El Odio de Mi Hermano
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Capítulo 1

El calor de Jalisco me pegaba en la cara, un calor seco que olía a tierra y a agave a punto de ser cosechado. Tenía ocho años y la vida era simple, llena de los juegos tontos que inventaba con mi hermano menor, Ricardo. Estábamos de vacaciones, una rara escapada de la rutina humilde de nuestros padres, que apenas y podían costear el viaje a un pequeño pueblo cerca de sus campos de agave.

Fue entonces, mientras perseguía una lagartija, que el mundo se detuvo.

Un dolor fantasma me recorrió el esófago, un ardor químico que recordaba con una claridad aterradora. Mi mente, la mente de una niña de ocho años, se inundó con cuarenta años de recuerdos, de una vida entera que no debería conocer. Vi mi propio cuerpo, pálido y frío en una cama de hospital, mientras mi hermano Ricardo, ya un hombre de mediana edad, me miraba sin una pizca de remordimiento.

"Ojalá te murieras antes, Sofía" , su voz resonaba en mi cabeza, una voz llena de un odio que había fermentado por décadas. "Arruinaste mi vida. Esa gente rica me iba a adoptar, iba a ser millonario, y tú, con tus gritos de niña estúpida, lo echaste todo a perder" .

El veneno. Recordé el sabor amargo del veneno que me dio, mezclado en un té que me ofreció con una sonrisa falsa.

Parpadeé, y el recuerdo se desvaneció, pero el conocimiento permaneció. El sol de Jalisco seguía quemando mi piel. La lagartija ya se había ido. Y a lo lejos, vi la escena que lo empezó todo.

Ricardo, mi hermanito de seis años, con sus ojos grandes y curiosos, estaba parado junto a un coche viejo y polvoriento. Dentro, una pareja le sonreía, le ofrecían un dulce. En mi vida anterior, en la que acabo de morir, corrí hacia ellos gritando. Grité con todas mis fuerzas, llamando a mis padres. Me convertí en la heroína que salvó a su hermano de unos secuestradores.

Ricardo nunca me lo perdonó.

Toda su vida, cada fracaso, cada decepción, me la echó en cara. Culpó mis gritos de haberle robado un destino de riqueza y lujo. Creyó ciegamente que esa pareja eran millonarios que lo habían elegido. Esa creencia lo consumió hasta que decidió que mi vida era el precio justo por la que él nunca tuvo.

Pero ahora, aquí estaba yo. Con ocho años y el alma de una mujer de cuarenta que había sido asesinada por su propio hermano.

Lo vi. Vi a Ricardo sonreírle a la pareja. Vi cómo aceptaba el dulce y se asomaba por la ventana del coche. La mujer le dijo algo, y él asintió con entusiasmo, mirando el interior del vehículo como si fuera un palacio.

Mi instinto, el de la hermana mayor, me gritaba que corriera, que gritara, que lo salvara de nuevo.

Pero la mujer envenenada dentro de mí, la mujer que murió sola y traicionada, me susurró otra cosa.

Justicia. Venganza.

Ricardo creía que ese era su camino a la grandeza. Pues que lo tomara. Que descubriera por sí mismo el sabor de su anhelado destino.

Me quedé quieta. Observé cómo la puerta del coche se abría. Ricardo, sin dudarlo un segundo, se subió. No miró atrás. No me buscó. Ya se había olvidado de mí, de nuestros padres, de nuestra humilde vida. Ya estaba soñando con su mansión y sus juguetes caros.

La puerta se cerró con un sonido sordo.

Una parte de mí, la niña, sintió un vacío en el estómago.

Pero la mujer, la víctima, sintió una calma helada.

Esta vez no habría gritos. No habría heroína.

Di media vuelta, dándole la espalda al coche que arrancaba lentamente, levantando una nube de polvo en el camino de tierra. Empecé a caminar de regreso a la pequeña posada donde nos quedábamos, ensayando mi cara de pánico, preparando las lágrimas que tendría que fingir.

Ricardo había elegido su destino en la vida pasada, y lo eligió de nuevo en esta.

Yo, por mi parte, acababa de elegir el mío. Y en este nuevo camino, no había lugar para la misericordia.

            
            

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