No me detuve hasta que llegué a la puerta de mi recámara, que seguía entreabierta, justo como la había dejado años atrás. Inhalé profundamente, entré y cerré tras de mí.
La habitación de mi infancia no había cambiado nada en los últimos tres años. Las paredes conservaban el mismo tono rosa pálido, los muebles blancos seguían en su lugar y mi colección de trofeos de segundo lugar permanecía intacta. Los de primer lugar solían brillar en la habitación contigua, la de Rosa.
Miré mi reflejo en el espejo del tocador, el mismo donde había practicado mi maquillaje de boda tres años atrás, mientras mi hermana se paraba detrás de mí y me dedicaba su perfecta sonrisa. Ahora tenía el rímel corrido, estaba despeinada y llevaba un vestido arrugado. Si mamá me veía así, se pondría histérica.
El reloj en mi mesita de noche marcaba las 10:47 p.m. Había estado horas sentadas allí, empacando las pocas cosas que quería preservar de mi vieja vida. Era increíble como los diecisiete años que pasé en esa casa cabían en una simple bolsa de viaje.
Mi celular vibró nuevamente; esa era la vigésima vez en apenas una hora.
"Camila, esto es ridículo. Ven a casa para que podamos discutir esto como adultas. Rosa está muy preocupada...", dijo mi mamá, del otro lado de la línea.
Colgué. Por supuesto que esa farsante estaba preocupada, pues su plan cuidadosamente elaborado se estaba desmoronando.
De repente, la puerta principal se abrió con un clic bajo. Me congelé al escuchar los pasos familiares sobre el suelo de madera: era el repiqueteo de unos tacones, seguido de tela cara.
"¿Camila?", resonó la voz de mi madre, desde la escalera. "Querida, sé que estás aquí. El mayordomo vio tu auto".
Me reprendí por no haberme estacionado a la vuelta de la esquina, ni haber sido más lista, rápida y hábil para desaparecer. Al fin y al cabo, la inteligente siempre había sido Rosa.
Ponto, oí más pasos, y la profunda voz de papá, a quien seguramente habían sacado del trabajo para lidiar con la histérica de su hija menor otra vez.
"¿Princesa?", musitó, con el mismo tono amable que usaba cuando tenía doce años y yo lloraba porque Rosa me había quitado mi lugar en la obra de teatro escolar. "Sal para que hablemos de esto".
Un tercer par de pasos hizo que se me helara la sangre. Estos eran más ligeros y gráciles, casi perfectos, así como la imagen que ella se había preocupado en construir de sí misma.
"¿Camila?", inquirió Rosa, con un tono cargado de preocupación. "Hermanita, no te encierres, por favor".
Miré la foto familiar que descansaba en mi cómoda, y que había sido tomada el mismo día que mis padres concretaron la adopción de Rosa. Mamá y papá se veían radiantes, y mi hermana salía resplandeciente con su vestido nuevo. Yo, con trece años, sonreía, a pesar del acné y los frenos. Éramos la encarnación de una familia perfecta... ¡Qué broma!
De repente, un recuerdo cayó de golpe sobre mí, con la fuerza de un puñetazo en el estómago.
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"¡Pero he estado practicando durante meses!", me quejé, apretando mi guion, con el llanto ahogando mis palabras. "¡La señorita Bennett dijo que el papel principal era mío!".
"Hermanita, no quise quitártelo. Lo que pasó fue que... las palabras salieron tan naturalmente de mi boca durante la audición que la señorita Bennett dijo que tenía un don", respondió la siempre gentil Rosa, tocándome el hombro.
Sabía que era verdad, pues todos decían que mi hermana tenía un don: para la música, la actuación y para hacer que la gente la amara.
"Tal vez...", prosiguió, con un destello peligroso brillando en sus pupilas, señal inequívoca de problemas. "Podrías ayudarme a practicar. ¿Qué dices de ser mi coprotagonista? ¡Podríamos hacer de la actuación nuestra actividad de hermanas!".
Acepté, porque eso es lo que hacían las buenas hermanas. Y porque sabía que negarme a Rosa significaba soportar las miradas decepcionadas de mi madre y los sermones de mi padre sobre la lealtad familiar.
La noche del estreno, vi tras bambalinas cómo mi hermana hacía llorar a la audiencia. Después, mamá le compró rosas y papá nos llevó a cenar a todos.
Nadie mencionó que las mejores líneas de Rosa salieron de mi pluma en aquellas "sesiones de práctica", ni que su gran monólogo fue una réplica exacta, palabra por palabra, de mi audición original.
Ella solo tenía un don especial para la memorización. Eso era todo.
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"¡Camila Elizabeth Lewis!", gritó mamá. "Tu comportamiento es absolutamente inaceptable".
Finalmente abrí la puerta de mi habitación y me encontré a esos tres en el pasillo, como un retrato familiar perfecto. Mamá vestía un traje de diseñador, papá se veía distinguido en su ropa de trabajo y Rosa, con su expresión de preocupación, iba al último grito de la moda.
"Hola, hermana", comencé, con voz firme. "¿No deberías estar consolando a tu prometido?".
Ella abrió mucho los ojos, haciendo gala de sus dotes histriónicos. "Camila, por favor. Déjame explicarte lo que...".
"¿Qué quieres explicarme? ¿Que has estado acostándote con mi marido? ¿O cómo planeaste quitármelo desde el principio?".
"¿De qué está hablando?", le preguntó papá a Rosa, volteando a verla. Ella ya tenía los ojos llenos de lágrimas, tan perfectas y delicadas que nunca le corrían el maquillaje.
"Está molesta", susurró la farsante. "Papá, solo se está desquitando. Ya sabes cómo se pone".
"No", la interrumpí, antes de soltar una carcajada que sonó extraña hasta para mí. "No te atrevas a jugar esa carta otra vez. Rosa, muéstrales el anillo que Stefan te dio hace dos meses, mientras yo supuestamente estaba demasiado enferma para asistir a la gala benéfica".
Mamá jadeó, mientras la expresión de papá se tornaba sombría. Por un segundo, mi hermana fue incapaz de mantener su fachada.
Por primera vez, vi su expresión calculadora detrás de su falsa preocupación.
"No fue así", comenzó.
"¿En serio? Entonces, ¿cómo fue? Explícales a todos cómo has estado llamándome cada semana, dándome consejos matrimoniales mientras te acostabas con mi esposo. Y diles también cómo me ayudabas a elegir lencería para mis aniversarios... justo en las noches en que Stefan se quedaba hasta tarde 'trabajando' contigo".
"¡Suficiente!", estalló mi madre, dando un paso al frente. "Rosa nunca...".
"¿Nunca qué, mamá? ¿Nunca mentiría? ¿Nunca manipularía? ¿Nunca me robaría algo que me perteneciera?", la interrumpí. Acto seguido, saqué mi celular y reproduje el último mensaje de voz que me había enviado Stefan.
"Rosa es mi alma gemela, Camila. Tratamos de luchar contra nuestros sentimientos, pero algunas personas simplemente están destinadas a terminar juntas. Tienes que entender...", se escuchó la voz de mi exesposo en el pasillo.
El silencio que siguió fue ensordecedor.
"Nunca quise lastimarte. En el corazón no se manda...", dijo Rosa, la primera en recuperarse.
El sonido de la cachetada que le metí resonó como un disparo.
"¡Camila!", exclamó mamá, agarrándome del brazo. "¿Te volviste loca?".
"No", contesté en voz baja, mientras veía cómo la marca roja florecía en la mejilla perfecta de mi hermana. "Por primera vez en catorce años, veo claramente".
Sin dudarlo, pasé junto a ellos, con mi bolsa de viaje en la mano. Detrás de mí, Rosa comenzó a sollozar. Era su mismo numerito de siempre, el que había perfeccionado durante años, para que todos se pusieran en mi contra.
"¿A dónde vas?", preguntó mi padre. "¡No puedes simplemente abandonar esta familia!".
Me detuve en lo alto de las escaleras, mirando hacia atrás a esas personas. Mamá consolaba a Rosa, papá lucía confundido y mi hermana me miraba con una expresión carente de calidez, a través de sus lágrimas.
"¿Familia?", repetí con una sonrisa, y algo en mi expresión hizo que todos retrocedieran. "No, esto no es una familia. Si acaso es un juego, en el que me he visto obligada a participar, siguiendo las reglas de Rosa".
"Camila, por favor", suplicó ella, extendiendo su mano hacia la mía, sin dejar de desempeñar el papel de hermana cariñosa. "Déjame arreglar esto".
"Hermana mayor, me diste cátedra sobre manipulación y paciencia. Gracias a ti sé la importancia de esperar al momento justo para atacar", espeté, agarrándola de la muñeca antes de que pudiera tocarme.
Rosa abrió mucho los ojos, esta vez con miedo genuino.
"Gracias por las lecciones", susurré, soltándola. "Ahora es tu turno de ver lo bien que aprendí de ti".
Luego, bajé las escaleras, ignorando los llamados de mi familia. Me vi por última vez en el espejo del vestíbulo: tenía el rímel corrido y una mirada salvaje. Al fin era libre.