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La ley del deseo
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Capítulo 2 TRES MINUTOS

Narra Luciano

–Honestamente... estoy agotado –confieso, frotándome las sienes con los dedos, mientras los documentos se amontonan sin piedad sobre mi escritorio. – ¿Cuántas entrevistas llevamos ya? ¿Ocho? ¿Diez? Siento que este día no termina nunca.

Richard resopla, cruzado de brazos, con el ceño fruncido como si el aire mismo le molestara. –Catorce –corrige con fastidio. – Catorce mujeres, una tras otra, intentando reemplazar a Clodette. Y ninguna da la talla. Todas inseguras, dubitativas, temblorosas... apenas cruzan la puerta y ya quieren escapar. Es ridículo.

–Clodette no puede ser reemplazada –murmuro, sintiendo una punzada de nostalgia. – ¿Quién decide jubilarse cuando aún tiene fuego en la mirada y temple en la voz? Ella era... es... la columna vertebral de esta oficina. Sin ella, esto se tambalea.

–Exactamente. ¿Y ahora? Nos vemos obligados a aguantar este desfile de aspirantes que duran menos que un café en la sala de espera. ¿Y esta última? –Richard revisa la carpeta sobre la mesa. – ¿Cristal... Liens? ¡La llamamos hace tres minutos, Luciano! Tres minutos. Y nada.

El tono de su voz sube una octava, lo suficiente para cortarme el pensamiento. Sé que exagera, pero en el rostro de Richard todo se multiplica: la espera es imperdonable, el error una sentencia.

–Tal vez se perdió –aventuro con desgano, apenas levantando la vista del monitor. – O se arrepintió en el último segundo, como las anteriores.

Richard da un golpe seco con la palma sobre el escritorio. Su irritación va creciendo como una tormenta contenida. –¡Tres minutos, Luciano! En nuestra agenda eso es una eternidad. Si no respeta el tiempo en su primera impresión, ¿qué nos dice eso de su profesionalismo?

Estoy por asentir, resignado a hacer pasar a la siguiente, cuando suena un golpe seco en la puerta. Uno, dos golpes, seguidos de un silencio que corta el aire.

Richard clava los ojos en la puerta como si esperara que se abriera sola. Luego, con la mandíbula tensa, dice con voz grave: –Adelante.

La perilla gira con una lentitud que se siente calculada. La puerta se abre y, por un instante, el tiempo parece estirarse. La figura que se asoma no tiene nada que ver con las anteriores. Es una mujer joven, delgada, con el cabello ondulado, recogido en un moño desprolijo que deja escapar algunos mechones rebeldes. Sus ojos –grandes, de un tono entre el ámbar y la miel, se clavan en mí, hacen que mí corazón se acelere, su estatura no es muy larga, ya que seguramente no excede el metro sesenta, sonríe y toma asiento.

–Buenas tardes –dice sin titubeos

Se planta frente a nosotros como si supiera exactamente a dónde ha venido. Como si ya estuviera acostumbrada a estar en oficinas donde nadie la espera, pero ella igual entra y se gana el lugar.

Miro a Richard de reojo. Su mandíbula está tensa, y aunque mantiene su porte rígido y profesional, noto que su mirada se ha suavizado apenas un milímetro. No es común en él. Él también la observa con atención, pero esta vez sin el desprecio automático que suele reservar para las aspirantes.

–Llegas tarde –dispara Richard, con su voz como un látigo que corta el aire. Su tono es gélido, inflexible, el rostro imperturbable, casi satisfecho con la oportunidad de marcar territorio. – ¿Sabés que eso te resta puntos? Muchísimos. Y quizás, solo quizás, ya hayas perdido cualquier oportunidad de quedarte con este trabajo.

–Disculpen la demora –responde con una voz clara, que sorprendentemente no tiembla. – Tuve un inconveniente personal... pero ya estoy aquí. Y completamente dispuesta.

Hay algo en su forma de decirlo. No es arrogancia. Es decisión. Firmeza. Como si su voluntad fuera a empujar el mundo si hiciera falta. Me atrapa.

–Buenas tardes, señorita Liens –digo al fin, con un tono que busca desarmar el filo que dejó mi hermano. – Mi nombre es Luciano Montalvo. Encantado. –Extiendo la mano. Ella la toma con rapidez, pero la noto tensa. Sus dedos tiemblan apenas. Sin embargo, hay una calidez inesperada en ese apretón, una especie de nerviosismo limpio, genuino. Me provoca una ternura instantánea, algo que no siento desde hace mucho tiempo. –¿Le parece si comenzamos? Preséntese –le indico, con una sonrisa que no consigo ocultar del todo.

–Sí –responde, asintiendo, y se acomoda en la silla sin dejar de mirarme. – Mi nombre es Cristal Liens y...

–Eso ya lo sabemos –la corta Richard, sin piedad. Su voz ahora tiene filo. – No necesitamos un currículum con forma de cuento. Vayamos a lo concreto. ¿Cuáles son sus capacidades reales para este puesto? Porque –dice, cruzando los brazos con brutalidad calculada– un buen cuerpo y una sonrisa no son suficientes en esta oficina.

–¡Richard! –le espeto, pero él me ignora. Sigue con los ojos fijos en Cristal como si intentara quebrarla solo con la mirada.

Ella parpadea una sola vez. No se estremece. No desvía la mirada. No baja la cabeza ni aprieta los labios. Se queda ahí, quieta como una estatua, aunque todo en su presencia grita vida y fuerza contenida. Hay algo en ella que me desconcierta, algo feroz y al mismo tiempo frágil, como si en el fondo supiera que está luchando contra un mundo que no le tiene piedad.

Se endereza con una lentitud que parece medida, como si no quisiera dar ningún paso en falso. Respira hondo, muy hondo, y se inclina apenas hacia adelante. No es sumisión, es desafío. El tipo de gesto que haría una leona antes de rugir.

–Tengo veintidós años –comienza, con una voz firme que no coincide con el temblor sutil en sus manos. – Estudié Administración de Empresas en la Universidad Kingston de Nueva York... –se detiene apenas, lo justo para que un leve destello de melancolía le empañe la mirada. – No terminé la carrera. Me faltan solo dos materias, pero tuve que dejarla. Mi padre enfermó. El dinero se evaporó como agua entre los dedos y yo tuve que elegir: estudiar o ayudar en casa. Elegí lo segundo.

Una sombra cruza su rostro. Es fugaz, pero suficiente como para estremecerme. Me quedo mirándola sin pestañear. Esa tristeza no es solo por lo que cuenta. Es por todo lo que no dice. –Desde los quince años trabajo –continúa, y su postura se vuelve más recta, como si el orgullo la levantara un centímetro del asiento. – Empecé en una cafetería atendiendo mesas, lavando platos. Después conseguí trabajo en un consultorio médico, en la recepción. Lo hacía bien, pero la clínica cerró por deudas. El último año trabajé en un restaurante de moza. Doble turno. Todos los días.

–¿Y por qué ya no está allí? –pregunto, sin poder evitar que el tono me salga más suave de lo que pretendía. Me interesa. No solo lo que dice, sino la forma en que lo hace. Esa mezcla de templanza y vulnerabilidad que desarma cualquier máscara.

Cristal sonríe. Es una sonrisa extraña. No tiene alegría, pero tampoco resignación. Es como si supiera algo que nosotros ignoramos. –Era un ambiente... pesado –responde, eligiendo cada palabra con cuidado. – Al principio me esforzaba por no darle importancia, por pensar que era normal. Pero con el tiempo los comentarios subieron de tono. Las miradas también. Me di cuenta de que no importaba cuánto me esforzara: para ellos yo era solo un cuerpo que llevaba bandejas. No me veían. No escuchaban mis palabras, solo seguían mis piernas con los ojos. –Hace una pausa, respira. Luego sonríe con más firmeza. – Así que decidí que merecía algo mejor. Que no iba a seguir aguantando. Que ya no más.

Un silencio espeso se instala en la sala. Puedo sentir cómo mi hermano, sentado a mi izquierda, se revuelca por dentro. Lo conozco demasiado bien. Esperaba otra cosa. Tal vez a una chica que se quebrara, que se acobardara ante su juicio, que titubeara. Pero Cristal no lo hace. Se mantiene firme, plantada, digna.

Y yo no puedo dejar de mirarla. Porque en su relato hay una historia que no ha contado del todo. Hay cicatrices invisibles en cada pausa, en cada respiración medida. No sé si está diciendo todo lo que le pasó. Sospecho que no. Pero lo que elige decir es suficiente para dejar claro que no se rinde con facilidad.

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