Él la salvó, yo perdí a nuestro hijo
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Capítulo 3

Punto de vista de Catalina

Tres años.

Exactamente mil noventa y cinco días siendo la Sra. de Damián Garza.

Me paré frente al espejo de cuerpo entero en el penthouse, alisando la seda de mi vestido verde esmeralda. Era sin espalda, peligroso y deliberadamente diseñado para recordarle a mi esposo que poseía una mujer por la que otros hombres matarían.

-Pareces un arma -dijo Bárbara desde la puerta.

Estaba apoyada en el marco, sosteniendo una copa de vino, su expresión indescifrable. Era la única persona en esta ciudad que sabía la verdad sobre "Diseños Fénix", la empresa fantasma que había establecido hace tres meses para canalizar los fondos que necesitaría para sobrevivir.

-Ese es el punto -dije, aplicando una capa de lápiz labial rojo oscuro que parecía sangre seca-. Es nuestro aniversario. Tengo que lucir el papel.

-No te merece -murmuró Bárbara, tomando un sorbo-. Tienes las cuentas en el extranjero listas. El pasaporte está en la caja de seguridad. ¿Por qué seguimos jugando a la casita?

-Porque la puntuación aún no es cero -dije, encontrando mi propia mirada endurecida en el espejo-. Y porque si me voy antes de tener la ventaja para evitar que me persiga, estoy muerta. Sabes cómo son los hombres Garza con sus posesiones.

Posesiones. Eso es todo lo que era. Una lámpara muy cara y bien portada, colocada en un rincón para brillar solo cuando se le ordenaba.

-El coche está abajo -la voz de Damián crepitó por el intercomunicador.

Me despedí de Bárbara y descendí a la guarida del león.

El restaurante era una de esas instituciones sagradas donde el menú no tenía precios y los meseros se movían con la discreción silenciosa de los asesinos. Teníamos el balcón privado con vistas al horizonte de Monterrey, las luces de la ciudad brillando como joyas esparcidas debajo de nosotros.

Damián se veía devastador en su esmoquin. Sirvió el vino él mismo, una cosecha rara de la bodega de su abuelo.

-Por nosotros -dijo, levantando su copa-. Por la estabilidad.

No el amor. La estabilidad. El orden. El control.

-Por nosotros -repetí, el cristal tintineando con un sonido hueco y lúgubre.

-Tengo algo para ti -dijo, metiendo la mano en el bolsillo de su saco. Sacó una caja de terciopelo.

Mi corazón dio un pequeño vuelco traicionero. Quizás... quizás se acordaba. Había mencionado que quería un compás de dibujo antiguo específico que había visto en una subasta. Algo que reconociera a *mí*, mi trabajo, mi mente, algo que demostrara que era más que un simple adorno.

Antes de que pudiera abrirla, su teléfono se iluminó sobre la mesa.

*Adriana*.

Él lo miró fijamente. Yo lo miré fijamente a él.

-No lo hagas -dije. Fue una orden, no una petición.

-Podría ser una emergencia -dijo, su mano flotando sobre el dispositivo como un adicto buscando su dosis.

-Es nuestra cena de aniversario, Damián. Es una mujer adulta. Tiene seguridad. Tiene médicos. No te necesita en este momento.

El teléfono dejó de sonar.

Solté un suspiro tembloroso. Volvió a tomar la caja de terciopelo.

Entonces, una sombra cayó sobre la mesa.

-¿Damián? ¡Dios mío, no sabía que estabas aquí!

Me quedé helada. Levanté la vista.

Adriana estaba de pie allí. Ya no llevaba una bata de hospital. Llevaba un vestido plateado que parecía mercurio líquido acumulándose alrededor de su frágil figura.

Y prendido en su pecho, brillando bajo las luces ambientales, había un broche.

El Escudo de los Garza. Un halcón incrustado de diamantes.

El aire abandonó mis pulmones. Era una reliquia familiar. Se suponía que debía ser entregado a la esposa del Patrón. O a la esposa del Segundo al Mando.

Se suponía que era mío.

Damián se levantó de inmediato. -Adriana. ¿Qué haces aquí?

-Yo... solo necesitaba salir -dijo, sus ojos grandes y llorosos, interpretando a la víctima a la perfección-. El silencio en mi departamento... era demasiado fuerte. Sentí que me venía un ataque de pánico.

Me miró, fingiendo sorpresa. -Oh, Catalina. Lo siento mucho. ¿Estoy interrumpiendo?

-Sí -dije.

-Tonterías -dijo Damián, interrumpiéndome. Sacó la silla vacía a su lado-. Siéntate. No deberías estar sola si estás entrando en crisis.

Se sentó. Tomó la mano de él sobre el mantel.

Miré la caja de terciopelo en la otra mano de él.

-Ibas a darle a Catalina su regalo -dijo Adriana, sonriendo dulcemente-. Adelante. No dejes que te detenga.

Damián miró la caja. Luego miró a Adriana. Ella parecía frágil, su labio inferior temblando ligeramente.

Me miró a mí. Yo era de piedra. Yo era la fuerte. La que no necesitaba ser salvada. La que no lo necesitaba a él.

-En realidad -dijo Damián, su voz tensa-, me... me di cuenta de que esto no es adecuado para Catalina.

Se volvió hacia Adriana.

-Has tenido una semana de infierno, Adri. Necesitas un estímulo.

Abrió la caja.

Dentro había un par de aretes de diamantes. Diamantes pesados, impecables, en forma de lágrima. Hacían juego con el collar que había usado el día de nuestra boda.

-Damián -susurré, el sonido apenas escapando de mi garganta.

No me escuchó. O eligió no hacerlo. Le estaba entregando la caja a Adriana. -Feliz... recuperación.

Adriana jadeó. -Oh, Damián. No debiste. Son hermosos.

Extendió la mano y le tocó la mejilla, reclamando su territorio.

Me senté allí, vistiendo mi armadura esmeralda, sangrando por dentro.

No solo me había olvidado. Había reutilizado mi aniversario para calmar el ego de su amante.

Me levanté. La silla raspó ruidosamente contra el suelo, rompiendo el silencio educado.

-¿A dónde vas? -preguntó Damián, finalmente mirándome.

-Al tocador de damas -dije.

Me alejé. No fui al baño. Fui al bar, pedí un vodka doble y saqué mi teléfono.

*Menos quince puntos. Re-regaló mi dignidad a ella.*

Puntuación Total: 30.

La cuenta regresiva se estaba acelerando.

            
            

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