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La ley del deseo
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Capítulo 7 EN LA BOCA DEL LOBO img
Capítulo 8 DIGNIDAD img
Capítulo 9 SIN MEDIAS TINTAS img
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Capítulo 4 INFIDELIDAD

Cristal sale del edificio sin mirar atrás. La puerta se cierra a su espalda con un golpe seco, definitivo, como si alguien hubiera decidido ponerle punto final a una etapa sin consultarle. Da unos pasos torpes por la vereda, esquivando a la gente que entra y sale con prisa, con vidas que parecen ordenadas, con destinos claros. Ella no tiene nada de eso ahora.

Cristal se apoya contra la pared del edificio, con la espalda húmeda por el frío de la piedra. Respira mal, entrecortado, como si el aire hubiera cambiado de densidad apenas cruzó esa puerta. El estudio quedó atrás, pero la sensación de haber sido medida y descartada la acompaña como un peso físico. –¿Por qué...? –murmura. – ¿Qué más tengo que hacer?

No espera respuesta, porque no la hay. Sin embargo, de pronto, el celular vibra en su mano y el sonido la sobresalta como un pequeño latigazo. Durante un segundo piensa en ignorarlo, dejarlo sonar hasta que el temblor se apague solo, pero la insistencia del aparato termina por vencerla. Atiende sin mirar la pantalla.

–Hola, Lu... –dice, con la voz quebrada, tragándose las lágrimas. – ¿Qué necesitas?

–¿Cristal? –la voz de Lucero llega enseguida, nítida, alerta. – ¿Cómo te fue? ¿Qué te sucede?

No hay rodeos. Nunca los hubo entre ellas. Cristal cierra los ojos, como si ese gesto pudiera sostenerla un poco más. –Me fue mal, Luce. Muy mal –confiesa. – No quedé. Otra vez no quedé.

Del otro lado se instala un silencio breve. No es incómodo; es preciso, casi estratégico. –¿Dónde estás?

–Afuera del estudio. Todavía.

–Bien –responde Lucero sin titubear. – No te quedes ahí. Vuelve a tu casa y después hablaremos de lo que pasó. Los Montalvo no son personas comunes... –hace una pausa mínima, medida. – Son especiales. Y, por lo que sé, seguramente solo querían comprobar hasta dónde eras capaz de aguantar.

Al llegar a su casa, se abrazan y suben las escaleras. Al llegar a su piso, Cristal busca las llaves en la cartera con un gesto automático, casi distraído. Introduce una en la cerradura. El metal hace un ruido seco, familiar. Empuja la puerta con cuidado, como si temiera despertar algo que no debería estar ahí.

–¿Querés que te prepare un...? –empieza a decir, girándose apenas hacia Lucero.

La frase muere antes de nacer.

Cristal se queda inmóvil, con la mano todavía en el picaporte, el cuerpo rígido, la mirada clavada en el suelo del recibidor. Lucero sigue la dirección de esos ojos detenidos.

Ahí están.

Unos zapatos rojos de taco aguja, tirados sin cuidado junto a la alfombra. No son discretos. No son casuales. Son caros, brillantes, provocadores. Y, sobre todo, no pertenecen a esa casa.

–No... –murmura Cristal, negando con la cabeza. – No puede ser.

Da un paso hacia adelante, lento, inseguro, como si acercarse fuera a confirmar una verdad que todavía intenta rechazar. Lucero reacciona de inmediato: le cubre la boca con la mano y la detiene.

–No hagas ruido –susurra. – Escuchá.

Cristal contiene la respiración. El departamento parece encogerse, hacerse más chico, más denso. Desde el fondo del pasillo llega un sonido primero confuso, amortiguado, y luego brutalmente claro.

Un gemido.

Después otro.

El zumbido en los oídos de Cristal crece hasta volverse ensordecedor. Lucero baja la mano con lentitud y señala hacia el dormitorio. Caminan en puntas de pie, como si el piso pudiera quebrarse bajo sus pasos.

–Hijo de puta... –murmura Lucero, con los dientes apretados.

La puerta del dormitorio está entreabierta. Y entonces, la escena se revela sin piedad.

En la cama que Cristal arregla cada mañana, entre las sábanas que todavía conservan su aroma, Mitchell jadea desnudo bajo una mujer de cabello oscuro, cuerpo atlético y uñas pintadas de un rojo idéntico al de los zapatos abandonados en la entrada. Ella se mueve con una naturalidad obscena, ríe con los ojos cerrados, como si ese lugar no fuera ajeno, como si no estuviera invadiendo algo sagrado.

La mujer no las ve. Mitchell sí.

Gira apenas el rostro y sus ojos se cruzan con los de Cristal.

–Oh, por Dios... –susurra ella.

No es un susurro común. Es un grito ahogado que le nace desde lo más profundo del pecho. Las lágrimas brotan sin permiso, sin control. No es solo tristeza. Es humillación, rabia, vértigo. Es el derrumbe de todo lo que sostuvo durante meses, incluso cuando ya no quedaba nada que sostener.

Lucero da un paso al frente.

–¡¿En serio, Mitchell?! –le grita. – ¡¿En serio tenés tan poca decencia?!

Cruza la habitación sin pudor, con la furia acumulada de quien vio demasiado. –¡Después de todo lo que Cristal hizo por ti! ¡Después de cómo la manipulás, de cómo la hacés sentir menos cada maldito día!

La mujer se aparta de golpe, atónita, y se cubre como puede con la sábana. –Yo... yo no sabía que...

–¿Qué tenía pareja? ¿Qué esta era su casa? ¿Qué esta es su cama? –la corta Lucero. – ¿Qué parte te costó entender?

Mitchell se incorpora con lentitud. Está pálido, pero no avergonzado. No se cubre. No se disculpa. Como si su desnudez fuera irrelevante, como si no acabara de destruir algo irrecuperable.

–Cristal... –musita.

Ella lo mira. Por primera vez en mucho tiempo, su mirada no tiembla. No hay súplica. No hay miedo. Solo una furia fría, contenida.

–No digas nada –dice. – No intentes justificar esto. Lo que vi no se borra. Lo que hiciste no se perdona.

Mitchell suspira, casi molesto. –No iba a pedirte perdón.

La frase cae como una puñalada sorda.

–Tienes que irte de esta casa –añade. – Ya no te amo. Y creo que en el fondo, siempre lo supiste.

Cristal siente que algo termina de romperse por dentro. No grita. No se desarma. Retrocede un paso. –Eres un maldito infeliz

–Si lo fuera –responde él, con una calma cruel. – no habrías tenido ni siquiera esa entrevista.

Las palabras encajan con violencia.

–¿Cómo?

–Ese estudio no acepta a cualquiera. Preguntan. Investigan. Y alguien tenía que asegurarse de que no perdieran el tiempo.

–¿Fuiste tú?

–Te protegí –corrige. – No estabas lista.

–No tenías derecho –dice ella, por primera vez sin disculparse.

–Yo pago esta casa –responde. – Yo sostengo todo.

No llega a terminar porque el puño de Lucero atraviesa el aire y se estrella contra su rostro. El impacto es seco. Mitchell cae hacia atrás, sangrando, atónito. –¡¿Qué carajos?!.

–Eso es por cada vez que la hiciste sentir que no era suficiente –escupe Lucero. – Y no se te ocurra tocar nada de ella. Mañana quiero sus cosas en mi casa. Si no, vuelvo y me conocerás.

Cristal no llora. Se deja tomar de la mano. –Vamos –dice Lucero. – Este lugar ya no es un hogar.

Antes de salir, Cristal mira una última vez a Mitchell. –Gracias por mostrarme quién eras –dice. – Me salvaste tiempo. Y quizá la vida.

Y se va.

MINUTOS DESPUÉS

Al llegar a la casa de su amiga, Cristal apenas puede sostenerse. La puerta se cierra tras ella con un golpe suave, y sus rodillas ceden. Se deja caer al suelo como si le hubiesen arrancado el alma, como si todo el peso de la humillación le aplastara el pecho. Su cuerpo tiembla, su respiración se entrecorta, y los sollozos nacen desde lo más profundo, desgarradores, irreprimibles.

–Cristal... Cristal, respira –dice Lucero, corriendo a su lado. Se arrodilla con cuidado junto a ella, sin apurarse, como quien recoge los pedazos rotos de una porcelana amada.

Pero Cristal no escucha. Está atrapada en su propia tormenta. Se lleva las manos al rostro, tratando de contener el grito mudo que amenaza con quebrarle el pecho. –¿Cómo no lo vi? –susurra con una voz hueca, vacía. – ¿Cómo pude confiar tanto... amar tanto... a alguien que me destruyó así?

Lucero la abraza, fuerte, como un ancla en medio de una tempestad. Le acaricia la espalda con movimientos lentos, casi maternales, como si quisiera espantar el dolor con cada roce de sus dedos. –Shh... Hoy puedes llorar todo lo que necesites. Hoy vas a vaciarte si hace falta. –Su voz es firme, pero dulce. – Pero mañana, Cristal... mañana vamos a levantarnos. Y cuando lo hagamos, ese tipo no va a poder mirarte ni a los ojos. Porque tu no te vas a quedar en el suelo.

Cristal levanta el rostro, bañado en lágrimas, con las mejillas encendidas por la mezcla de tristeza y rabia. –Yo lo amaba, Luce. Yo hubiera dado todo por él. Él me prometió que me iba a cuidar, que esta vez sí iba a ser diferente. Me dijo que yo era su casa. ¡Y ahora me echa como si fuera una intrusa, una molestia!

Lucero le sostiene el rostro entre las manos. –Y tu le creíste. Porque eres noble. Porque amas de verdad. Pero escúchame bien, Cristal: ese hombre no te salvó de la miseria. Solo te la disfrazó. Se puso una máscara de ángel para que no vieras el demonio que siempre fue. Y tu no tienes la culpa de haber querido ver lo mejor.

–Ya llegué –anuncia Paolo con voz tenue, bajando la velocidad. –¿Qué sucede?

–Él la engañó– Dice Lucero

Veinte minutos pasan sin que nadie hable. Paolo les alcanza una botella de agua y las observa en silencio, con los ojos llenos de impotencia. Quiere hacer algo, pero sabe que esa batalla no es suya.

Entonces, el teléfono de Cristal comienza a sonar. El sonido rompe la calma como un disparo en medio del bosque. Todos se miran. Ella tarda unos segundos en reaccionar, como si no supiera de dónde viene el ruido. Lo saca del bolsillo con manos temblorosas. Número desconocido.

–¿Ho...hola? –pregunta con voz rasposa.

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