La oficina estaba en el piso treinta de un rascacielos en Midtown, todo con paredes de cristal y líneas minimalistas. Allí, las sonrisas eran tan afiladas como los zapatos italianos, y cualquier demostración de debilidad era motivo de chismes antes del primer café.
- ¿Vas a quedarte mirando a Fairchild o vas a admitir por fin que te intimida? - Maya, la analista de compliance, apareció a su lado con una taza de té humeante.
- ¿Intimidar? - Charlie levantó una ceja, sarcástica -. Simplemente me parece fascinante cómo una persona puede ser tan... contenida. Casi como un robot británico programado para irritarme.
- O para vencerte - provocó Maya, sonriendo como quien sabe demasiado.
Charlie puso los ojos en blanco y volvió a fingir atención en los papeles. Pero por dentro, la sangre le pulsaba de frustración. Desde que había llegado a la firma dos años antes, nadie había logrado perturbarla. Hasta que Isabella Fairchild apareció con sus elegantes trajes sastre y su voz baja que sonaba como una acusación disfrazada de cortesía.
Al otro lado de la sala, Isabella firmaba documentos con movimientos calculados. Cada gesto parecía coreografiado: pasar la página, deslizar el bolígrafo, levantar la barbilla milimétricamente. No había nada espontáneo en esa mujer. Era como si hubiera nacido para dirigir salas así, y, por supuesto, para hacer que Charlotte pareciera la australiana impetuosa que todos imaginaban.
Cuando el socio Ethan Ramirez entró, la conversación cesó como si alguien hubiera presionado el botón de silencio. Lanzó una mirada de expectación a los presentes y se aclaró la garganta.
- Buenos días. Sé que todos están ansiosos por los avances del caso Davenport. Antes de eso, algunos ajustes de equipo.
Charlie sintió un nudo en el estómago. Los ajustes de equipo siempre significaban problemas. O ascensos. O ambos.
- Quiero que sepan que reconozco el trabajo excepcional de cada uno de ustedes aquí - continuó Ramirez, con ese tono paternal que solo aumentaba el suspenso -. Pero, en especial, dos asociadas se han destacado de manera notable.
Por un instante, Isabella levantó la vista y se encontró con los ojos de Charlie. Fue solo un segundo, pero el suficiente para que un silencio eléctrico se instalara entre ellas.
Charlie no desvió la mirada. Si Isabella quería una guerra de miradas, así sería.
- Fairchild y Blake - anunció Ramirez por fin -. Ambas han demostrado competencia y resultados consistentes.
Charlie oyó a Maya contener un "wow" a su lado. Isabella solo inclinó ligeramente la cabeza, como si eso fuera lo esperado.
- Dicho esto - continuó Ramirez -, aún no hemos tomado ninguna decisión sobre quién liderará la próxima fase del caso.
Charlie inspiró hondo, tratando de no mostrar la punzada de decepción.
- Pero tranquilos - añadió el socio, con una sonrisa enigmática -. Hasta entonces, sugiero que cada una continúe actuando con el profesionalismo de siempre.
Y con eso, la reunión terminó. Tan rápido como había comenzado.
Mientras los colegas se dispersaban, Charlie recogió sus papeles y cruzó la sala, decidida a salir antes de que Isabella decidiera soltar algún comentario pasivo-agresivo. Pero, por supuesto, el universo no le haría tal favor.
- Charlotte - llamó Isabella, con la voz suave y firme al mismo tiempo.
Charlie se detuvo, cerrando los ojos por un instante antes de darse la vuelta.
- ¿Sí?
- Solo quería decir... - Isabella se ajustó la correa del bolso en el hombro, el rostro inexpressivo -. No importa lo que decidan sobre el caso. Yo no estoy aquí para hacer amigos.
Charlie arqueó una ceja.
- Genial. Yo tampoco.
Por un segundo, algo casi parecido a una sonrisa apareció en los labios de Isabella. Pero fue tan rápido que Charlie pensó que lo había imaginado.
- Entonces estamos de acuerdo - dijo Isabella, y se fue.
Charlie se quedó mirando la puerta cerrarse detrás de ella, con el corazón latiendo más rápido de lo que le gustaría admitir. Odiaba a Isabella Fairchild. Odiaba su forma calculada. Su tono de voz. El hecho de ser tan absurdamente competente.
Pero, principalmente, odiaba la parte de sí misma que reconocía en esa mujer. La parte que también era ambiciosa, despiadada y solitaria.
Suspiró, pasándose la mano por el moño que ya empezaba a deshacerse.
Quizás Maya tenía razón. Quizás Isabella sí la intimidaba. Pero si había algo que Charlotte Blake sabía hacer, era transformar la intimidación en combustible.
Y en ese momento, se juró a sí misma que, costara lo que costara, sería la última en pestañear.
Charlie caminó hasta su diminuto despacho al final del pasillo, donde la ventana ofrecía una vista parcial del Chrysler Building, y donde guardaba un pequeño stock de barritas de proteínas y paciencia limitada. Soltó la carpeta sobre el escritorio y dejó caer el cuerpo en la silla, respirando hondo.
El día apenas había comenzado y ya sentía esa familiar punzada de adrenalina que siempre surgía después de cualquier interacción con Isabella. Era irritante. Era predecible. Era casi... estimulante.
Se odiaba a sí misma por eso.
Al otro lado de la pared, Isabella acomodaba sus propios documentos en carpetas etiquetadas. Todo en ella era obsesivamente organizado: plazos, metas, apariencias. Cuando terminó, miró alrededor del despacho impecable. Ningún detalle fuera de lugar. Ninguna distracción.
Y aun así, su mente insistía en divagar hacia la expresión de Charlotte en el momento en que Ramirez mencionó su nombre. El breve destello de expectación, seguido por el esfuerzo mal disimulado de mantener el semblante frío.
Isabella se pellizcó el puente de la nariz, molesta consigo misma por haberlo notado. No tenía tiempo para análisis emocionales de colegas. Mucho menos de Charlotte Blake.
Pero era imposible ignorar la forma en que esa mujer parecía hecha de tormenta: el pelo siempre a punto de soltarse del moño, la risa que surgía en medio de un argumento feroz, la determinación casi infantil de no mostrar debilidad.
Era... agotador. Y ligeramente fascinante.
Suspiró y abrió su portátil. En la pantalla, una lista de los compromisos del día: revisiones de contratos, una teleconferencia con el cliente británico del caso Davenport y una presentación interna para los socios junior. Todo bajo control, todo predecible, excepto la presencia constante de Charlotte, flotando en su rutina como una amenaza que Isabella no sabía nombrar.
Mientras tanto, Charlie se obligaba a concentrarse en su propio monitor. Se había prometido que esa semana sería productiva. Que no importaría lo que Isabella hiciera, no permitiría que sus nervios se hicieran trizas.
Pero los recuerdos de la reunión insistían en volver: la voz baja, la postura compuesta, esa media sonrisa que parecía saber algo que nadie más sabía.
Maldita sea.
Cogió la taza de café, ahora frío, y se obligó a darle un sorbo. Necesitaba recordar quién era. De dónde venía. Que no había llegado allí por casualidad.
En la pared detrás de su escritorio, una pequeña fotografía mostraba el mar de Bondi Beach, en Sídney. Cuando todo se volvía pesado, miraba esa imagen y recordaba lo que la había traído a Nueva York: la ambición pura y simple de demostrar, primero a su padre, luego a sí misma, que era capaz de cualquier cosa.
Y nada, ni siquiera Isabella Fairchild, la haría dudar de eso.
En el pasillo, algunos colegas hablaban en voz baja. Charlie captó solo fragmentos: "las dos juntas", "va a ser un espectáculo", "alguien debería vender entradas". Puso los ojos en blanco y cerró la puerta con un clic firme.
Si querían un espectáculo, lo tendrían. Pero que no contaran con ella para hacer de extra.
De vuelta en su propio despacho, Isabella escribía un correo de actualización para Ramirez cuando la notificación de mensaje interno apareció en la esquina de la pantalla. Una invitación para la reunión de alineación del caso Davenport, programada para el siguiente viernes.
El asunto era claro: Evaluación de Liderazgo - Fase Final.
Leyó la línea dos veces. Luego, lentamente, permitió que la más leve de las sonrisas apareciera.
Finalmente.
El juego estaba por comenzar.