La noche antes de mi cita con la Dra. Méndez fue un tormento. Cada tic-tac del reloj en mi mesita de noche era un recordatorio del tiempo que se agotaba, de la decisión irreversible que había tomado. Me revolví en la cama, los ojos fijos en el techo oscuro, las palabras de Andrés repitiéndose en un bucle cruel: "Ivanna es diferente... deberías aprender de ella". El dolor de la traición se mezclaba con una pena profunda por lo que estaba a punto de perder, lo que nunca llegaría a ser. Era una decisión tomada desde la razón más fría, no desde el corazón. Y mi corazón, a pesar de todo, sangraba.
A la mañana siguiente, me levanté antes del amanecer. La casa seguía en silencio, un silencio que ya no me oprimía, sino que me envolvía como un manto protector. Me preparé en automático, cada movimiento mecánico, desprovisto de emoción. Necesitaba ser fuerte, impenetrable. Necesitaba sobrevivir.
Conduje hasta la clínica de la colega de la Dra. Méndez, un lugar discreto en una zona poco concurrida de la ciudad. El sol apenas comenzaba a asomarse, tiñendo el cielo de tonos rosados y naranjas que contrastaban con la oscuridad de mi alma. Entré al edificio, mi nombre registrado con un pseudónimo, mi identidad protegida por la discreción de la Dra. Méndez. Cada paso era pesado, cada respiración superficial.
El procedimiento fue rápido y profesional, casi aséptico. La Dra. Méndez estuvo a mi lado todo el tiempo, su mano cálida en la mía, sus ojos transmitiendo una compasión silenciosa que agradecí más que cualquier palabra. Me sentí vacía, no solo físicamente, sino también emocionalmente. Una parte de mí, esa parte que se aferraba a la esperanza de una familia con Andrés, se había ido para siempre. Era una amputación, dolorosa y necesaria.
Después, me llevaron a una sala de recuperación. El dolor físico era manejable, pero el emocional era abrumador. Me acurruqué en la cama, cubriéndome con la manta, permitiendo que un torrente de lágrimas silenciosas fluyera por mi rostro. Lloré por el futuro que nunca sería, por el amor que se había marchitado, por la mujer que había sido y que ahora estaba renaciendo de sus cenizas. Lloré por mi propia ingenuidad, por mi entrega ciega.
Horas después, cuando me sentí lo suficientemente fuerte, la Dra. Méndez volvió a entrar. Me dio instrucciones claras sobre los cuidados postoperatorios y una receta para analgésicos. "Natalia", dijo, su voz suave, "no estás sola. Y esta decisión... es tuya. Es valiente. No lo olvides". Sus palabras fueron un pequeño bálsamo para mi alma herida.
"Gracias, Doctora", respondí, mi voz ronca y apenas audible. "Gracias por todo".
Cuando regresé a casa, la casa parecía aún más grande, más vacía. Pero ya no era un vacío triste. Era un espacio de posibilidades, un lienzo en blanco esperando ser pintado con nuevos colores. Mi cuerpo se sentía débil, pero mi espíritu, aunque magullado, empezaba a sentir el atisbo de una nueva fuerza.
Los días siguientes fueron un torbellino de trámites. Me reuní con abogados, con asesores financieros. Cada documento de divorcio firmado era un paso más hacia mi libertad, una desvinculación de la jaula dorada que Andrés había construido para mí. No quería nada de él, salvo mi independencia. No lucharé por nada de su dinero. No quería su apellido. Solo quería mi vida de vuelta.
Mientras tanto, Andrés siguió su curso, ajeno a la tormenta que se gestaba a sus espaldas. Sus llamadas eran esporádicas, breves, centradas en su agenda y en la forma en que Ivanna se estaba adaptando a su nuevo rol como su "mano derecha" en la capital. Su voz era eufórica, llena de planes para el futuro, un futuro en el que yo sería una silenciosa consorte, una figura decorativa.
"Natalia, querida, Ivanna se está desenvolviendo de maravilla en las reuniones. Su presencia es... refrescante", me dijo un día por teléfono, la implicación era clara: yo ya no era refrescante. "Creo que la gente la adora. Nos ven juntos y parece que encajamos a la perfección".
Escuché sus palabras, mi rostro una máscara de complacencia. "Me alegro mucho por ti, Andrés. Siempre supe que Ivanna sería un gran activo para tu carrera". Cada palabra era una flecha envenenada, disparada con precisión, pero él era demasiado ciego para verla. Él creía que yo estaba aceptando mi destino, que finalmente había cedido.
"Sí, lo es", respondió, regodeándose en mi supuesta aceptación. "Y sabes, Natalia, estaba pensando... en la gala de recaudación de fondos de la próxima semana en la capital. Será la presentación oficial de mi campaña nacional. Necesito que vengas. Necesito que estemos juntos, como siempre. Para la foto".
Mi corazón dio un vuelco. La gala. El escenario perfecto. "Claro, Andrés", respondí, mi voz un poco más aguda de lo normal. "Ahí estaré. Para la foto".
Colgué el teléfono, una sonrisa amarga en mis labios. La foto. Sí. La foto sería icónica. Pero no de la forma en que él imaginaba. Sería la foto donde todo terminaría. Donde el mundo vería, por última vez, a la mujer que había sido, antes de que renaciera por completo.