En nuestro aniversario de bodas, mi esposo llegó a casa borracho, me besó desesperadamente y susurró el nombre de otra mujer. "Valeria", dijo con un suspiro. "Sabía que volverías a mí". El tiro de gracia de nuestro matrimonio sucedió en un restaurante, cuando un mesero derramó una jarra de café hirviendo. Sin dudarlo, Santiago se abalanzó hacia Valeria, su exnovia, para protegerla de unas cuantas gotas.
El resto del líquido caliente cayó sobre mi brazo, causándome quemaduras de segundo grado. Él entró en pánico por las leves marcas rojas que aparecieron en la mano de su exnovia, e incluso la llevó de urgencia a una clínica privada. Sin siquiera mirar mi piel ampollada, me dio su tarjeta de crédito. "Toma un taxi al hospital. Al rato te llamo", dijo.
En ese momento murió su esposa abnegada. Salí de ahí sin mirar atrás. Tres meses después, estábamos frente a frente en un tribunal, yo, representando al hombre que él estaba acusando, en el caso más importante de su carrera profesional. Santiago no tenía ni idea de que la sumisa ama de casa que había desechado era la leyenda legal conocida como Némesis, y que estaba a punto de destruir su historial perfecto e invicto.
Capítulo 1 En el mundo del derecho corporativo de México, el pseudónimo "Némesis" era toda una leyenda, un fantasma. Durante tres años, la comunidad legal había especulado, preguntándose qué había sido de la prodigio que nunca perdió un caso. Algunos afirmaban que se había agotado y retirado. Otros rumoreaban que se había ganado enemigos demasiado peligrosos, por lo que se vio obligada a esconderse.
Nadie nunca adivinó lo que realmente sucedió. La verdad era que en ese momento me encontraba arreglando un ramo de lirios blancos en un jarrón minimalista, con movimientos cuidadosos y silenciosos. Eva Santos, antes conocida como Némesis, ahora se hacía llamar Eva Vargas, y era la esposa de Santiago Vargas, el fiscal estrella de la Ciudad de México, un hombre con un historial perfecto e invicto.
Durante tres años, había interpretado el papel de la esposa abnegada y sumisa. Guardó sus trajes sastre y sus expedientes legales, cambiándolos por delantales y libros de cocina. Lo hizo por amor, o por lo que había esperado desesperadamente que se convirtiera en eso.
Su matrimonio fue una decisión apresurada, nacida de una sola noche de soledad compartida y un sentido del deber por parte de Santiago. Eva solía ser una joven y prometedora abogada, enamorada en secreto del brillante fiscal al que a veces se enfrentaba en juicios simulados. En una ocasión, vio en él un destello de vulnerabilidad, un dolor que escondía detrás de su fachada carismática, y pensó que ella podría ser quien lo ayudara a sanar.
Tiempo después, descubrió que se había equivocado, porque el dolor de Santiago tenía nombre y apellido: Valeria Montes, su primer amor, una famosa diseñadora de modas que lo había dejado para dedicarse a construir su imperio. Santiago nunca la superó. De hecho, su casa era un museo de su obsesión por ella. A pesar de que no había fotos de Valeria en las paredes, su presencia estaba en todas partes; en la marca de café que él bebía, solo porque a ella le gustaba, en la música que escuchaba y en la forma en que sus ojos se nublaban, perdidos en un recuerdo del que Eva no formaba parte.
Esta última lo había intentado todo; se aprendió la rutina de su esposo, sus preferencias, sus estados de ánimo... Volcó toda su inteligencia y habilidades en un solo caso, el cual resultó imposible de ganar: que Santiago llegara a amarla. Después de mil días de la fría indiferencia de su esposo y de ser una extraña en su propia casa, Eva aceptó el veredicto: había perdido.
La prueba final llegó la noche anterior, en su aniversario de boda, una fecha que Santiago, como de costumbre, había olvidado. Llegó tarde a casa, oliendo a whisky caro y al tenue aroma floral del perfume de una mujer. Estaba más borracho de lo que Eva lo hubiera visto jamás. Entró a trompicones en la sala de estar, donde su esposa lo esperaba. Sus amigos de la Fiscalía llegaron con él, riéndose de algún caso antiguo. Apenas notaron la presencia de la mujer, apartaron la mirada como si fuera un mueble más.
"Santiago, necesitas descansar", dijo Eva con voz suave, mientras caminaba hacia él para ayudarlo. Cuando el hombre apoyó su pesado cuerpo en ella, su aliento caliente le golpeó la oreja. Por un momento vertiginoso, la mujer sintió un destello de esperanza. Santiago se le acercó y la tocó. Luego, la besó...
Fue un beso rudo y desesperado, nada que ver con los besos breves y superficiales que a veces le daba. Eva sentía el corazón latir con fuerza dentro de su pecho. Quizás ese era el momento que había estado esperando. Tal vez el alcohol había logrado derribar los muros que los separaban. Cuando el hombre dejó se besarla, se apartó, con los ojos nublados y desenfocados, y esbozando una sonrisa rota y tierna que no era para Eva.
"Valeria", susurró, acariciándole la mejilla con el pulgar. "Sabía que volverías a mí". Ese nombre golpeó a Eva como un rayo, y sus esperanzas se hicieron añicos, convirtiéndose en un polvo fino y afilado que llenó sus pulmones. No dijo ni una palabra. Simplemente lo ayudó a llegar a su habitación, lo desvistió y lo acostó, con movimientos mecánicos.
Santiago se durmió casi al instante, mientras murmuraba el nombre de su exnovia una última vez. La mujer permaneció en la habitación silenciosa. La luz de la luna trazaba las afiladas líneas del apuesto rostro de su esposo; un hombre aclamado por toda la ciudad, un titán de la justicia. Pero, para Eva, era una imposibilidad. Un recordatorio constante de lo que ella no era ni sería.
Una vez que la mujer salió del dormitorio, se dirigió a su estudio, un lugar al que Santiago nunca entraba. Sacó del fondo del armario una caja polvorienta, donde guardada algunas viejas pertenencias: un diploma enmarcado de la prestigiosa universidad donde estudió derecho, el ITAM, y trofeos de competencias de juicios simulados. También había un sencillo tarjetero negro, de donde sacó una sobria y minimalista tarjeta de presentación. "Licenciada en derecho Eva Santos", decía.
La tarjeta se sentía muy extraña en su mano. Como si fuera una reliquia de otra vida. Entonces, tomó su celular. Pasó de largo el nombre de su esposo, cuya foto de perfil era una mentira sonriente y pública. Poco después, su dedo se detuvo sobre un número que no había marcado en tres años; el de Arturo Ramírez, su antiguo mentor en Nueva York, y quien la apodó "Némesis".
Cuando presionó el botón de llamar, su corazón comenzó a latir como un tambor firme y frío. Era más de medianoche en Nueva York, sin embargo, ella sabía que Arturo contestaría, porque siempre trabajaba hasta tarde. Recibió respuesta después del segundo timbrazo. "Diga". La voz familiar del hombre era tan brusca como siempre. "Hola, Arturo", dijo ella. Su propia voz le pareció extraña, ya que sonaba áspera por la falta de uso.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. La mujer podía imaginarse a Arturo perfectamente: sentado en su oficina con vista a la ciudad, probablemente con un puro entre los dientes, y sus agudos ojos entrecerrados. "¿Eva?", preguntó él con una voz teñida de incredulidad. "¡Por Dios! ¡No lo puedo creer! ¿Dónde diablos te has metido? Todo el gremio de abogados de Nueva York pensó que te había tragado la tierra".
Sus palabras emocionadas fueron como un bálsamo para el corazón herido de la mujer. Alguien la recordaba y sabía perfectamente quién era.
"Me tomé un año sabático". Echó mano de la frase del siglo. "¡Fueron tres! Némesis, tú no te tomas años sabáticos, tú ganas juicios", refunfuñó el hombre. "Cada vez que tengo que lidiar con esos tiburones corporativos de segunda, maldigo tu nombre por haberme dejado solo con ellos. Sin ti se han vuelto demasiado blandos, y no hay quien pueda hacerlos espabilarse".
Eva miró su reflejo en la ventana oscura; una mujer de tez pálida con ojos cansados y el pelo recogido en un moño sencillo. Vestía un suave cárdigan beige. Esa no era Némesis, sino su sombra.
"¿Ya descubrió quién eres?", preguntó Arturo, bajando la voz. Él era una de las pocas personas que sabía del matrimonio secreto de Eva.
"Nunca me ha preguntado nada", respondió ella con toda honestidad.
Luego, respiró hondo. El aire frío llenó sus pulmones, llevándose los últimos restos de polvo.
"Le pediré el divorcio". El otro extremo de la línea volvió a quedarse en silencio brevemente. El hombre soltó una exhalación lenta y satisfecha, antes de contestar: "Me alegra". "Arturo...", dijo ella con una voz más contundente. "Volveré a Nueva York".
"¿Cuándo?".
"Mi vuelo llega mañana por la tarde al Aeropuerto JFK". La mujer pudo percibir la sonrisa del hombre cuando este dijo: "La oficina con vista a la ciudad te está esperando. Bienvenida de nuevo, Némesis. Es hora de recordarles cómo es una pelea legal de verdad".
Cuando Eva colgó, miró la petición de divorcio sobre su escritorio. La redactó meses atrás, como un plan de contingencia que pensó que nunca necesitaría. En ese momento, su celular sonó; recibió un mensaje de Santiago. "Llegaré tarde. Valeria está en la ciudad y tengo una cena de negocios. No me esperes despierta".
La mujer leyó el mensaje y lo borró sin enviar una respuesta. A continuación, tomó un bolígrafo y firmó los papeles con un trazo decidido. Su firma era nítida y segura; la de una mujer que conocía su propio valor.
Se había acabado la farsa, su matrimonio, y la larga y dolorosa espera por un hombre que nunca la amaría. Eva Santos estaba muerta, y Némesis volvería a casa.