Capítulo 5

Punto de vista de Sofía Valdés:

Me abalancé, mis manos extendidas como garras, un grito de pura rabia primitiva arrancándose de mi garganta. No era un sonido de duelo; era una promesa de aniquilación.

Casi la alcancé.

Entonces un dolor cegador explotó en la parte posterior de mi cabeza. El mundo se fracturó en un caleidoscopio de luces brillantes y puntos negros. Mis piernas se doblaron y me desplomé en el suelo, el impacto sacudiendo cada hueso de mi cuerpo.

A través del zumbido en mis oídos, vi a Fede de pie sobre mí, con una pesada llave de cruz de metal en la mano. Me miró con indiferencia casual.

-¿Estás bien, hermanita? -preguntó, empujando mi cuerpo inerte con su bota.

Jimena jadeaba, su mano presionada contra su pecho, sus ojos muy abiertos con una mezcla de terror y euforia.

-Estoy bien, Fede. Estoy bien.

Tomó una respiración profunda y temblorosa, y luego me pateó, su bota conectando con mis costillas ya magulladas.

-Estúpida perra -escupió, su voz temblando-. ¿Crees que puedes tocarme? Alejandro es mío. Todo lo suyo es mío.

Mi conciencia se desvanecía, los bordes de mi visión se volvían grises. Lo último que escuché antes de que la oscuridad me tragara por completo fue la voz de Fede preguntando:

-¿Así que el niño está realmente muerto?

Y la de Jimena, escalofriantemente casual, como si discutiera el clima.

-Sí. Corazón débil, supongo. Pasa. Probablemente ya estaba muerto antes de que llegáramos.

Su risa me siguió hasta el abismo.

Cuando desperté, fue con el olor a antiséptico y el frío mordisco del metal contra mi piel. Intenté moverme, pero mis muñecas y tobillos estaban sujetos por gruesas correas de cuero a lo que parecía una mesa de operaciones. El pánico, frío y agudo, me sacudió.

Tiré de las ataduras, el cuero cortando mi piel en carne viva, pero fue inútil.

Una figura con una filipina azul se movió hacia mi campo de visión. Era Jimena. Sostenía un bisturí en su mano enguantada, la hoja de acero brillando bajo la dura luz fluorescente.

-No te molestes en luchar -dijo, su voz un ronroneo tranquilo y clínico que me heló la sangre-. Solo te lastimarás.

-¿Dónde estoy? -susurré, mi voz ronca-. ¿Qué estás haciendo?

-Shhh -me calmó, trazando la línea de mi mandíbula con el dorso frío de la hoja. Me estremecí, todo mi cuerpo temblando-. Sabes, es curioso. Alejandro una vez me dijo que su tipo eran las mujeres mayores. Más maduras. Apenas eres mayor que yo. Supongo que esa fue otra de sus mentiras.

Suspiró dramáticamente.

-Y ahora tu pequeño bastardo está muerto. Qué lástima. Pero tal vez sea lo mejor. Ahora no tienes nada con qué atarlo.

Sus ojos, fríos y evaluadores, escanearon mi rostro.

-Eres bonita -dijo, el cumplido sonando como una amenaza-. Ese es el problema. Demasiado bonita. Vuelve estúpidos a los hombres. Pero no te preocupes. Voy a arreglar eso.

Sonrió, una aterradora y desalmada muestra de dientes.

-Después de que termine, ¿crees que él todavía querrá mirar esta cara?

Mi mente, ya destrozada por la muerte de Leo, no podía procesar el nuevo horror. Todo lo que podía oír era el eco de sus palabras. Tu pequeño bastardo está muerto.

Leo. Mi dulce y divertido Leo. Se había ido.

Una ola de náuseas y un dolor tan profundo que se sintió como un golpe físico me invadió. No podía respirar. No podía pensar. El mundo se disolvió en un borrón de dolor.

-Oh, no te desmayes ahora -dijo Jimena con fastidio-. Sería un desperdicio de la buena anestesia que robé para ti.

Tomó un rollo de cinta médica y un fajo de gasas.

-Aunque no podemos tenerte gritando. Podrías molestar a los otros pacientes.

Se inclinó sobre mí, su rostro llenando mi visión.

-Esto será mucho mejor -susurró, su sonrisa ensanchándose mientras presionaba firmemente la mordaza en mi boca y la aseguraba con cinta. La textura áspera y el olor enfermizamente dulce del adhesivo llenaron mis sentidos-. Agradable y silencioso.

Volvió a tomar el bisturí, sus ojos brillando con una locura absoluta.

-Empecemos.

            
            

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