Se acercaron a él. Elías levantó las manos, tratando de defenderse, pero eran cuatro contra uno. Un puño voló, alcanzándolo en la mandíbula. Otro se estrelló contra su estómago, dejándolo sin aliento.
Era un mecánico, fuerte por años de trabajo físico, pero no era un peleador. Su resistencia solo pareció enfurecerlos más. Lo empujaron hacia atrás, riéndose mientras tropezaba.
Chocó contra un alto exhibidor. Hubo un crujido espantoso de vidrio y metal. Una colección de delicados relojes con incrustaciones de diamantes cayó en cascada al suelo de mármol, haciéndose añicos con el impacto.
La tienda quedó en silencio. Todos miraban.
Beto, Ricky y sus amigos se detuvieron, con los ojos muy abiertos. Luego, empezaron a reír.
-Oh, ahora sí que estás jodido -dijo Beto, señalando los restos-. Parece que vas a tener que pagar por eso, amigo.
Se alejaron, mezclándose con la multitud.
-¡Él lo hizo! ¡Ese hombre acaba de destruir el exhibidor! -le gritó Ricky al gerente de la tienda, que se acercaba corriendo.
Luego se fueron, dejando a Elías solo en medio del desastre que habían creado.
La gerente de la tienda, una mujer de aspecto severo y rostro crispado, lo agarró del brazo.
-¡Usted pagará por esto! -chilló-. ¡Hasta el último centavo!
-No fui yo -intentó explicar Elías-. Me atacaron. Me empujaron.
-¡No me importa! -escupió la gerente, su agarre se apretó-. ¡Yo lo vi! ¡Usted es el responsable! Ese exhibidor vale más de un millón de pesos. ¿Tiene un millón de pesos? -Lo miró de arriba abajo con desprecio-. Lo dudo. Probablemente no tiene ni un centavo a su nombre. Voy a llamar a la policía.
Empezó a buscar su teléfono, su otra mano todavía aferrada a su brazo como un tornillo de banco. Parecía que quería registrarle los bolsillos ella misma.
-Eso no será necesario.
Una voz tranquila y fría cortó el caos.
La multitud se apartó. Isadora Navarro estaba allí, mirando la escena con una expresión de profundo fastidio. Había estado de compras en una sala privada en la parte de atrás.
Se acercó, sus caros tacones resonando en el suelo de mármol. No miró a Elías. Se dirigió a la gerente.
-Cargue los daños a mi cuenta.
La mandíbula de la gerente cayó.
-Señorita Navarro, pero...
-Yo lo cubriré -dijo Isadora, su voz no dejaba lugar a discusión.
Elías se congeló. Estaba allí, magullado y humillado, y ella lo había visto todo. Una parte de él, una parte estúpida y esperanzada, pensó que finalmente podría ver la verdad.
Abrió la boca para agradecerle, para explicar, pero ella habló primero, sus ojos finalmente posándose en él. Eran tan fríos como el hielo.
-Esto no significa que te perdone -dijo-. Considéralo un pago para que te calles. Pero viene con una condición.
Hizo una pausa, dejando que el silencio flotara en el aire.
-Irás con Jordán, de rodillas, y te disculparás por atacarlo. Le rogarás su perdón.
Elías la miró, su sangre helándose. ¿Disculparse? ¿Con el hombre que había orquestado todo esto?
-No -dijo, su voz tranquila pero firme-. No lo haré.
Vio un destello de sorpresa en sus ojos. Estaba acostumbrada a que la gente la obedeciera.
-Yo no lo ataqué -continuó Elías, trazando una línea en la arena-. Y no te debo nada, ni a ti ni a él. Hemos terminado, Isadora. Me encargaré de esto yo mismo.
Su expresión se endureció. Ese destello de sorpresa fue reemplazado por una familiar mirada de desprecio. Por un momento, pensó que ella lo veía, que realmente veía al hombre que estaba ante ella, no al monstruo que Jordán había pintado. Pero entonces el momento pasó.
-Bien -dijo, su voz cortante-. Haz lo que quieras.
Se dio la vuelta y se alejó, dejándolo solo para enfrentar las consecuencias.
Elías se encargó de la tienda. Les dio la información de contacto de Regina Cantú, sabiendo que su equipo legal se ocuparía. Salió de la tienda a la tarde gris. Había empezado a llover, una llovizna fría y miserable.
Se paró en la acera, sin paraguas, tratando de tomar un taxi. Los autos le salpicaban agua al pasar.
Una elegante camioneta negra se detuvo a su lado. La misma que lo había traído. Pero no era su chófer. El chófer de Isadora salió y le abrió la puerta trasera.
Ella subió, acomodándose en el lujoso asiento de cuero. La camioneta empezó a alejarse. Pasó justo a su lado, sin siquiera una mirada en su dirección, una reina en su carruaje dejando a un campesino pudrirse bajo la lluvia.
Empezó a caminar, la lluvia fría empapando su chaqueta, helándolo hasta los huesos. No sabía a dónde iba. Solo caminaba.
Estaba a una cuadra de distancia cuando resbaló en el pavimento mojado. Cayó con fuerza, su cabeza golpeando el concreto. El dolor estalló en su cráneo y su visión se nubló. Oyó el chirrido de neumáticos y vio unos faros que se dirigían hacia él.
El mundo se volvió blanco.
No lo atropellaron. El auto se había detenido a centímetros de él. Yacía allí, aturdido, la lluvia lavando su rostro.
Oyó una puerta de auto abrirse y cerrarse cerca. La camioneta de Isadora. No había ido lejos.
Oyó la voz de su chófer, amortiguada por la lluvia.
-Señorita Navarro, ¿deberíamos ver cómo está?
Hubo una pausa. La imaginó en el auto cálido y seco, mirándolo, un pedazo de basura en la calle. Imaginó la lucha en su mente. La persona lógica y fría que era ahora diciéndole que siguiera adelante, y una pequeña parte enterrada de la vieja Isa diciéndole que se detuviera.
Oyó su voz, aguda y molesta.
-Bien.
Unos pasos se acercaron. Una mano, fuerte y familiar, lo agarró del brazo y lo puso de pie. Un paraguas apareció sobre su cabeza.
Levantó la vista hacia el rostro de Isadora. Parecía furiosa, como si ayudarlo fuera la cosa más inconveniente que le hubiera pasado.
-Sube a la camioneta -ordenó.
-No -dijo Elías, liberando su brazo-. No quiero tu ayuda.
Preferiría quedarse bajo la lluvia helada y ahogarse que aceptar una onza más de su lástima, una gota más de su caridad.
-No seas tonto, Elías -espetó ella-. Estás sangrando.
Intentó alcanzarlo de nuevo, pero él retrocedió, saliendo de debajo del paraguas y entrando en el aguacero.
-Dije que no.
Su rostro se tensó de frustración. Por un momento, pareció que iba a dejarlo allí. Pero luego, con un gruñido de exasperación, se abalanzó hacia adelante, lo agarró por el frente de su chaqueta mojada y lo arrastró hacia la puerta abierta del auto.
-Vas a subir a esta camioneta -dijo, su voz baja y amenazante-, te guste o no.
Lo empujó al asiento trasero y cerró la puerta de golpe detrás de él.