Las Cenizas del Amor: Un Precio Amargo
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Capítulo 4

Observé en silencio su juego infantil y cruel. Mi corazón se sentía como un agujero negro que absorbía toda la luz y el calor de la habitación.

Al final, Damián cedió y se fue con Carla. Mientras salía, se volvió y me lanzó un beso. "Volveré más tarde, mi amor".

Antes de seguirlo, Carla me dirigió una mirada llena de veneno. Solo unos segundos después, regresó. Debió de haberle dicho a Damián que había olvidado algo.

Caminó hasta mi cama y, con un desprecio indudable, escupió: "¿Sabes lo patética que eres?". Luego, se inclinó y siseó en voz baja: "¿Crees que tener un bebé de Damián hará que te ame? ¡Eso jamás sucederá! No eres más que un comodín para él".

Con eso, extendió la mano y pellizcó con fuerza el tubo de mi intravenosa.

Un dolor agudo y ardiente me recorrió el brazo. "Detente...", jadeé, tratando de apartarme.

La expresión de Carla cambió en un instante. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y los labios le temblaron. "¡Me lastimaste! ¡¿Por qué eres tan mala conmigo?!", gritó, como si hubiera sido yo quien la atacó.

Se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación, sollozando exageradamente. En su prisa, chocó con una enfermera que llevaba una bandeja. Debido al impacto, un pequeño recipiente térmico se cayó al suelo, abriéndose de golpe.

Eran los restos de... El hospital había recolectado el tejido de mi aborto espontáneo para analizarlo. Eso era todo lo que me quedaba de mi bebé.

La enfermera, una mujer amable de mediana edad, jadeó de horror. "¡Oh, Dios mío! ¡La muestra!".

Carla, aún en el pasillo, fue rodeada por una afligida familia que acababa de recoger las cenizas de un ser querido. En la colisión, también tiró la urna.

"¡Bruja! ¡Profanaste las cenizas de mi padre!", gritó una mujer, con el rostro surcado de lágrimas.

Carla, al verse acorralada, me señaló con un dedo tembloroso, y gritó: "¡Ella me empujó! La vi hablando con la enfermera, ¡debe de haberlo hecho a propósito!".

Entonces, la furia de los deudos del difunto se volvió contra mí. Irrumpieron en mi habitación, con el rostro desfigurado por el dolor y la ira. Un hombre me agarró por los hombros y, sacudiéndome violentamente, escupió: "¡¿Tú hiciste eso?! ¡Te haré pagar!".

Como me sentía muy débil y mareada, y también me estaba ahogando en mi propio dolor, no pude defenderme. Era como una muñeca de trapo en las manos de ese hombre.

A través del caos, vi a Carla escabullirse, con una fugaz sonrisa triunfante en el rostro.

Momentos después, Damián llegó, atraído por la conmoción.

Mientras la familia le explicaba, con sus voces ahogadas por los sollozos, lo que creían que había sucedido, el rostro de mi esposo se ensombreció.

Entonces, Carla volvió y se colocó detrás de él, mirándolo con una expresión obstinada y desafiante. Era como si estuviera preguntándole en silencio de qué lado estaba.

Miré a Damián desde el otro lado de la habitación, y percibí en su rostro un destello de duda y un dejo de vacilación. Una pequeña y tonta parte de mí esperaba que pudiera discernir la verdad.

Pero entonces, su mirada se endureció. Se volvió hacia los dolientes, y dijo con una voz suave y autoritaria: "Lo ocurrido es muy lamentable. Me disculpo a nombre de mi esposa. Últimamente ha estado... indispuesta. Asumiré toda la responsabilidad y los compensaré".

¿Le estaba poniendo precio a mi dignidad?

"No... Damián. Carla está mintiendo", susurré con una voz apenas audible.

Me lanzó una mirada gélida y furiosa que me silenció. "¡Cállate!".

A continuación, describió su "solución". Sería dada de alta de inmediato y me disculparía con la familia personalmente. Luego, él les daría un cheque muy generoso. Su equipo de seguridad me agarró de los brazos, listos para arrastrarme fuera de la habitación como una prisionera.

Mientras me sacaban, sentía que la cabeza me daba vueltas, y alcancé a oír la voz de Damián, suave y tierna, diciéndole a Carla: "¿Estás bien? ¿Te asustaron? No te preocupes, yo me encargaré de todo".

La respuesta de la otra fue un murmullo débil y complacido.

De pronto, todo a mi alrededor se volvió borroso. El pasillo, los rostros y las luces fluorescentes se mezclaron en un vórtice nauseabundo de dolor.

            
            

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