Me reí ante la idea, pues acabábamos de destruir a alguien que nos amaba. Alguien que me había dado tres años de devoción que nunca merecí.
Luego, un recuerdo cayó sobre mí, como si fuera un puñetazo en el estómago.
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"¿Stefan?", comenzó Camila, con una vocecita cargada de incertidumbre. "¿Hice algo mal?".
Levanté la vista de mi computadora, molesto por la interrupción. Ella estaba en el umbral de mi oficina en casa, sosteniendo un plato de algo que olía increíble.
"Hice esa pasta que mencionaste, la de trufas", prosiguió, con una mirada esperanzada. "Rosa me dio la receta...".
Por supuesto que su hermana se la había dado. A fin de cuentas, ella había preparado esa pasta cuando estuvimos en Roma, años atrás. Cuando éramos... lo que fuéramos.
"Estoy ocupado. Déjala ahí", respondí, sin molestarme en ver el plato.
"Oh", musitó mi esposa. Tras una pausa, cambió de táctica: "Como has estado trabajando toda la semana, pensé que...".
"Camila", la interrumpí con brusquedad, por culpa de una ira que no estaba destinada a ella. "Dije que estoy ocupado".
Ella dejó el plato y desapareció silenciosamente, como siempre. La pasta quedó intacta hasta la mañana siguiente, como una recreación perfecta de un recuerdo que pertenecía a otra mujer.
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Lancé mi vaso contra la pared y vi que el cristal se rompía, justo como la vida que había construido sobre mentiras.
Había sido tan cruel con Camila. Y no me refería solo al final, sino durante todo nuestro matrimonio. Cada cena perdida, cada aniversario olvidado, cada vez que elegí el trabajo sobre ella... Todas esas no eran más que excusas que había usado para evitar mi culpa por desear a su hermana.
Mi celular volvió a sonar. Ahora era mi madre.
"Cariño, Rosa me acaba de contar lo que pasó. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? Siempre te dije que Camila no era adecuada para nuestra familia...".
Silencié mi celular, mientras me invadía otro recuerdo que me había esforzado por olvidar.
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"Está haciendo un gran esfuerzo, Stefan", dijo Rosa con suavidad, mientras me servía otra bebida.
Estábamos solos en mi oficina después de otra cena familiar desastrosa.
"Tal vez si le dieras más orientación...".
"¿Como tú, que te pasas enseñándole todas las maneras de ser perfecta?", inquirí, sin poder ocultar la amargura en mi voz
Rosa soltó su risa musical, practicada. Todo en ella era ensayado.
"¿Estás diciendo que me preferías imperfecta?", preguntó.
El aire entre nosotros se cargó de historia no dicha. Cuatro años de pasión y planes se esfumaron con su repentina partida a Londres. O eso era lo que decía ella.
"¿Cuál fue la verdadera razón por la que te fuiste?", la cuestioné, con la voz rasposa por culpa del whisky y un viejo dolor.
"Tú sabes por qué", contestó ella, tocándome la mejilla de forma íntima y prohibida. "Camila necesitaba una oportunidad de ser feliz. Ambos estuvimos de acuerdo...".
¿En serio? Porque yo no podía recordarlo. Sentía que nuestro tiempo era confuso, manipulado. Era casi como participar en una obra de teatro, pero sin recordar mis líneas.
"Te ama", susurró Rosa, ahora demasiado cerca. "Más de lo que yo podría hacerlo".
Sin embargo, sus ojos contaban una historia completamente diferente. Siempre lo habían hecho.
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Otro recuerdo volvió a mi mente, aunque esta vez era de la semana pasada. Fue cuando todo cambió.
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"Hice tu desayuno favorito", anunció Camila, con una sonrisa brillante y genuina. Toda ella era tan malditamente sincera. "Feliz aniversario".
Sentía el peso de los papeles de divorcio en mi portafolio, y el perfume de Rosa, que aún persistía en mi ropa, tras nuestra "reunión" nocturna.
"No puedo comerlo. Tengo una reunión temprano", dije, agarrando las llaves de mi auto, sin mirarla a los ojos.
"Oh", suspiró. Luego, con la voz ligeramente quebrada, preguntó: "¿Vendrás a casa a cenar? Pensé que podríamos...".
"No me esperes", la corté.
Esa noche, me la pasé con Rosa, pensando cómo le daríamos la noticia. Ella llevaba el mismo perfume que había usado en aquel viaje a Roma, todos esos años atrás.
"Lo mejor será terminar todo limpiamente", me dijo, acariciándome la cabeza. "Camila lo entenderá eventualmente".
¿Lo haría? Porque la emoción en su mirada cuando vio la foto de Rosa fue...
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La puerta de mi oficina se abrió, sacándome de mis recuerdos. Mi madre estaba allí, perfectamente arreglada, a pesar de que era medianoche.
"Querido, ¿es enserio? ¿Estás bebiendo solo en la oscuridad?".
"Ahorita no, mamá".
"Rosa está preocupada por ti. Todos lo estamos", prosiguió ella, mirando el vaso roto con desaprobación, tras cruzar la habitación.
"¿Preocupada?", repetí, soltando una risa áspera y rota. "¿Así como se preocuparon por Camilia todos estos años?".
"Esa chica nunca fue adecuada para ti", rebatió mi madre, en un tono más duro. "En cambio, Rosa...".
"Detente", la corté, levantándome a trompicones. "Solo... detente".
"Stefan Rodriguez, no me hables así. Te crie mejor que esto...".
"¿Eso crees?", estallé. "¿Cómo me criaste? ¿No fuiste tú quien me enseñó que maltratara a la mujer que me amaba, mientras deseaba a su hermana? ¿Y no te la pasas criticándola a la menor oportunidad?".
Mi madre dio un paso atrás, sorprendida, pues en veintiocho años, nunca le había levantado la voz.
"Todo lo que mi esposa hacía estaba mal, ¿verdad?", continué, envalentonado por el alcohol en mi sistema. "Su ropa, sus modales, sus habilidades culinarias. Nada iba a ser nunca suficiente. Pero Rosa... Rosa es perfecta".
"¡Porque entiende nuestro mundo! Ella...".
"Entiende la manipulación", afirmé, mientras la verdad caía sobre mí. "Nos utilizó a todos. A ti, a mí, a Camila...".
"No seas ridículo", me interrumpió mi madre, acomodándose su chamarra de diseñador. "Rosa te ama. Siempre lo ha hecho".
¿De verdad lo había hecho? ¿No sería que en realidad amaba más su retorcido juego?
Recordé el cálculo frío en sus ojos cuando orquestó nuestros encuentros "casuales" después de regresar de Londres, así como la forma en que fomentó las inseguridades de Camila mientras se mostraba como una hermana comprensiva.
Incluso nuestra reunión de hace dos meses ahora se sentía como parte de un plan más grande. Durante la gala benéfica, Camila cayó convenientemente "enferma", mientras Rosa se apareció con el mismo vestido con el que me encantó en Roma...
"Madre", comencé, hundiéndome en mi silla, pues repentinamente estaba exhausto. "Por favor, vete".
"Stefan...".
"Vete. Y dile a Rosa... que...".
¿Qué quería que le dijera? ¿Qué lo sentía? ¿Qué por fin veía a través de su máscara perfecta? ¿Qué destruí mi matrimonio por una fantasía que ella había elaborado cuidadosamente?
Mi mamá se fue, pero su decepción se quedó flotando en el aire, como si fuera un perfume caro. Como el de Rosa. Y como todos los artificios que escogí en esta vida en la que me habían manipulado.
Mi celular se iluminó nuevamente. Era otro mensaje de Rosa.
"Querido, deja de ser tan dramático y regresa a casa. Conmigo".
'¿Casa?', pensé, mirando los papales dispersos y los vidrios rotos en mi oficina.
Luego, volví a contemplar mi foto de bodas con Camila. Su sonrisa sincera ahora me parecía una acusación.
¿Qué había hecho?