Obedecí en silencio. Mientras tragaba la pastilla, noté que su mirada se detuvo en mi cuello por un instante. Las marcas de sus dedos todavía estaban allí, un recordatorio violento de la noche anterior. Vi un destello de algo en sus ojos, una emoción que no pude identificar, pero desapareció tan rápido como llegó.
"Levántate y vístete. Nos vamos en una hora", dijo, y salió de la habitación.
Su breve momento de... ¿preocupación? Me dejó confundida. Era como un eco doloroso de un pasado que ya no existía. Recordé una época, al principio de nuestro matrimonio, cuando Sebastián todavía me quería. O al menos, fingía hacerlo.
Una vez, me resfrié gravemente. Él canceló una carrera importante para quedarse en casa y cuidarme. Me preparó sopa y me dejó notas adhesivas por toda la casa. En el refrigerador, una nota decía: "Para mi esposa favorita, que se mejore pronto". En el espejo del baño: "Eres hermosa incluso con la nariz roja".
Esos pequeños trozos de papel se habían convertido en mis tesoros más preciados. Los guardé en una caja, como prueba de que alguna vez hubo amor. Pero ese Sebastián había muerto hacía mucho tiempo, reemplazado por este monstruo que me usaba como escudo humano para su amante.
Sacudí la cabeza, tratando de alejar los recuerdos. No servía de nada aferrarse a un fantasma.
Sebastián volvió a entrar, esta vez con una expresión de impaciencia.
"¿Todavía no estás lista? ¿Qué esperas?"
"Sebastián", le dije, mi voz apenas un susurro. "Déjame ir. Divorciémonos. Te daré todo, la casa, el dinero... solo déjame en paz".
Él soltó una carcajada amarga.
"¿Divorcio? ¿Estás loca? ¿Y desperdiciar tu... habilidad? Eres demasiado valiosa para dejarte ir, Ximena. Eres mi póliza de seguro".
Se acercó y me agarró de la barbilla, forzándome a mirarlo.
"No vuelvas a mencionar el divorcio. ¿Entendido?"
Su agarre era fuerte, doloroso.
"Entendido", respondí, sin emoción.
"Bien", dijo, soltándome. "Ahora, sobre el laboratorio. Los científicos van a hacerte algunas pruebas. Quieren entender cómo funciona tu regeneración. Valentina está embarazada, y cualquier cosa que pueda proteger a mi hijo es una prioridad".
Su hijo. Ni siquiera era suyo, pero él estaba ciego de amor por Valentina y su mentira.
"Quieren estudiar mis factores de regeneración", dije, más para mí misma que para él.
"Exacto. Van a analizar tu sangre, tus tejidos... todo. Será para el beneficio del bebé. Piensa en ello como tu contribución a la familia".
Asentí. Mi contribución. La ironía era tan espesa que casi podía saborearla. Estaba contribuyendo con mi vida, mi cuerpo, mi dolor, para proteger al hijo ilegítimo de la amante de mi esposo. Pero no importaba. Si este era el camino hacia mi muerte número cien, lo recorrería sin dudarlo.
Sabía que solo me quedaba una muerte. Lo sentía en mis huesos, en cada célula de mi cuerpo que había sido destruida y reconstruida noventa y nueve veces. El ciclo estaba a punto de completarse. Una vez que muriera por centésima vez, no volvería. Me iría para siempre.
Esta certeza me dio una fuerza que Sebastián no podía comprender. Mi aparente sumisión no era debilidad, era estrategia. Era la calma antes de mi liberación final.
Durante los días siguientes, Sebastián apenas me dirigió la palabra. Pasaba todo su tiempo con Valentina, atendiendo cada uno de sus caprichos. Yo me quedé en mi habitación, como una prisionera en mi propia casa, esperando la llamada. A veces, por la noche, escuchaba sus risas desde el jardín. No sentía celos, ni tristeza. Solo una profunda indiferencia.
Una mañana, el mayordomo me trajo el desayuno. Había una nota de Sebastián. "Come bien. Necesitas estar fuerte para las pruebas".
Ni siquiera él se daba cuenta de lo débil que estaba mi cuerpo en realidad. Cada "resurrección" me costaba un poco más. Mi energía vital se estaba agotando. Podía sentirlo. Él, en su arrogancia, creía que yo era una fuente inagotable de vida, un recurso que podía explotar indefinidamente.
Estaba a punto de descubrir cuán equivocado estaba. Y para entonces, sería demasiado tarde para él. Para mí, sería el comienzo de la paz.
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