Altar de Lujuria
img img Altar de Lujuria img Capítulo 5 La mirada profana
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Capítulo 6 Susurros en la celda img
Capítulo 7 El beso del demonio img
Capítulo 8 La tentación creciente img
Capítulo 9 Confesiones en la penumbra img
Capítulo 10 El cuerpo traiciona al alma img
Capítulo 11 La caída img
Capítulo 12 El amanecer del pecado img
Capítulo 13 La sombra de la culpa img
Capítulo 14 El regreso del enemigo img
Capítulo 15 La desaparición img
Capítulo 16 El vacío img
Capítulo 17 El encierro img
Capítulo 18 El castigo eterno img
Capítulo 19 El secreto en su vientre img
Capítulo 20 El silencio y la soledad img
Capítulo 21 La huida frustrada img
Capítulo 22 El juicio de la madre img
Capítulo 23 Dimitri entre la vida y la muerte img
Capítulo 24 Las cadenas invisibles img
Capítulo 25 El retorno del lobo img
Capítulo 26 El choque de mundos img
Capítulo 27 El rostro del enemigo img
Capítulo 28 Promesas entre sombras img
Capítulo 29 Heridas de Sangre img
Capítulo 30 Bajo la misma sangre img
Capítulo 31 Verdades claras img
Capítulo 32 Sombras y confesiones img
Capítulo 33 Identidades reveladas img
Capítulo 34 El palacio escondido img
Capítulo 35 Cicatrices invisibles img
Capítulo 36 La vida que comienza img
Capítulo 37 Entre rutinas y vigilias img
Capítulo 38 Sombras del apellido img
Capítulo 39 Rostros y Sombras img
Capítulo 40 Entre secretos y confesiones img
Capítulo 41 El peso de la sangre img
Capítulo 42 Enemigo al acecho img
Capítulo 43 El traslado img
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Capítulo 5 La mirada profana

Capítulo 4

La noche en el convento era un refugio de silencio total. Los muros de piedra absorbían cada murmullo, y las sombras de los corredores se alargaban bajo la luz temblorosa de las velas. Afuera, el bosque susurraba con el viento, y dentro, las oraciones habían quedado selladas en el eco lejano de los rezos de vísperas.

Anastasia Volkova caminaba con paso sereno junto a una novicia más joven, que le recordaba mucho a ella cuando llegó a ese lugar siendo obligada. Ambas estaban revisando que todo estuviera en orden antes de retirarse a sus celdas.

Este era un deber rutinario para todos, pero para ella representaba mucho más que un protocolo: era la única oportunidad de sentir que aún existía algo más allá de esas paredes al caminar a veces por los alrededores. Esa noche, sin embargo, su corazón estaba inquieto por alguna razón. Era un presentimiento extraño que palpitaba bajo su hábito blanco y su corazón daba brincos como si temiera por algo.

La novicia, cuyo rostro aún mostraba la frescura de la adolescencia, rompió el silencio entre ambas.

- Hermana Anastasia... ¿Alguna vez ha deseado salir de aquí? - pregunto la joven cuya familia también la había obligado a estar ahí.

La pregunta flotó en el aire luego de eso, atrevida y peligrosa. Anastasia no respondió de inmediato, sus ojos color miel recorrieron los vitrales oscuros, donde los santos parecían observarlas con un juicio implacable.

- No debemos desear lo que no podemos tener, hermana - dijo al fin, aunque su voz tembló con un matiz de melancolía - A veces la resignación puede ser el mejor camino.

La novicia iba a continuar con sus preguntas para debatir lo que ella había dicho, pero un estruendo las interrumpió inesperadamente. Un golpe brutal contra las puertas del convento resonó en todo el claustro, como si un gigante hubiera chocado contra ellas. Luego fue un toque más sutil y luego uno agonizante. El eco retumbó en las paredes, arrancando un grito ahogado de la novicia.

- ¡Madre Santísima! -exclamó la muchacha, llevándose las manos al pecho.

Anastasia, aunque sentía que la sangre se le helaba, apretó los labios para no gritar. Su educación noble y su fortaleza adquirida en años de resignación no le permitían mostrar miedo fácilmente, así que solo respiró antes de hablar.

- Tranquila - susurró a la joven - Seguramente es alien busca de ayuda. Esta es la casa de Dios y no podemos negar refugio a quien llama a nuestras puertas.

Anastasia se adelantó ante cualquier objeción tomando una lámpara de aceite, y con la novicia a su lado, empujó los cerrojos de la entrada. El crujido de los metales fue más siniestro de lo habitual, pero la puerta se abrió, y la escena que se reveló ante ella trastocó su mundo para siempre.

Un hombre se sostenía apenas en pie, apoyado contra el marco de madera. Su figura imponía incluso en su estado deplorable: alto, con hombros anchos y una presencia salvaje que no encajaba en aquel recinto sagrado. Sus cabellos oscuros y largos caían desordenados sobre su frente, y sus labios entreabiertos revelaban la respiración agitada de un herido grave.

Sin embargo, no fue eso lo único que la dejó sin aliento, fue su mirada.

- ¡Dios mío! - exclamó sorprendida - Señor está herido.

Dos ojos verdes, de un brillo tan intenso que parecían atravesarla, la miraron en el mismo instante en que ella levantó la lámpara. Esa era una mirada peligrosa, como la de un lobo acorralado por la maldad, ahí había una mezcla de furia, dolor y una extraña súplica que le revolvió el alma.

El corazón de Anastasia se aceleró en un par de segundos, no por el miedo, sino por algo mucho más prohibido. Una chispa ardió en su interior, un temblor que no había sentido jamás en todos sus años tras esos muros. Eso era como una atracción cruda, primitiva, inexplicable y se odió por ello en ese mismo instante.

El hombre intentó hablar, pero un gruñido áspero salió de sus labios

- No me deje... no me deje morir.

Cuando aquel cuerpo cedió. El gigante de ojos verdes se desplomó hacia adelante, y Anastasia apenas alcanzó a sostener parte de su peso antes de que la lámpara casi se le cayera de las manos. Un jadeo escapó de su garganta al ver cómo la tela oscura de su camisa estaba empapada en sangre y seguramente había perdido mucha.

- ¡Sangre! - exclamó la novicia, retrocediendo con horror.

Los pasos apresurados resonaron detrás de ellas. Varias monjas habían acudido al estruendo, con sus hábitos ondeando como sombras blancas en la penumbra. Al ver al desconocido, no hubo preguntas, no hubo juicios, solo acción.

- ¡Rápido, tráiganlo adentro! -ordenó una de las hermanas mayores con voz firme.

Entre varias, con esfuerzo, arrastraron el cuerpo del extraño al interior del convento. La sangre manchaba las baldosas y el aroma metálico invadió el aire puro del claustro. Anastasia, todavía con las manos manchadas, no podía apartar los ojos de aquel rostro duro y hermoso al mismo tiempo, que yacía inconsciente.

- ¿Quién será? - preguntó la novicia, temblorosa - ¿Y si es un criminal? ¿Y si dejamos entrar al demonio?

La hermana mayor la reprendió con severidad luego de esas preguntas necesarias.

-Aquí no preguntamos quiénes son, ni se habla del demonio. Si alguien llama a esta puerta, Dios los envía y eso basta.

Anastasia tragó saliva, nunca antes había pasado algo como eso desde que ella había llegado. Así que si las monjas creían que Dios lo había enviado... ¿Quién era ella para decirles lo contrario? ¿Para qué?

Una punzada en su pecho le dijo que este encuentro no era un simple acto de caridad. Había algo más, algo oscuro y magnético en ese hombre que acababa de desplomarse en sus brazos. Sin embargo, mientras lo llevaban hacia la sala de enfermería improvisada del convento, Anastasia permaneció cerca, como si una fuerza invisible la obligara a no alejarse. Su corazón seguía latiendo con violencia y aún podía sentir el calor de su cuerpo contra el suyo. Aquel peso era abrumador, pero su calor aun con el frío de la noche traspaso su alma.

Cuando la herida fue descubierta bajo la tela rota, los murmullos de las monjas se elevaron. Había un orificio en su costado izquierdo.

- La bala ha atravesado su costado y está perdiendo demasiada sangre... - dijo una de ellas.

- ¡Necesitamos agua caliente y paños limpios! - exclamó una hermana mayor.

Anastasia se arrodilló junto a él, sin pensar, sin medir las consecuencias. Tomó su mano grande y áspera, marcada por cicatrices, y la sostuvo entre las suyas. Nadie lo notó; todas estaban demasiado ocupadas en salvarle la vida, pero ella ahí estaba.

Ese contacto la estremeció más que cualquier oración, más que cualquier confesión, ya que era como tocar fuego con las manos desnudas.

Mientras la sangre manchaba las vendas y las demás luchaban contra la muerte que se cernía sobre él, Anastasia susurró una plegaria que no era solo para salvar un alma, sino también para acallar la tempestad que él había despertado en la suya.

La noche en el convento nunca volvería a ser la misma y menos luego de extraer la bala de su cuerpo.

                         

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