de golpe.
Pedrito estaba en la puerta, con los ojos muy abiertos por el horror, mirando la escena. Detrás de él, Ricardo estaba paralizado, su rostro era una máscara de pura conmoción. No esperaba que su hijo estuviera allí. No esperaba que viera esto.