Esa noche, llamé a mi mejor amiga, Debi Frost, quien no solo era mi íntima, sino la abogada más brillante que conocía. Nos encontramos en una ruidosa cafetería del centro, un lugar donde nadie nos notaría. Ahí le conté todo: la galería secreta, el niño, la mentira de cinco años. Deslicé la memoria USB sobre la mesa. Mientras me escuchaba, ella perdió su expresión estoica, y la cambió por una de absoluta furia.
"Esos malditos", exhaló, apretando con mucha fuerza su taza de café. "Todos ellos. Y eso incluye a tus padres. Aliana, destruyámoslos".
"No quiero destruirlos, Debi", musité. "Solo quiero desaparecer. Cortar limpiamente con ellos".
"Está bien. Si eso es lo que quieres, podemos hacerlo", respondió mi amiga, quien estaba a mi lado, tras examinarme atentamente. Luego agregó: "¿Pero irte? Tienes derecho a la mitad de los bienes de Ivan, sin mencionar una indemnización masiva de tus padres por el daño moral...".
"No quiero su dinero", la interrumpí. "Eso fue lo que usaron para comprar mi silencio y mi sumisión. Es dinero sucio. Además, no quiero nada de ellos".
"Está bien, si lo que quieres es un corte limpio, podemos hacerlo. Prepararemos los papeles de divorcio, citando infidelidad. Y un documento en el que renuncies por completo a la herencia de la familia Donovan. Haremos todo a prueba de balas", explicó mi amiga.
Mientras planeábamos, Debi sacó otro archivo y, con expresión sombría, comentó: "Aliana, mira esto. Ivan ha estado haciendo compras regulares en una farmacia privada. Y siempre adquiere grandes cantidades de somníferos".
De repente, todo encajó. La extraña confusión que había sentido algunas mañanas, las veces que había dormido doce horas seguidas, solo para despertar y encontrar que Ivan y mis padres se habían ido, supuestamente por un "asunto familiar urgente"... Me habían estado drogando, para jugar a la familia feliz con Kiera y Leo.
"Lo van a hacer de nuevo en tu cumpleaños, ¿verdad? Drogarte para que duermas todo el día mientras llevan a ese niño al parque de diversiones", exclamó mi amiga, con los ojos muy abiertos por el horror.
La última chispa de esperanza de que tal vez, solo tal vez, hubiera algún amor retorcido y equivocado detrás de sus acciones, se extinguió en ese momento. Lo que ellos hacían era un acto de crueldad pura y calculada. Empecé a reír, pero el sonido era hueco y roto, así que no tenía nada que ver con el humor.
"Por supuesto", comencé, negando con la cabeza. "Por supuesto que lo harán".
Debi extendió la mano sobre la mesa y agarró la mía con la fuerza suficiente para que recuperara la compostura. Luego, me dijo: "Aliana, no puedes volver a casa".
"Oh, claro que puedo", respondí, mirándola con dureza. "Dejaré que piensen que su plan está funcionando a la perfección. Y luego, desapareceré".
Esa tarde, en la oficina de Debi, firmé los papeles de divorcio, y mi renuncia legal al nombre y la fortuna Donovan. Con cada trazo de la pluma, sentí que se rompía una cadena. Me estaba liberando. Luego, compré por internet un boleto de avión hasta un pequeño pueblo costero en Oregon, usando el nombre que había empleado cuando era una huérfana en los orfanatos y que era verdaderamente mío: Hope Andersen. El vuelo era para el sábado por la noche, justo el día de mi cumpleaños. La fiesta a la que no estaba invitada serviría como mi gran final.
Cuando volví a la mansión, Ivan estaba allí, tarareando de pie frente a su computadora. Apenas entré, minimizó rápidamente la pantalla, pero alcancé a ver la página de servicios VIP del parque de diversiones: fuegos artificiales privados, un almuerzo gourmet. En el reflejo de la pantalla oscura, pude ver que su celular se iluminaba en el escritorio detrás de mí, con un mensaje de mi madre que decía: "Todo está listo. ¡No puedo esperar para celebrar el gran día de Leo!".
Mi esposo y mis padres se olvidaron de mi cumpleaños para celebrar al hijo de mi némesis.
"Solo organizaba un paquete para un cliente", me dijo mi marido, sin mirarme a los ojos.
"Deberías descansar un poco", le aconsejé suavemente.
"Te amo", afirmó él, plantándome un beso rápido y displicente en la mejilla.
"Lo sé", respondí, en un tono hueco.
Esa noche, yacía sola en nuestra cama; las sábanas a mi lado estaban frías. Pero por primera vez en cinco años, la soledad no dolía, sino que se sentía como libertad. Ya no era Aliana Donovan, hija perdida y esposa feliz. Ahora era un fantasma en mi propia vida, contando las horas hasta que finalmente pudiera desaparecer.