Altar de Lujuria
img img Altar de Lujuria img Capítulo 1 Prólogo
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Capítulo 6 Susurros en la celda img
Capítulo 7 El beso del demonio img
Capítulo 8 La tentación creciente img
Capítulo 9 Confesiones en la penumbra img
Capítulo 10 El cuerpo traiciona al alma img
Capítulo 11 La caída img
Capítulo 12 El amanecer del pecado img
Capítulo 13 La sombra de la culpa img
Capítulo 14 El regreso del enemigo img
Capítulo 15 La desaparición img
Capítulo 16 El vacío img
Capítulo 17 El encierro img
Capítulo 18 El castigo eterno img
Capítulo 19 El secreto en su vientre img
Capítulo 20 El silencio y la soledad img
Capítulo 21 La huida frustrada img
Capítulo 22 El juicio de la madre img
Capítulo 23 Dimitri entre la vida y la muerte img
Capítulo 24 Las cadenas invisibles img
Capítulo 25 El retorno del lobo img
Capítulo 26 El choque de mundos img
Capítulo 27 El rostro del enemigo img
Capítulo 28 Promesas entre sombras img
Capítulo 29 Heridas de Sangre img
Capítulo 30 Bajo la misma sangre img
Capítulo 31 Verdades claras img
Capítulo 32 Sombras y confesiones img
Capítulo 33 Identidades reveladas img
Capítulo 34 El palacio escondido img
Capítulo 35 Cicatrices invisibles img
Capítulo 36 La vida que comienza img
Capítulo 37 Entre rutinas y vigilias img
Capítulo 38 Sombras del apellido img
Capítulo 39 Rostros y Sombras img
Capítulo 40 Entre secretos y confesiones img
Capítulo 41 El peso de la sangre img
Capítulo 42 Enemigo al acecho img
Capítulo 43 El traslado img
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Altar de Lujuria

VENUS:
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Capítulo 1 Prólogo

La nieve caía como un manto sagrado sobre Moscú, cubriendo de silencio los pecados de la ciudad. En cada rincón, en cada callejuela iluminada por faroles apagados, se respiraba el mismo aire denso de poder, violencia y secretos. Era invierno, y el invierno en Rusia siempre traía consigo la promesa de muerte o redención.

Dimitri Ivanov lo sabía mejor que nadie.

Su nombre era sinónimo de temor en los bajos fondos. El hijo bastardo de la guerra, el hombre que construyó un imperio con las manos manchadas de sangre y los labios sellados con juramentos rotos. Dimitri nunca había creído en Dios, para él, la fe era solo otro instrumento de control, un arma más peligrosa que cualquier pistola. Sin embargo, esa noche, malherido y traicionado, fue la iglesia quien lo acogió, como si la ironía del destino se hubiera ensañado con él.

¡Sangraba! Su costado era un río rojo y la herida abierta de una emboscada que no supo anticipar lo decía todo. Algunos de los suyos lo habían traicionado, lo habían vendido como un perro, y la bala que lo atravesó no fue solo de plomo: fue la confirmación de que en su mundo nadie es leal para siempre. Se arrastró bajo las sombras de las torres doradas de un convento antiguo, un lugar que nunca habría pisado por voluntad propia. Allí, entre paredes blancas y ecos de rezos, encontró el único refugio que podía salvarlo.

Ella fue la primera en verlo.

Anastasia Volkova, la joven de noble cuna que había sido entregada a Dios no por fe, sino por conveniencia. Una ofrenda de su familia para acallar vergüenzas, ella era una joya encerrada en un claustro para nunca ser tocada por manos mortales. Bella como un ángel de mármol, pura en apariencia, pero con un corazón que ardía de preguntas y deseos prohibidos. Ella nunca había conocido el amor, nunca había sentido la tentación más allá de sus propios sueños nocturnos, hasta que lo vio.

Él, un hombre ensangrentado, fuerte a pesar de la fragilidad de su cuerpo en ese instante, con una mirada tan fría y verde como el hielo eterno de Siberia. Sus labios apretados parecían hechos para la violencia, pero había en ellos una promesa oscura, un peligro que la estremeció desde el primer encuentro. Anastasia no supo si fue compasión, miedo o curiosidad lo que la llevó a inclinarse sobre él y rozar su piel con sus manos temblorosas. Lo que sí supo es que, desde ese momento, su destino ya no le pertenecía.

Dimitri la vio y entendió que ella no era una monja como las demás. Su piel era demasiado cálida para estar muerta en vida, sus ojos demasiado vivos para pertenecer al silencio y él, acostumbrado a tomar lo que quería sin pedir permiso, percibió en ella el deseo escondido que ni siquiera ella sabía nombrar. La provocación comenzó como un juego cruel: una sonrisa torcida, un susurro venenoso, una mirada demasiado larga, pero lo que empezó como tentación se convirtió en fuego.

Una sola noche bastó para condenarlos. Una noche de jadeos contenidos, de velos arrancados, de fe profanada bajo el peso de un cuerpo que jamás debió entrar en aquel convento. Sangre y sacrilegio. Placer y pecado. Ella entregó lo que nunca pensó entregar, y él, sin saberlo, dejó en su vientre la prueba de que incluso en la oscuridad más impía puede nacer vida.

            
            

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