La Resurrección de Ximena
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Capítulo 3

Pasaron varios días en un silencio tenso. Sebastián me ignoraba por completo, dedicando cada segundo de su existencia a Valentina. Me enviaba mensajes de texto con órdenes, no con preguntas. "La cena está lista, baja a servirla". "Valentina quiere un masaje en los pies, ven ahora". Lo único que me mantenía en esa casa era la promesa del laboratorio.

A veces, el mayordomo me entregaba tarjetas de crédito o dinero en efectivo de parte de Sebastián. "El señor dice que compre lo que necesite". Como si el dinero pudiera compensar el infierno en el que vivía. Al principio, guardaba esas tarjetas, pero ahora, las dejaba sobre la cómoda, sin tocar.

Un día, mientras limpiaba mi habitación, encontré la caja donde guardaba las viejas notas adhesivas. La abrí. "Eres hermosa incluso con la nariz roja". Recordé ese día, el frío, la sopa caliente, su mano en mi frente. Y luego recordé otro día, mucho más reciente.

Fue durante una carrera en Mónaco. Un rival de Sebastián chocó contra su auto. Yo estaba en los pits. El coche se incendió. Sin dudarlo, corrí hacia las llamas y lo saqué de los escombros. Sufrí quemaduras de tercer grado en más de la mitad de mi cuerpo. Morí allí mismo, en sus brazos. Cuando reviví, horas después, él estaba furioso. No porque casi muero, sino porque mi "escena" había desviado la atención de su "heroica supervivencia". Me gritó durante horas, diciendo que lo había avergonzado.

Cerré la caja de los recuerdos. Tomé las tarjetas de crédito que me había dado y las corté en pedazos con unas tijeras. Hice lo mismo con las notas adhesivas. Vi los pequeños trozos de papel caer al cesto de la basura, y sentí como si un peso se levantara de mis hombros. Estaba cortando los últimos lazos que me unían a él, a ese pasado doloroso.

Esa noche, Sebastián me llamó por el intercomunicador.

"¿Por qué no has usado la tarjeta que te di?"

"No la necesito", respondí con voz monótona.

Hubo un silencio al otro lado. "¿Qué quieres decir con que no la necesitas?"

"Simplemente, no la necesito".

Colgué. Sabía que mi cambio de actitud lo estaba desconcertando. La Ximena sumisa y llorosa que él conocía estaba desapareciendo, y eso lo inquietaba.

Finalmente, una semana después del incidente del mango, Sebastián irrumpió en mi habitación por la mañana.

"Levántate. Nos vamos al laboratorio".

No hubo un "buenos días" ni un "¿cómo estás?". Solo una orden. Me vestí en silencio y lo seguí hasta el coche. Valentina ya estaba en el asiento del copiloto, sonriendo con suficiencia.

"Hola, Ximena", dijo, su voz cargada de falsa dulzura. "Espero que estés lista para tu gran día. Todo sea por el bien de mi bebé".

Me senté en el asiento trasero sin responder. Durante el trayecto, Valentina no paró de hablar, describiendo con todo lujo de detalles sus planes para la habitación del bebé, la ropa que compraría, la vida perfecta que tendría con Sebastián. Él la escuchaba con adoración, asintiendo a todo lo que decía.

"Y tú, Ximena", dijo Valentina de repente, girándose para mirarme. "Una vez que los doctores descubran tu secreto, podrías ser muy útil. Podríamos... no sé, ¿diseccionarte por completo? Imagina las posibilidades para la ciencia... y para mi hijo".

La palabra "diseccionarte" flotó en el aire, cargada de una crueldad explícita. Esperaba que yo reaccionara con horror, con miedo. Pero en lugar de eso, la miré directamente a los ojos y dije:

"Si eso es lo que se necesita, lo haré".

El silencio en el coche fue absoluto. Valentina se quedó boquiabierta, su sonrisa maliciosa se desvaneció. Incluso Sebastián me miró por el espejo retrovisor, una arruga de confusión en su frente. Mi calma los desarmaba. No sabían cómo lidiar con una víctima que no se comportaba como tal.

Noté la inquietud de Sebastián. Sus nudillos estaban blancos sobre el volante. Durante el resto del viaje, aunque seguía respondiendo a las trivialidades de Valentina, su mirada volvía a mí una y otra vez a través del espejo. Había una tensión en su mandíbula, una incomodidad que no podía ocultar.

Valentina, sintiendo que había perdido el control de la situación, intentó recuperarlo.

"Sebas, cariño, para en esa cafetería. Se me antojó un pastel de chocolate".

"Claro, mi amor", respondió él, pero su voz sonaba automática.

Mientras esperaba en el coche, vi a Sebastián comprar el pastel. Y luego, vaciló. Miró el pastel de chocolate y luego una tarta de fresas, mi favorita. Recordé cómo solía comprármela cada vez que tenía un mal día. Por un segundo, vi la duda en su rostro, un conflicto interno. Pero al final, sacudió la cabeza y pagó solo por el pastel de chocolate.

La pequeña batalla en su mente había terminado, y como siempre, Valentina había ganado. Pero el hecho de que hubiera dudado, de que me hubiera recordado, era una pequeña grieta en su fachada de indiferencia. Una grieta que, para él, ya era demasiado tarde para reparar.

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