La Tregua de Nuestros Corazones
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Capítulo 4 4

La oficina estaba tranquila esa mañana de martes, pero solo en la superficie. Por dentro, cada piso bullía con la noticia de que Charlotte Blake e Isabella Fairchild, las dos abogadas más comentadas del último año, ahora compartirían el liderazgo de un caso multimillonario.

En la sala de reuniones, Ramirez organizaba el papeleo como si preparara una ceremonia solemne. Creía en la fuerza de las alianzas improbables. Y, de alguna manera, estaba seguro de que esas dos juntas podrían redefinir el estándar del bufete, o, al menos, prenderle fuego a todo.

Isabella llegó primero, como siempre. Traía una carpeta de color gris claro, la postura impecable y el rostro tan neutro que se volvía casi un escudo. No había duda de que había nacido para ese escenario: la costosa alfombra de lana, la vista del skyline, las sillas italianas que nadie se atrevía a usar con descuido.

Se sentó en silencio y comenzó a alinear documentos en un orden tan meticuloso que resultaba terapéutico. Por un segundo, su mirada se perdió en la vista de la ciudad, y un pensamiento atravesó la disciplina: ¿Algún día esto dejará de parecer una guerra?

Antes de que pudiera permitirse responder, el "ding" del ascensor anunció la llegada de Charlotte.

Charlie entró con la carpeta pegada al pecho, el pelo aún húmedo por la fina lluvia que caía sobre Manhattan. Llevaba una chaqueta negra sobre la blusa social, como si se negara a adoptar el uniforme invisible del bufete. Y, por supuesto, venía con esa media sonrisa provocadora que Isabella prefería fingir que no notaba.

- Buenos días - dijo Charlie, soltando la carpeta sobre la mesa y acomodándose frente a Isabella -. ¿Lista para otro capítulo de nuestra telenovela?

Isabella inspiró hondo.

- Si dejas de llamar telenovela a nuestro trabajo, tal vez.

Charlie arqueó una ceja.

- ¿No crees que tiene toda la pinta de un drama judicial? Rivalidad, tensión, apuestas altas... solo falta un narrador dramático.

- Gracias a Dios, no lo tenemos - replicó Isabella, volviendo la mirada a la pantalla de su laptop -. ¿Comenzamos?

Charlie se rio por lo bajo, cruzando las piernas.

- Claro, Izzy.

El apodo salió antes de que pudiera censurar su propia lengua. Fue automático, tal vez un reflejo de querer irritar, tal vez un descuido que revelaba más de lo que debía.

Por un segundo, Isabella pareció dudar. La mandíbula se tensó levemente, y el silencio que siguió fue tan denso que parecía un tercer ser vivo en la sala.

- No me llames así - dijo Isabella, la voz controlada, pero con una punzada de algo que Charlie no supo identificar-. Nunca más.

- Está bien - respondió Charlie, levantando las manos en un gesto de rendición -. Solo fue... la costumbre.

- ¿La costumbre de quién? - replicó Isabella, sin levantar la vista.

Charlie no respondió. Y prefirió no explicar que, en el primer año en Nueva York, había escuchado a Ramirez llamarla Izzy en una reunión a puertas cerradas, una rara señal de cercanía que siempre la había intrigado.

Volvieron al trabajo. Dos horas después, los papeles ya cubrían la mitad de la mesa. Isabella hablaba con precisión, enumerando cláusulas contractuales, riesgos de imagen pública y posibles acuerdos extrajudiciales. Charlotte, por su parte, contraargumentaba con hipótesis creativas que Isabella clasificaba como "demasiado improbables para perder el tiempo".

- Siempre haces lo mismo - dijo Charlotte, perdiendo la paciência -. Crees que existe una única manera de ganar.

- No es una cuestión de creer - replicó Isabella -. Es experiencia. Estadística. Probabilidad.

- ¿Y crees que la estadística gana casos así? - dijo Charlotte, inclinándose sobre la mesa -. ¿Sabes lo que gana? Valentía.

Isabella respiró hondo, eligiendo cada palabra.

- ¿Y sabes lo que pierde? - dijo, finalmente levantando la vista para encontrar la de ella-. La impulsividad.

Se miraron fijamente por unos segundos. Un silencio tan lleno de electricidad que se volvió imposible de ignorar.

Ramirez abrió la puerta en ese mismo momento, como si presintiera que era hora de intervenir.

- ¿Todo bien por aquí? - preguntó, con una voz demasiado tranquila.

- Perfectamente - respondió Isabella, en un tono tan educado que rozaba la ironía.

Charlie solo sonrió.

- Claro. Solo estamos alineando... perspectivas.

Ramirez no parecía convencido, pero no insistió. Salió de la sala con la misma discreción con la que entró.

Cuando la puerta se cerró, Isabella soltó un largo suspiro y se pasó la mano por el rostro. Por primera vez en mucho tiempo, sentía su autocontrol amenazado.

A mediodía, ambas decidieron hacer una pausa. Era casi un tratado de paz, temporal, frágil, pero necesario.

Isabella se retiró a su oficina, donde organizó carpetas e intentó recordar por qué había aceptado compartir ese caso con Charlotte. Sabía que, en el fondo, había respeto allí. Aunque prefería no confesarlo.

Charlotte, por su parte, salió a caminar por la amplia acera frente al edificio. Pasó por camiones de comida y puestos de revistas, intentando despejar su mente. Pero Isabella siempre volvía, como una punzada obstinada, latiendo bajo su piel.

No le gustaba la perfección de Isabella. Ni la forma en que sus ojos parecían ver cada falla. Pero, peor aún, no le gustaba la forma en que eso la obligaba a querer ser mejor.

Más tarde, cuando regresó, encontró a Isabella reclinada en el sillón, leyendo anotaciones. El pelo recogido en un moño tan meticuloso que resultaba una afrenta.

Charlie dejó la carpeta sobre la mesa y apoyó las manos en el respaldo de una silla.

- Estaba pensando - dijo, midiendo sus palavras -. Quizás... quizás podamos dividir algunas partes de la argumentación. Yo me encargo de la parte de relaciones internacionales. Tú te ocupas del contencioso corporativo.

Isabella levantó la vista, estudiándola como quien evalúa una propuesta arriesgada.

- ¿De verdad me vas a proponer eso? - preguntó, sorprendida -. ¿No tienes miedo de compartir el crédito?

- Prefiero compartir el crédito que perder - respondió Charlie -. Y, honestamente, creo que podemos hacer esto mejor juntas que separadas.

Hubo un silencio pesado, interrumpido solo por el sonido distante de un teléfono sonando en alguna sala vecina. Isabella apoyó los codos en los brazos del sillón y entrelazó las manos.

- Está bien - dijo, por fin -. Pero, si vamos a hacerlo, lo haremos bien. Sin improvisaciones.

- Sin improvisaciones - asintió Charlotte, con una pequeña sonrisa -. Al menos, no las tuyas.

Isabella arqueó una ceja.

- Ya estamos rompiendo el acuerdo.

Charlie se rio. Y, por un segundo, todo pareció menos hostil. Casi familiar.

Cuando el día terminó, ambas salieron del edificio una al lado de la otra. El aire frío de la noche hacía que la ciudad pareciera aún más viva: bocinas, luces, pasos apresurados. Nueva York nunca dormía.

En la esquina, Charlotte se detuvo, metió las manos en los bolsillos y se volteó hacia Isabella.

- ¿Quieres que te lleve? - preguntó, en un tono que intentó sonar casual.

Isabella dudó. Era tan raro que alguien le ofreciera algo que no fuera una exigencia.

- No, gracias. Me gusta caminar - dijo, por fin.

Charlie solo asintió, como si lo entendiera. Y tal vez lo entendía de verdad.

- Entonces... hasta mañana, I...

Isabella levantó la vista tan rápido que Charlie se interrumpió.

- Hasta mañana, Fairchild.

Esta vez, Isabella sonrió. Pequeña, discreta, pero aun así una sonrisa.

- Hasta mañana, Blake.

Mientras Charlotte se alejaba por la acera, Isabella se quedó parada, observando la silueta de su rival desaparecer entre los letreros iluminados.

Tal vez esa historia no era solo una guerra. Tal vez era el comienzo de algo que ninguna de las dos tenía el coraje de nombrar.

            
            

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