La Cicatriz de un corazón
img img La Cicatriz de un corazón img Capítulo 1 El sabor amargo del silencio
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Capítulo 10 El peso de la visita img
Capítulo 11 Promesas incumplidas img
Capítulo 12 Un paso más hacia adelante img
Capítulo 13 La promesa cumplida img
Capítulo 14 Una noche distinta img
Capítulo 15 Bajo la luz azul img
Capítulo 16 Bajo el mismo techo img
Capítulo 17 La visita inesperada img
Capítulo 18 Entre la ruina de la noche img
Capítulo 19 El silencio de la noche img
Capítulo 20 Cicatrices al amanecer img
Capítulo 21 Informe de cicatrices img
Capítulo 22 La citación img
Capítulo 23 El tribunal img
Capítulo 24 El peso de la investigación img
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La Cicatriz de un corazón

angel Rodriguez
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Capítulo 1 El sabor amargo del silencio

La cafetera rugía con ese siseo metálico que anunciaba el fin de la madrugada. Ethan Valverde apoyó los nudillos sobre la barra de madera, observando cómo el vapor ascendía y se deshacía en el aire como si fueran recuerdos que nunca terminaban de disiparse. Había abierto la cafetería tres meses atrás, en un local pequeño de esquina con ventanales amplios que dejaban entrar la luz temprana de la ciudad. Cada mañana repetía los mismos movimientos: moler, prensar, servir. Cada mañana sonreía con la misma disciplina con la que un soldado se ajusta las botas antes de salir al campo.

La rutina era su refugio. Los pasos medidos, el olor constante del café recién tostado, la música suave que ponía para ahogar los ruidos de afuera. Y sin embargo, en los silencios entre pedido y pedido, la guerra regresaba. Los gritos lejanos, el humo denso, la sangre que no se lava con agua caliente ni con litros de jabón. A veces lo sorprendía el temblor en sus manos. Entonces fingía que era el frío o el cansancio. Nadie necesitaba saberlo. Nadie podía cargar con ese peso.

Aquella mañana, el reloj de pared apenas marcaba las ocho cuando la puerta se abrió con un tintineo ligero. Ethan levantó la mirada esperando ver a algún cliente habitual, pero lo que encontró fue distinto. Una mujer joven, de cabello castaño claro recogido en un moño improvisado, entró con paso decidido. Llevaba un abrigo beige y una carpeta bajo el brazo, como si viniera de camino a una reunión importante. Sus ojos, grandes y atentos, recorrieron el lugar antes de detenerse en él.

-Buenos días -dijo ella, con una voz firme que parecía dispuesta a llenar todos los rincones.

-Buenos días -respondió él, ensayando la sonrisa que ya tenía tatuada en la comisura de los labios.

La mujer se acercó a la barra y dejó la carpeta sobre la superficie pulida. Pidió un cappuccino con leche de avena y un toque de canela. Ethan lo preparó con la destreza automática que lo caracterizaba, aunque notó cómo la presencia de ella alteraba la calma habitual. Cuando le entregó la taza, ella sonrió con gratitud y se sentó junto a la ventana, abriendo un cuaderno lleno de anotaciones.

Los minutos transcurrieron entre el murmullo de la ciudad que despertaba y el golpeteo de su pluma sobre el papel. Ethan no podía evitar mirarla de reojo. Había en sus gestos una concentración casi obsesiva, como si buscara atrapar cada pensamiento antes de que se le escapara. Cuando levantó la vista, lo sorprendió observándola. Él desvió la mirada de inmediato, fingiendo limpiar la máquina de espresso.

Pasada media hora, ella se acercó de nuevo a la barra.

-Disculpa -dijo- ¿Puedes recomendarme algo dulce para acompañar el café?

Ethan señaló las vitrinas. -Tenemos croissants de almendra, brownies, galletas de avena.

-El croissant suena bien -respondió ella, con un destello juguetón en los ojos.

Mientras servía el pedido, Ethan notó que su voz tenía un matiz distinto, como si se hubiera suavizado. Se lo entregó y esta vez fue ella quien se quedó observándolo.

-Tú eres Ethan, ¿verdad? -preguntó de repente.

Él se tensó apenas, aunque lo disimuló rápido. - Así es. ¿Nos conocemos?

-No personalmente -respondió ella- Una amiga en común me habló de ti. Carolina Torres, ¿la recuerdas?

Ethan asintió lentamente. Carolina había sido enfermera voluntaria en uno de los centros de rehabilitación a los que asistió al regresar del servicio. Una mujer cálida que siempre le insistía en buscar ayuda profesional.

-Carolina me habló de tu cafetería -continuó la mujer- Soy Clara Rosello, Trabajo como psicóloga en un centro comunitario cercano.

El nombre se grabó en su mente con una claridad incómoda. Psicóloga. Ethan sintió una punzada de alerta, un instinto que lo obligaba a reforzar sus muros internos.

-Encantado -dijo con cortesía, aunque sus ojos se endurecieron.

Clara pareció percibirlo. No insistió. Simplemente tomó el croissant, sonrió y volvió a su mesa. Sin embargo, el aire había cambiado. Ethan sintió que cada movimiento de ella, cada trazo en su cuaderno, era un recordatorio de lo que intentaba evitar. No quería terapia. No quería abrir viejas heridas ante alguien que apenas conocía. Y, al mismo tiempo, había algo en esa mujer que lo desconcertaba. No era solo su belleza serena, ni la firmeza en su manera de hablar. Era la sensación de que lo miraba como si pudiera ver a través de la fachada.

El resto de la mañana transcurrió con clientes entrando y saliendo, risas ocasionales, el tintinear de monedas en la caja registradora. Pero Ethan sentía que todo giraba en torno a esa presencia junto a la ventana. Cuando Clara se levantó para marcharse, se acercó una vez más a la barra.

-Gracias por el café -dijo- Y por el croissant. Estaban perfectos.

Ethan se limitó a asentir.

Ella lo miró fijamente unos segundos, como si quisiera memorizar su expresión. Luego agregó en voz baja:

-Carolina me dijo que a veces las palabras pesan demasiado. Pero también me dijo que aquí encuentras silencio, y que a veces el silencio también cura.

El comentario lo golpeó más fuerte de lo que habría querido admitir. Antes de que pudiera responder, Clara sonrió, tomó su carpeta y salió del local. El sonido de la puerta al cerrarse dejó un vacío extraño, como si la cafetería hubiera perdido algo de luz.

Ethan apoyó ambas manos sobre la barra. Inspiró profundo. No le gustaba que lo analizaran, no le gustaba sentir que alguien entraba en su espacio protegido. Y sin embargo, había algo en esa mujer que lo intrigaba. Algo que lo hacía preguntarse si su llegada era simple coincidencia o una grieta inevitable en las murallas que había levantado.

Mientras limpiaba la barra, recordó sus propias palabras de años atrás, en medio del humo y el caos: si salgo vivo de aquí, nunca dejaré que nadie más entre en mi cabeza. Había cumplido esa promesa hasta ese día.

Pero Clara Rosello había entrado con un cappuccino y un cuaderno, y tal vez, sin quererlo, ya estaba dentro.

            
            

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