La Monjita Que Desafió Al Destino
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Capítulo 1

La mansión de la familia Sol estaba ahogada en un mar de luces y música estridente, una celebración fastuosa por el decimoctavo cumpleaños de Mateo, el heredero. En un rincón tranquilo de Oaxaca, a cientos de kilómetros de distancia, yo, Sofía, recibí la carta de mi padre, Don Ricardo. La caligrafía era elegante, pero las palabras eran frías como el acero. Me ordenaba regresar a casa para la fiesta.

Diez años.

Habían pasado diez años desde la última vez que vi esa casa. Tenía solo ocho años cuando rompí accidentalmente el juguete favorito de Mateo, un tonto coche de colección. No fue a propósito, fue un accidente infantil, pero la reacción de mi padre fue desproporcionada, brutal. Me miró con un desprecio que nunca había visto, me llamó descuidada y, en menos de una semana, me envió a este convento en las montañas de Oaxaca para "reflexionar sobre mi error" .

Nunca más me llamó. Nunca más me escribió. Mi madre había muerto años antes, y con ella, cualquier calor que pudiera haber existido en esa casa.

La Madre Superiora, Doña Elena, me recibió en el convento no como a una niña castigada, sino con una extraña reverencia.

"Eres una niña bendita" , dijo, sus ojos sabios examinándome.

Me tomó como su aprendiz personal, enseñándome no solo sobre hierbas y tradiciones, sino sobre la fuerza interior y la dignidad. La gente del pueblo me quería, me respetaban y me llamaban "la niña de la buena suerte" . Aquí encontré una familia que nunca tuve.

Ahora, con dieciocho años, mi padre me convocaba de vuelta. No por amor, no por arrepentimiento, sino como un accesorio más para la perfecta fiesta de su hijo.

Cuando me preparaba para partir, Doña Elena me entregó una pequeña bolsa de tela, tosca y simple, cerrada con un cordel.

"Sofía, mi niña" , dijo con su voz serena, "no abras esto a menos que te sientas completamente perdida, cuando sientas que no puedes más. Solo en un momento de extrema necesidad" .

Asentí, guardando la bolsita en el bolsillo de mi sencillo vestido. No entendía su advertencia, pero confiaba en ella más que en nadie en el mundo.

El viaje fue largo. Al llegar a la ciudad, el lujo y el ruido me abrumaron. La mansión era aún más grande y opulenta de lo que recordaba, un monumento a la riqueza y la superficialidad de mi familia.

Entré y la música me golpeó. Decenas de jóvenes ricos, vestidos con ropa de diseñador, bebían champán y reían a carcajadas. Me sentí como un fantasma de otro mundo. Mi vestido, limpio y digno en el convento, aquí parecía el de una sirvienta.

Vi a mi padre, Don Ricardo, en el centro de un grupo de hombres de negocios. Me miró de reojo, una breve inclinación de cabeza fue todo el reconocimiento que recibí. No había afecto en su mirada, solo un cálculo frío. Me había traído de vuelta, había cumplido con una formalidad social.

Entonces vi a Mateo. Era el rey de la fiesta, rodeado de admiradores. Nuestros ojos se encontraron a través del salón. Una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. Se acercó, no como un hermano que reencuentra a su hermana, sino como un depredador que huele a su presa.

"Vaya, vaya, miren lo que trajo el viento de la montaña" , dijo en voz alta, para que sus amigos lo oyeran. "La monjita ha bajado a mezclarse con los mortales" .

Sus amigos, un chico llamado Alejandro y una chica llamada Isabella, rieron.

"¿Qué pasa, hermanita? ¿Te cansaste de rezar y viniste a probar la vida real?" , continuó Mateo, su voz goteando veneno.

Yo solo quería llevarme bien. A pesar de todo, una parte ingenua de mí albergaba la esperanza de una reconciliación.

"Hola, Mateo. Feliz cumpleaños" , dije, mi voz apenas un susurro.

"¿Feliz cumpleaños?" , se burló. "¿Crees que tu presencia aquí es un regalo? Hueles a incienso y a pobreza. Eres una vergüenza" .

Alejandro se acercó más.

"Mateo nos ha contado todo sobre ti. La campesina sin clase que vive con monjas. ¿Es cierto que tu padre te envió lejos por romper un juguete? Qué patético" .

Isabella me miró de arriba abajo con desdén.

"Ese vestido es horrible. ¿Lo tejieron las cabras de tu montaña? Nunca, jamás, serás como nosotros, ¿entiendes? Eres de otro mundo, un mundo inferior" .

Cada palabra era una bofetada. Miré a mi padre, buscando ayuda, una señal de defensa. Él simplemente se dio la vuelta, continuando su conversación como si nada estuviera pasando. Estaba sola. Completamente sola en medio de esta jauría de lobos.

La humillación era un fuego que me quemaba por dentro. Me sentí pequeña, insignificante, exactamente como querían que me sintiera. Me di la vuelta y caminé hacia el jardín, lejos de las miradas y las risas. Las lágrimas amenazaban con salir, pero me negué a darles esa satisfacción.

Me senté en un banco de piedra, oculta por los arbustos. El nudo en mi garganta era tan grande que apenas podía respirar. Me sentía perdida, rota. Fue entonces cuando recordé la bolsita de tela.

Mis dedos temblorosos buscaron en mi bolsillo. Saqué la pequeña bolsa que me dio Doña Elena. La abrí. Dentro no había un amuleto, ni hierbas, ni un objeto sagrado. Solo un pequeño trozo de papel doblado.

Lo desdoblé.

Solo había cuatro palabras escritas con la caligrafía firme de mi maestra. Cuatro palabras que cambiaron todo.

"¡Ponte chingona!"

Leí las palabras una y otra vez. Una extraña calma me invadió, seguida de una oleada de fuerza. Diez años de dolor, de abandono, de humillación, se cristalizaron en una resolución de acero. Ya no era la niña asustada de ocho años. Ya no era la joven ingenua que buscaba la aprobación de una familia que la despreciaba.

Se acabaron las súplicas. Se acabó la esperanza de reconciliación.

Me levanté del banco. Me alisé el vestido, no con vergüenza, sino con orgullo. Sequé una lágrima solitaria que había escapado.

Regresé a la fiesta.

Ya no caminaba con la cabeza gacha. Mi espalda estaba recta, mi mirada era fría y directa. Crucé el salón, ignorando los susurros y las miradas burlonas. Fui directamente hacia Mateo, que seguía siendo el centro de atención.

"Mateo" , dije, mi voz clara y fuerte, cortando la música y las risas.

Él se giró, sorprendido por mi tono. La sonrisa burlona todavía estaba en su cara.

"¿Qué quieres ahora, campesina? ¿Vienes a pedirme perdón de rodillas?"

Lo miré directamente a los ojos, una mirada sin miedo, sin sumisión.

"No. Vengo a advertirte. Tú y papá me trajeron de vuelta. Van a arrepentirse" .

Una carcajada estalló en su garganta, y sus amigos le hicieron eco.

"¿Arrepentirnos? ¿De qué? ¿Nos vas a echar una maldición con tus rezos de monja?" .

"Algo así" , respondí con una calma que lo desconcertó. "Ustedes no entienden quién soy yo. Mi maestra me llama 'la niña bendita' . La bendición que protegía a esta familia, era yo. Y ustedes acaban de escupirla" .

            
            

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