La llamada llegó esa noche. Era Adrián. Su voz era cortante, fría y cargada de una urgencia que me erizó el vello de los brazos.
-Ven al hospital. Unidad de quemados. Ahora.
Colgó antes de que pudiera hacer preguntas.
Corrí, mi corazón golpeando un tatuaje frenético contra mis costillas. Cuando irrumpí por las puertas de la unidad de quemados, Adrián estaba allí esperando. Me agarró del brazo, su agarre como el acero.
-Es Sofía -dijo, su rostro una máscara sombría y pétrea-. Hubo un accidente con unos químicos. Necesita injertos de piel. Extensos.
Comenzó a arrastrarme por el pasillo.
-Su tipo de piel es raro -continuó, su voz desprovista de toda emoción-. Revisamos la base de datos. Eres compatible.
Me metió en una sala de preoperatorio y me empujó hacia una mesa quirúrgica. Las enfermeras ya estaban allí, preparando los instrumentos.
-¿Qué estás haciendo? -tartamudeé, mi mente luchando por ponerse al día.
-Tú serás la donante -dijo, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Él y otro enfermero me obligaron a subir a la mesa, sujetándome mientras un tercero se acercaba a mí con una jeringa. Sentí el pinchazo agudo de la aguja en mi brazo. Anestesia.
-Espera -rogué, mis palabras comenzando a arrastrarse mientras la droga hacía efecto-. No puedes...
El cirujano a cargo se adelantó.
-Adrián, ya tenemos suficiente. Hemos tomado una cantidad significativa de su muslo y abdomen. Si tomamos más de su espalda, corremos el riesgo de dañar los haces nerviosos a lo largo de la columna vertebral.
-No me importa -dijo Adrián, sus ojos fijos en algo sobre mi cabeza-. Tomen más. Quiero suficiente para las revisiones. Quiero que quede perfecta.
El cirujano vaciló.
-Podría afectar la movilidad de la Dra. Valdés. Permanentemente.
-Dije que la tomen.
Lo último que sentí antes de que la oscuridad me consumiera fue el frío y cortante recorrido del bisturí sobre la piel de mi espalda.
Cuando desperté, estaba en una sala de recuperación estándar. Mi espalda era un universo de dolor.
Adrián estaba sentado en una silla junto a la cama. No preguntó cómo estaba.
Me miró, sus ojos tan afilados y fríos como el acero quirúrgico que acababa de destrozar mi cuerpo, y dijo:
-Tú le hiciste esto.
Lo miré fijamente, mi cerebro nublado por el dolor luchando por comprender.
-Encontramos líquido corrosivo en su crema hidratante facial -dijo, su voz un gruñido bajo y acusador-. Dijo que eras la única otra persona que tenía acceso a su casillero. Dijo que has estado celosa de ella durante años.
-No -susurré, mi voz temblando-. Yo nunca lo haría.
No me creyó.
-Su cara está arruinada. Por tu culpa.
En ese momento, lo entendí. Sofía se había hecho esto a sí misma. Se había desfigurado intencionadamente para incriminarme, para crear una situación tan horrible que Adrián no tendría más remedio que destruirme por completo.
Dos oficiales de la policía militar entraron en la habitación. Me leyeron mis derechos mientras me esposaban las muñecas al marco de la cama.
Estaba bajo arresto por agresión.