La Bruja de Oaxaca y Su Maldición
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Capítulo 1

Mi abuela decía que la sangre de las curanderas de Oaxaca no corre, danza, y que en cada latido lleva la memoria de la tierra. Yo, Xochitl Rivera, heredé esa sangre, ese don. Mi cuerpo no es solo mío, es un canal para la energía vital, una herramienta de sanación a través de la "danza de la unión", un ritual tan antiguo como las montañas que nos vieron nacer.

Me casé con Mateo Vargas por una razón: sanarlo.

Él era un titán de la Ciudad de México, un empresario cuyo nombre abría todas las puertas, pero cuyo cuerpo estaba prisionero de una silla de ruedas. Su arrogancia era una armadura contra la fragilidad de sus piernas inmóiles. Su familia, los Vargas, me vio como una curandera exótica, una última y desesperada apuesta. El abuelo Vargas, el patriarca, fue el único que me miró a los ojos y vio no solo a la sanadora, sino a la mujer. Él selló el pacto.

Nuestras noches no eran de amor convencional, eran un torbellino de necesidad y entrega. Eran noches de la "danza de la unión", donde mi cuerpo se movía al ritmo de una música que solo yo podía oír, entregando mi energía, mi esencia, a su cuerpo roto. Era una pasión febril, un sacrificio consciente. Yo lo amaba, o amaba la idea de devolverle la vida que había perdido.

A través de esas noches, concebí. No un niño de carne y hueso, sino algo más primordial. Mi cuerpo, en un acto de creación pura, generó tres "huevos" de energía vital. No eran de cáscara, eran de luz solidificada, cálidos al tacto, pulsando con una vida latente. Eran mis hijos, la manifestación física de mi sacrificio. Los cuidaba en una habitación especial, sobre nidos de seda y hierbas sagradas. Eran la promesa de la sanación de Mateo.

Seis meses después, el milagro ocurrió. Mateo se puso de pie. Primero con dificultad, luego con una fuerza que crecía día a día. Su vigor regresó, su voz recuperó el tono de mando, su mirada se volvió más afilada que nunca. Había cumplido mi promesa.

Pero con su fuerza, algo más regresó: una frialdad que no conocía. Su mano ya no buscaba la mía con gratitud, sino con posesión. Sus ojos ya no me veían como su salvadora, sino como una pieza más en su tablero de poder. Y a su lado, siempre, estaba Sofía, su hermana adoptiva.

Sofía, con su rostro de virgen y sus ojos llenos de una piedad calculadora, nunca me había aceptado. Su envidia era un veneno silencioso que goteaba en el oído de Mateo. Un día, la encontré en la habitación de los huevos, demasiado cerca del altar.

"Son frágiles", le advertí, mi voz más firme de lo que pretendía. "No los toques. Podrías dañarlos".

Ella retrocedió, llevándose una mano al pecho con falsa sorpresa.

"Solo los admiraba, Xochitl. Son... peculiares".

Esa tarde, Mateo me enfrentó. Su rostro era una máscara de furia.

"¿Cómo te atreves a amenazar a mi hermana?", rugió.

"No la amenacé, Mateo. Solo protegía a nuestros..."

"¡Basta!", me interrumpió. "Sofía me lo contó todo. Tu arrogancia, tus celos. Crees que porque me 'curaste' tienes algún derecho sobre esta familia. Estás equivocada".

Intenté explicarle, hablarle de la conexión, del peligro, pero sus oídos estaban cerrados, sellados por las mentiras de Sofía.

"Estás desheredada", sentenció, cada palabra un martillazo. "No quiero volver a verte en esta casa. Recoge tus cosas y lárgate".

Me expulsó de su vida con la misma facilidad con la que se quita un traje sucio. Me dejó en la calle, separada de mis hijos, de la vida que había creado con mi propio ser.

Un mes después, llegó una invitación. Una tarjeta grabada con el escudo de los Vargas, para una cena de gala. Mi corazón, estúpidamente, albergó una chispa de esperanza. Quizás había recapacitado. Quizás quería reconciliarse.

Llegué a la mansión Vargas vistiendo el huipil bordado de mi abuela, un pedazo de mi hogar en ese nido de víboras. El salón estaba lleno de la élite de la ciudad, susurros y risas ahogadas en champán. Y entonces lo vi. Mateo, de pie, radiante en su traje de diseñador, con Sofía colgada de su brazo. Y en el centro del salón, sobre una larga mesa cubierta de terciopelo negro, bajo la luz cruel de un candelabro, estaban mis hijos. Mis tres huevos, presentados como una curiosidad exótica.

Mi sangre se heló. Esto no era una reconciliación. Era algo mucho, mucho peor.

            
            

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