Me había mantenido firme. Le había dicho que era tan buena como él. Y él me había amenazado con destrozar mi carrera. El terror era real, pero la rabia era mayor. Había trabajado toda mi vida por esto, no por el dinero de mi familia-que odiaba-sino por la cirugía. Y él, el epítome de la perfección construida, me quería aplastar por ser real.
La guardia terminó a las 10 PM. Estaba exhausta, mental y físicamente vacía, pero la adrenalina de la confrontación no me dejaba ir. Decidí que, si mi carrera estaba a punto de implosionar, al menos merecía un momento para lamer mis heridas y odiar a mi supervisor.
No fui a mi pequeño apartamento cerca del St. Jude. Fui a un bar oscuro y ruidoso en Hell's Kitchen. Un lugar que Nick Brown jamás pisaría. Me senté en la barra y pedí un whiskey, doble. Lo bebí de golpe. El fuego líquido era el único antídoto para la frialdad de Nick.
Estaba a punto de pedir el tercero cuando sentí que alguien se acercaba.
"¿Whiskey solo? Es un gusto adquirido para una residente de primer año."
Mi corazón dio un vuelco. Me giré y ahí estaba él. Dr. Nick Brown. Vestido con un traje oscuro, sin corbata, luciendo peligrosamente más humano y diez veces más letal que en la bata quirúrgica.
"¿El hospital lo ha rastreado hasta aquí, Doctor? Creí que solo bebía sus perfectos cafés negros," espeté, volviendo a mi bebida.
Se sentó en el taburete vacío a mi lado, pidiendo solo agua con hielo. Por supuesto. Control.
"Estaba en una cena con el Consejo. Mi camino de regreso pasa por aquí," mintió con esa voz gélida. Pero había algo en sus ojos, una inquietud que no había visto antes. La furia del quirófano aún vibraba entre nosotros.
"Entonces, por favor, no contamine mi ambiente de descontrol," le dije, tomando otro sorbo.
"Vine a terminar nuestra conversación, Miller. Es inaceptable lo que pasó hoy."
"¿Mi sudor o mi insolencia, Doctor? Sea específico."
"Ambos," respondió, y su voz era baja, íntima, y por alguna razón, me obligó a prestar atención. "Su insolencia pone en peligro mi autoridad. Su falta de control pone en peligro mi trabajo. ¿Por qué le cuesta tanto ser disciplinada? Tiene el talento. ¿Es el privilegio, Dra. Miller? ¿El capricho de la niña rica que juega a ser humilde y se permite ser impulsiva porque sabe que papá pagará las consecuencias?"
El golpe fue tan bajo que se me subió el alcohol a la cabeza. Cerré los ojos, sintiendo que la rabia me ahogaba.
"No se atreva a hablar de mi vida o de mi trabajo," le respondí, girándome completamente hacia él. Nuestros codos se rozaron. La piel desnuda bajo la manga de mi blusa rozó la tela de su traje. La electricidad fue inmediata y cruda. "Mi padre no me dio nada en este hospital, Nick. Y yo no lo doy por sentado como usted."
Él se enderezó, usando mi primer nombre por primera vez. "¿Nick? ¿Hemos llegado a ese nivel de familiaridad, Emma?" Su aliento olía a menta, el mío a whiskey.
"Es el nivel de la gente que se odia y que ha estado gritándose en el quirófano todo el día," le devolví el golpe. "Usted me detesta porque soy su caos. Yo lo detesto porque usted es mi techo de cristal, la perfección falsa que tengo que romper para poder respirar."
Me miró. Su expresión de control se había fisurado. Había una intensidad hambrienta en sus ojos grises que me hizo tambalear. No era el jefe; era el hombre que acababa de ser desafiado hasta el límite.
"Usted está agotada, borracha y buscando un límite para cruzar, Miller," me advirtió.
"¿Y usted está aquí, por qué, Brown? ¿Para asegurarse de que lo cruce y así tener una excusa real para despedirme?"
El silencio se instaló, tenso y peligroso. Él tomó el vaso de agua y lo puso en la barra. Su mano se quedó allí, a escasos milímetros de la mía.
"Usted no sabe lo que está pidiendo," susurró. Era una advertencia, una amenaza y una promesa, todo a la vez.
"Sí lo sé," dije, y esta vez, el whiskey me dio la audacia de la destrucción. "Quiero que mi día termine siendo tan desastroso y fuera de control como usted cree que soy."
Fue un instante. Un solo parpadeo donde el control de Nick Brown se rompió. Su mano se cerró sobre mi brazo con una fuerza que no era profesional, era posesiva, casi violenta. Me jaló del taburete.
"Bien, Dra. Miller," me gruñó al oído, y la cercanía me hizo temblar. "Usted quiere caos. Yo se lo voy a dar. Pero no me culpe cuando el resultado destroce su vida perfecta."
El resto fue un torbellino impulsivo, impulsado por el alcohol, la rabia acumulada y la negación de la atracción.
No hablamos. Su agarre en mi brazo era firme, dirigiendo. Me arrastró fuera del bar, ignorando el ruido de la calle, hasta un hotel boutique a media cuadra. Todo era prisa, ilegalidad, y la urgencia de dos personas que estaban a segundos de implosionar.
En el ascensor, la tensión era tan densa que apenas podíamos respirar. Estábamos uno frente al otro, aún con los abrigos puestos, nuestros ojos fijos en una batalla silenciosa. Cuando las puertas se abrieron, él me empujó hacia la habitación, cerrando la puerta con el pie.
No hubo preludio, solo la necesidad salvaje de canalizar esa furia. Él me empujó contra la pared. El sonido sordo del impacto fue un detonante. El beso fue una colisión, una guerra de voluntades donde cada uno intentaba dominar al otro. Sus labios eran exigentes, duros, su aliento caliente y furioso. Mis manos se enredaron en su cabello, tirando con una rabia que no era de placer, sino de necesidad.
Me despojó de la ropa sin delicadeza, rasgando un botón de mi blusa. Sus manos, las mismas que operaban con precisión milimétrica, ahora eran salvajes sobre mi piel, buscando una liberación que ambos negábamos en la luz del día. Yo no era una paciente, yo era su desastre, y él me estaba manejando con la brusquedad de un hombre que se odia por ceder.
"No te arrepientas mañana," le jadeé entre besos, una advertencia que también era para mí.
"No te atrevas a decir una palabra," me gruñó en respuesta, y me levantó, arrojándome sobre la cama sin preocuparse por almohadas o sábanas.
Todo fue rápido, impulsivo, una descarga de electricidad reprimida. No había ternura, solo la fuerza bruta de dos profesionales despojados de su armadura, usando la intimidad como un arma, como una forma de castigo mutuo por la tensión que habíamos permitido crecer. Cada toque era una venganza; cada gemido, una confesión de derrota a la lógica.
Cuando todo terminó, yacíamos en la oscuridad caótica, sudorosos y en silencio, el aliento jadeante era el único sonido.
Nick Brown se levantó primero. Tan controlado como siempre, incluso en la ruina. Se vistió con su precisión habitual, cada movimiento estudiado. No me miró.
"Esto," dijo, su voz de nuevo fría y cortante, volviendo a ser el Dr. Brown, "nunca sucedió, Miller."
Me levanté y encendí la lámpara, desafiándolo con mis ojos, mi cuerpo desnudo envuelto solo en la sábana del hotel desconocido.
"Dígame eso mañana, Doctor Brown. Cuando esté sobrio y regresemos a la luz del día. Y créame, lo voy a recordar todo."
Él me miró una última vez. Su rostro era una máscara de absoluta y helada repulsión. Hacia mí. Hacia sí mismo.
"Mañana será un desastre aún mayor, Miller," fue lo único que dijo antes de salir y cerrar la puerta, dejándome sola con el hedor a alcohol, sexo y el conocimiento de que acabábamos de destruir dos carreras con un solo, salvaje error.