Un símbolo perfecto de en lo que se había convertido nuestro matrimonio.
Arruinado.
Mi celular vibró contra la superficie de mármol del tocador.
Otro número desconocido.
Kenia.
Era implacable. Quería que me quebrara. Estaba desesperada por que le gritara a Braulio, que armara una escena, que le diera la excusa que necesitaba para desecharme y reemplazarme con la madre de su hijo.
Ella no entendía el juego.
Ella jugaba a las damas.
Yo jugaba ajedrez en 4D.
Abrí el mensaje. Era un video de ella posando en una tienda de lencería de lujo.
*¿Prefiere el rojo o el negro?* decía el pie de foto. *Quiero verme bien cuando venga esta noche.*
Sentí un dolor sordo en el pecho, pero era distante, amortiguado.
Como un moretón que ya se había vuelto amarillo y se había desvanecido.
Apagué la pantalla y bajé las escaleras.
Braulio estaba en la sala, sirviéndose un whisky. Parecía cansado. Dirigir un imperio criminal era un trabajo agotador, después de todo.
Levantó la vista cuando entré, una sonrisa asomando en sus labios.
-Te ves hermosa, El -dijo.
Llevaba un vestido que él había elegido para mí. Cuello alto, mangas largas, completamente descubierto por la espalda.
Modesto para el mundo. Accesible solo para él.
-Gracias -dije en voz baja.
Caminé hacia el bar y me serví un vaso de agua, dándole la espalda por una fracción de segundo para componer mis facciones.
-¿Está todo bien con los servidores? -pregunté, dándome la vuelta.
Ya sabía la respuesta.
Monitoreaba el tráfico de la red en tiempo real. Todos los indicadores estaban en verde.
-Tenemos una crisis -dijo, agitando el líquido ámbar en su vaso-. Una brecha en el firewall. Tengo que ir esta noche.
Me miró directamente a los ojos.
La comodidad que encontraba en su propio engaño era casi impresionante.
-Oh, no -dije, fingiendo una nota perfecta de preocupación-. ¿Llegarás tarde?
-Mucho -respondió-. No me esperes despierta.
Terminó su bebida de un trago y dejó el pesado vaso de cristal con un tintineo. Se acercó, cerrando la distancia entre nosotros, y tomó mi rostro entre sus manos.
Su pulgar trazó la línea de mi pómulo.
-Eres tan buena conmigo, Elena -murmuró-. Mi santuario.
La bilis subió por mi garganta. Luché contra el impulso de vomitar.
No veía a una persona cuando me miraba.
Veía un espejo que reflejaba una versión mejor y más limpia de sí mismo. Pensaba que podía ir a acostarse con su amante y volver a casa con su santa. Pensaba que podía tenerlo todo.
-Ve -susurré, apoyándome en su toque por última vez-. Atiende tus asuntos.
Me besó; duro, posesivo, marcando su territorio antes de irse a invadir el de otra persona.
Lo vi salir por la puerta.
En el momento en que las luces traseras rojas de su camioneta blindada desaparecieron por el camino de entrada, fui directamente a la sala de seguridad.
Revisé los registros.
No había ninguna brecha.
No había ninguna crisis.
Solo un hombre que estaba aburrido de su esposa.
Me senté bajo la brillante luz azul de los monitores, el código desplazándose por las pantallas en una cascada rítmica. Había construido todo esto para él. Había digitalizado su operación, asegurado sus comunicaciones y legalizado su legado.
Y él lo estaba tirando todo por una chica que ni siquiera sabía deletrear "lavado de dinero".
Saqué la caja de terciopelo de mi bolsillo.
La coloqué sobre su escritorio de caoba, justo encima de su libro de contabilidad.
La encontraría en su cumpleaños.
El día que yo me habría ido.
La abriría y encontraría los restos de su matrimonio mirándolo fijamente.
Y para cuando se diera cuenta de lo que significaba, Julia Benítez ya estaría en un autobús hacia ninguna parte.