Una ola de risas contenidas recorrió la habitación. Sentí las miradas de todos clavadas en mí, curiosas, burlonas, despectivas. Me sentía desnuda, expuesta.
"Yo, sin embargo, soy un hombre de negocios. Un hombre práctico", dijo Mateo, caminando hacia una cortina de terciopelo. La descorrió con un movimiento brusco, revelando cien esferas más, idénticas a las mías, dispuestas en hileras perfectas. "Y creo en las pruebas. Así que vamos a jugar un juego".
El terror comenzó a subir por mi garganta, un sabor amargo y metálico.
"El juego es simple, querida", dijo, su voz ahora un susurro venenoso que todos podían oír. "Debes identificar a tus tres 'hijos' entre estos ciento tres. Tienes tres oportunidades. Por cada acierto, puedes quedarte con el huevo. Pero por cada error...", hizo una pausa, su sonrisa se ensanchó, "el huevo que elijas será preparado por nuestro chef... para mi querida hermana Sofía".
El horror me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago. Mis hijos. Cocinados. Para ella. La habitación empezó a dar vueltas.
Mis pechos, pesados y adoloridos, comenzaron a gotear leche, una reacción traicionera de mi cuerpo ante la angustia de una madre. El líquido tibio manchó la tela de mi huipil, una marca visible de mi humillación. Recordé las noches de la danza, el agotamiento que me dejaba al borde del colapso, la sensación de la vida fluyendo fuera de mí para crear esas tres luces. Todo mi sacrificio, reducido a un juego de circo.
"¡No!", grité, mi voz rota. Intenté correr hacia la mesa, protegerlos con mi propio cuerpo.
Dos guardias de seguridad, enormes y sin rostro, me interceptaron. Me sujetaron por los brazos con una fuerza implacable. Luché, me retorcí, pero era inútil. Era un pájaro atrapado en una jaula de acero.
"Abuelo", supliqué, buscando con la mirada al único hombre que podría detener esta locura. El Abuelo Vargas estaba sentado en la primera fila, su rostro una máscara de piedra, impasible. No intervino.
"Ah, ah, ah", me amonestó Mateo, moviendo un dedo. "No seas maleducada, Xochitl. Es solo un juego. De hecho, te daré una ventaja". Se acercó a mí, su aliento olía a vino y a crueldad. "Juega. Coopera. Y tal vez, solo tal vez, si me entretienes lo suficiente, te permita irte con el último que quede, si es que aciertas".
Era una trampa, una elección imposible. Me obligaba a participar en la destrucción de mis propios hijos para tener la más mínima esperanza de salvar a uno. Las lágrimas corrían por mis mejillas, pero mi mandíbula se tensó. Me solté bruscamente de los guardias, que me liberaron ante una señal de Mateo.
"Empieza el cronómetro", anunció Mateo al salón. "Tienes un minuto para tu primera elección".
Un reloj digital gigante se proyectó en la pared, sus números rojos comenzando la cuenta regresiva: 60... 59... 58...
El murmullo de la multitud se convirtió en un zumbido en mis oídos. Caminé hacia la mesa, mis piernas temblando. Ciento tres huevos idénticos, brillando bajo la luz. Eran perfectos, lisos, sin ninguna marca distintiva. La razón era inútil. Solo podía confiar en mi instinto, en la conexión de madre.
Cerré los ojos, tratando de bloquear el ruido, las miradas, el rostro sonriente de Mateo. Me concentré, buscando esa pulsación familiar, ese calor que solo yo conocía.
"Mamá...", un susurro en mi mente, un eco de vida.
Lo sentí. Una débil corriente de energía, un llamado.
"Treinta segundos...", cantó la voz de Mateo.
Abrí los ojos. Me estiré, mi mano temblando, hacia un huevo en la segunda fila. Podía sentirlo. Tenía que ser él.
"Diez... nueve... ocho..."
"Ese", dije, mi voz apenas un susurro. Señalé el huevo. "Ese es mío".
El silencio se apoderó de la sala. Mateo sonrió, una sonrisa vacía y terrible. Hizo una seña a un hombre con un gorro de chef que esperaba al lado de la mesa. El chef, con guantes blancos, tomó el huevo que yo había señalado.
"Veamos si nuestra curandera tiene razón", dijo Mateo.
El chef levantó el huevo. Con un movimiento rápido y profesional, lo golpeó contra el borde de un tazón de plata.
Crack.
El sonido resonó en el salón como un disparo.
El huevo se partió, y de su interior no brotó la luz dorada y cálida de la vida que yo había creado. Salió una yema amarilla y una clara viscosa. Un huevo de avestruz común.
"¡Error!", exclamó Mateo, su voz llena de un júbilo monstruoso. "¡Uno menos para ti! Chef, por favor, proceda".
El chef se giró y, con una eficiencia escalofriante, tomó otro huevo de la mesa -uno de los tres originales que habían estado separados al principio- y lo rompió en una sartén caliente que ya chisporroteaba sobre un mechero.
Una explosión de luz dorada llenó la sartén por un instante, un destello cegador de energía vital pura que se extinguió con un siseo doloroso. El aire se llenó de un olor a ozono y a vida quemada. Mi hijo. Mi primer hijo, destruido.