Seis años atrapado en un voto roto
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Seis años atrapado en un voto roto

Gavin
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Capítulo 1

Punto de vista de Sofía Méndez:

Durante seis años, mi esposo, Daniel, se negó a divorciarse de mí, manipulándome mientras construía una nueva familia con su amante, Valeria. Después de 99 intentos fallidos, estaba lista para mi intento número 100.

Pero el hombre que encontré en el Parque México no era mi esposo frío e infiel. Era el Daniel de hace diez años: dieciocho años, idealista y todavía locamente enamorado de mí.

No entendía por qué me veía tan devastada, por qué me estremecía ante su contacto. No sabía nada de la infidelidad, del aborto espontáneo que Valeria provocó, ni del hijo que ahora tenían juntos.

Vio los papeles del divorcio y su mundo se hizo añicos.

-Jamás te haría daño, Sofía -lloró, sus jóvenes ojos llenos de una angustia genuina-. Te amo.

Su dolor era un crudo contraste con la crueldad del hombre en el que se convertiría. El Daniel mayor se había burlado:

-Eres mía, Sofía. ¿Quién te querría?

Pero este chico, esta versión pura de mi esposo, vio mi sufrimiento y no dudó.

Tomó la pluma, con la mano temblorosa, y firmó los papeles que su yo futuro se había negado a firmar durante años.

-Si esto es lo que necesitas -susurró-, lo haré.

Capítulo 1

Mi vida se había convertido en un disco rayado, saltando en la misma pista devastadora durante seis largos años. Seis años de un matrimonio que estaba muerto, pero se negaba a ser enterrado. Seis años viendo al hombre que amaba convertirse en un extraño. Seis años intentando escapar de él.

Lo había intentado 99 veces. Noventa y nueve veces, le deslicé los papeles del divorcio sobre la mesa. Noventa y nueve veces, sonrió, los arrugó o simplemente los ignoró. Siempre decía:

-Sofía, estás siendo dramática. Estamos bien.

Pero no lo estábamos. Éramos un naufragio, y yo era la única sobreviviente aferrada a un mástil astillado.

Hoy se suponía que sería el número 100. Los papeles estaban impecables en mi mano, una última y desesperada súplica por mi libertad. Entré al Parque México, el que solíamos amar, el que ahora estaba manchado por los recuerdos. Caminaba con la cabeza gacha, ensayando las palabras, las súplicas, los argumentos. Entonces choqué contra él. Fuerte.

Él trastabilló hacia atrás, una sonrisa amplia y juvenil apareció instantáneamente en su rostro cuando me vio.

-¡Sofía! ¡Qué sorpresa!

Sus ojos, brillantes y llenos de una alegría inmaculada que no había visto en años, se arrugaron en las comisuras.

-¿Vas a fingir que no me viste?

Se me cortó la respiración. Era Daniel. Mi Daniel. El de hace una década. Dieciocho años, rebosante de un idealismo que aún no había sido aplastado, un amor que no se había agriado hasta convertirse en veneno. Se veía exactamente como en las fotos que todavía guardaba escondidas en una caja polvorienta. Las fotos de una vida que nunca se hizo del todo realidad.

Me rodeó con sus brazos, un abrazo espontáneo y cálido que se sintió ajeno y familiar a la vez.

-¡Caray, te extrañé hoy! -murmuró en mi cabello-. ¿Tú me extrañaste?

Me quedé rígida, los papeles del divorcio eran un escudo crujiente entre nosotros. Mi cuerpo recordaba la sensación de sus brazos, el aroma de su piel, pero mi mente gritaba traición. Este no era mi esposo. Este era un fantasma del hombre que una vez fue, un eco doloroso.

Se apartó, con las manos todavía en mis hombros, sus ojos buscando los míos.

-¿Por qué te ves tan... devastada?

Su pulgar acarició mi mejilla.

-¿Está todo bien? ¿Los niños están dando lata otra vez?

Las palabras me golpearon como un puñetazo. Niños. La palabra abrió una herida fresca en mi pecho. Apenas la semana pasada, había llegado por correo un elegante anuncio de nacimiento. Su hijo. Con ella. Él esperaba que yo confirmara su suposición, su hermosa e inocente suposición. Una risa amarga escapó de mis labios.

-¿Niños? -repetí, la palabra sabiendo a ceniza-. Sí, Daniel. Todo está de maravilla. Felizmente casados, hijos hermosos, el sueño completo.

Mi voz era plana, desprovista de toda calidez.

Su sonrisa se ensanchó, ajeno a todo.

-¡Lo sabía! Siempre supe que lo lograríamos. Estábamos destinados a estar juntos, Sofía.

Apretó mis hombros.

-Entonces, ¿qué onda con los papeles? ¿Cosas del trabajo?

Le extendí los papeles del divorcio, las palabras "Solicitud de Disolución de Matrimonio" mirándolo fijamente en negritas.

-De hecho, estos son para que los firmes.

Su sonrisa vaciló, un destello de confusión cruzó su rostro.

-¿Míos? ¿Para qué? ¿Es alguna clase de broma?

Se rio, pero el sonido fue débil, inseguro.

-No es broma, Daniel.

Mi voz era firme, demasiado firme.

-Solo fírmalos. Por favor.

Frunció el ceño, pero sus ojos aún mantenían esa devoción inquebrantable.

-Lo que sea por ti, Sofía. Lo sabes.

Tomó los papeles, sus dedos rozando los míos. Eran suaves, sin callos, a diferencia de las manos ásperas e indiferentes del hombre en el que se convertiría. Sacó una pluma de su mochila, su clic resonando en el repentino silencio. Empezó a firmar la primera página, con el ceño todavía ligeramente fruncido por la confusión.

Entonces se detuvo. Sus ojos escanearon el documento, pasando del título en negritas a la letra pequeña, y luego de vuelta al título. Su rostro perdió todo color, su mandíbula se aflojó y la pluma cayó al suelo con un ruido sordo. Sus manos temblaban, arrugando los papeles que tan fácilmente había aceptado.

-¿Divorcio? -susurró, la palabra apenas audible-. ¿Qué... qué es esto? Sofía, ¿de qué estás hablando? Estamos... estamos casados. Felizmente casados, acabas de decirlo.

Me miró, con los ojos desorbitados por una confusión cruda y agonizante.

-¿Por qué? ¿Por qué querríamos... por qué querría yo divorciarme de ti? Te amo.

Su angustia genuina, la pura imposibilidad en sus jóvenes ojos, era casi demasiado para soportar. Retorció algo dentro de mí, un fantasma del amor que una vez sentí por él. Este chico, esta versión pura e intacta de Daniel, era todo lo que el hombre en el que se convirtió no era. Este chico nunca me haría daño. El hombre, sin embargo, había convertido mi mundo en un páramo.

Sus palabras, "Te amo", fueron como un cuchillo. Le pertenecían a él. Al joven e idealista Daniel Herrera, que juró que siempre me protegería, que veía un futuro lleno de risas y niños, una acogedora casa junto al mar. Él era el hombre que pasaría horas hablando de la casa de nuestros sueños, la que tenía un jardín enorme y un columpio en el porche. Él fue quien me prometió un para siempre, no solo con palabras, sino con cada mirada ansiosa y esperanzada.

El hombre en el que se convirtió, el Daniel Herrera de 28 años, era otra historia. Seguía siendo guapo, de una manera más afilada y definida, pero la luz en sus ojos había sido reemplazada por un brillo calculador. Sus promesas se habían disuelto en ecos vacíos, su amor se había transformado en un control posesivo.

-¿De verdad crees que te dejaría ir? -se había burlado de mí apenas el mes pasado, después de que intenté esa ronda de papeles de divorcio-. Eres mía, Sofía. Siempre lo has sido, siempre lo serás. ¿A dónde irías? ¿Quién te querría?

Las palabras eran frías, cortantes, diseñadas para disminuirme, para hacerme creer que no era nada sin él.

Pero este chico, de pie frente a mí ahora, todavía era puro. Sus ojos, aunque rebosantes de lágrimas, no contenían malicia, solo un profundo dolor.

-Sofía, por favor -dijo con voz ahogada, quebrándose-. Dime que esto no es real. Dime que es una pesadilla.

Lo observé, sentí una punzada de algo parecido a la lástima, pero sobre todo, una profunda y cansada resolución. No había vuelta atrás.

-Es real, Daniel -dije, mi voz plana-. Muy real.

Sacudió la cabeza, secándose frenéticamente los ojos.

-¿Pero por qué? ¿Qué hice? ¿Qué nos pasó?

Se aferró a los papeles como si fueran un salvavidas, incluso mientras amenazaban con destrozarlo.

-¿Acaso... acaso dejé de amarte? Eso es imposible. Nunca podría.

Cerré los ojos por un momento, los recuerdos inundándome, agudos e inoportunos. No fue una caída repentina, sino una decadencia lenta e insidiosa. Comenzó con cambios sutiles, una nueva colega junior en su firma, Valeria Williams. Ambiciosa, seductora y aparentemente vulnerable.

-Es brillante, Sofía -había dicho Daniel, su voz teñida de una admiración que no había escuchado dirigida a mí en años-. Y tan frágil. Realmente me admira.

Yo, tontamente, había sonreído y lo había animado.

-Eso es maravilloso, cariño. Es bueno ser un mentor.

Confiaba en él implícitamente entonces. Él era mi roca, mi puerto seguro.

Pero las comidas se hicieron más largas, las noches de trabajo más frecuentes. Empezó a faltar a nuestras citas para cenar, a nuestras noches de cine. Llegaba a casa oliendo débilmente a un perfume floral que no era el mío.

Un año, en nuestro aniversario, canceló nuestros planes para cenar, citando una crisis urgente en el trabajo que solo Valeria podía ayudarle a resolver. Me vestí de todos modos, esperando durante horas, hasta que un mensaje de texto sonó en mi teléfono: "Lo siento, nena. Valeria me necesitaba. Llegaré tarde. No me esperes". Él sabía cuánto significaba nuestro aniversario para mí. Simplemente... ya no le importaba.

Cuando lo confronté, desestimó mis preocupaciones con un gesto de la mano.

-Sofía, no seas tan dramática. Eres mi esposa. Estás segura. Valeria necesita mi apoyo. Eres lo suficientemente fuerte para entenderlo, ¿no?

Me había llamado comprensiva, madura. Se había sentido como un cumplido entonces, una medalla de honor. Ahora, era solo otra herramienta en su arsenal de manipulación.

Nuestras discusiones se volvieron comunes, una banda sonora monótona para nuestro hogar en ruinas. Mis preguntas eran recibidas con acusaciones.

-Estás siendo irracional, Sofía. Tan paranoica. ¿Qué te pasa?

Si me atrevía a señalar lo obvio -su comportamiento cada vez más distante, el persistente olor de su perfume, las llamadas nocturnas que tomaba en susurros-, él lo volvía en mi contra.

-Valeria tiene una vida difícil, Sofía. Su situación familiar es complicada. Necesita un amigo. ¿Eres tan egoísta que le niegas incluso eso?

Me marchité bajo su constante bombardeo, mi confianza erosionándose como arena en una tormenta. Mi espíritu, una vez tan vibrante, se sentía como una bandera hecha jirones, apenas aferrada a su asta. No fue hasta que encontré los mensajes, explícitos e innegables, que el horror total de su traición realmente se hundió en mí.

Su teléfono estaba desbloqueado sobre la barra de la cocina. Una avalancha de mensajes de Valeria, detallando citas secretas, apodos cariñosos, bromas internas. Y fotos. Fotos de ellos, riendo, íntimos, en lugares donde me había dicho que estaba "trabajando hasta tarde". Mis manos temblaban tan violentamente que casi se me cae el teléfono.

Cuando lo confronté con la evidencia, no lo negó. Explotó.

-¡Cómo te atreves a invadir mi privacidad, Sofía! ¡Estás enferma, sabes? ¡Obsesiva! ¡Revisaste mi teléfono como una ladrona cualquiera!

Me agarró del brazo, sus dedos clavándose en mi carne.

-¡Estás perdiendo la cabeza!

Me miré en el espejo esa noche, mi reflejo era una extraña pálida y demacrada con ojos atormentados. Me había convencido, o casi convencido, de que yo era el problema. Que mis sospechas eran infundadas, mi dolor exagerado. Pero los mensajes, la evidencia física, destrozaron sus mentiras. Finalmente lo vi por lo que era. Un mentiroso. Un infiel. Un manipulador. Esa noche, la palabra "divorcio" se solidificó en mi mente, no como una amenaza, sino como mi única escapatoria.

Pero él no me dejaba ir.

-No dejaré que tomes una decisión precipitada, Sofía -había dicho, rompiendo los papeles-. Estás emocional. No estás pensando con claridad.

La verdad era que no quería el escándalo. No quería perder prestigio, ni la vida cómoda que yo le proporcionaba. Quería mantenerme atrapada, una esposa trofeo silenciosa y sufriente mientras él continuaba su sórdida aventura.

Luego, la humillación final. Una foto, publicada en las redes sociales de Valeria: la pequeña mano de un bebé agarrando el dedo de Daniel. Un anillo de diamantes brillando en su propio dedo. El pie de foto decía: "Nuestra pequeña familia está completa. Tan bendecida de tener a mis dos amores". El mundo lo vio antes que yo. Mi esposo. Nuestro hogar. Otra mujer. Otro hijo. Y él todavía se negaba a firmar los papeles del divorcio.

El joven Daniel, todavía agarrando los arrugados papeles del divorcio, me miraba, su rostro una máscara de horror.

-Esto... esto no puede ser verdad. Yo nunca... nunca te haría eso, Sofía. ¡Lo juro!

Estaba temblando, un sonido crudo y desgarrador escapando de su garganta.

-Por favor, dime que no soy yo. Dime que no me convierto en ese hombre.

Trató de encontrar una excusa, una pizca de esperanza.

-Quizás... ¿quizás hay un malentendido? ¿Quizás fui coaccionado? ¿Manipulado?

Me miró, desesperado por que yo estuviera de acuerdo, por que le dijera que su yo futuro no era un monstruo.

Pero mi silencio cansado, el profundo y hueco dolor en mi pecho, fue respuesta suficiente. Sus hombros se hundieron, la fútil esperanza drenándose de su rostro. Sus ojos azules, una vez tan llenos de luz, se nublaron de desesperación. Se desplomó en el suelo, las lágrimas corrían por su rostro, lágrimas genuinas y desconsoladas.

Mi antiguo yo, la Sofía que se enamoró de él, se habría apresurado a consolarlo. Pero esa Sofía había desaparecido hacía mucho tiempo, enterrada bajo años de traición y manipulación. Aun así, una extraña opresión en mi garganta me hizo detenerme.

-Hay un período de reflexión de 30 días después de presentar la solicitud -dije suavemente, la jerga legal un crudo contraste con su emoción cruda-. Si los firmas, se presentarán. Después de eso, solo esperamos un mes, y luego es definitivo.

Me miró, con los ojos enrojecidos, aferrándose a mis palabras como un hombre ahogándose a un salvavidas. Un mes. Treinta días. Para él, era una eternidad de pavor. Para mí, era la cuenta regresiva hacia la libertad.

-¿Vas a firmarlos, Daniel? -pregunté, mi voz tranquila, pero con un acero subyacente.

Respiró temblorosamente, su mirada fija en los papeles en su mano. Recogió la pluma, su mano todavía temblando. Me miró una última vez, una súplica silenciosa en sus ojos, pero no encontró consuelo allí.

Su firma, audaz y clara, apareció en la línea de puntos. La tinta se corrió ligeramente cuando una lágrima cayó, una mancha húmeda y cruda en el documento oficial. Su yo futuro se había negado durante años, pero este joven idealista, en su amor inquebrantable por mí, los había firmado en menos de un minuto.

-Todavía no entiendo -susurró, su voz ronca-, pero si esto es lo que necesitas... lo haré. Solo dime... ¿qué pasó para que me volviera así?

Miré el rostro joven y desconsolado, luego los papeles firmados. El período de reflexión había comenzado. El principio de mi fin, y quizás, su principio.

Punto de vista de Sofía Méndez:

            
            

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