Inmediatamente, una voz chillona sonó desde el otro lado de la sala. "Setenta mil." Fernanda.
Mis ojos se estrecharon. ¿Estaba haciendo esto a propósito?
"Ochenta mil," dije, mi voz era firme.
"Cien mil," respondió Fernanda, con una sonrisa de suficiencia.
La puja se intensificó. Dos mujeres. Un collar. El precio se disparó.
"Ciento cincuenta mil," grité, sintiendo la desesperación apoderarse de mí.
"Doscientos mil," dijo Fernanda, riendo. "No sabía que la princesa tenía tanto dinero."
Mis manos temblaban. Había vendido todas mis propiedades, mis pequeñas inversiones. Todo para esto.
"Doscientos cincuenta mil," logré decir, mi voz apenas un susurro.
Fernanda sonrió. "Trescientos cincuenta mil."
Mi paleta se quedó en el aire. Mis ojos escanearon el salón. Ya no tenía más.
El subastador me miró. "Señorita Amaya, ¿alguna oferta más?"
Sentí las miradas de todos sobre mí. La humillación me quemaba el rostro.
Mis ojos se posaron en Rodolfo, sentado en primera fila con Fernanda. Su rostro era inescrutable.
"Rodolfo," le dije, mi voz era un ruego. "Por favor. Es el collar de mi madre. Préstame el dinero. Te lo devolveré."
Él me miró, sus ojos oscuros y complejos. No había expresión en su rostro.
Fernanda se aferró a su brazo. "Rodolfo, cariño, ¿vas a dejar que la princesa te pida dinero? Es su culpa que no tenga fondos." Ella le guiñó un ojo. "Además, me encanta este collar. Me quedaría tan bien."
Rodolfo vaciló. Su mirada viajó de mí a Fernanda. De la necesidad en mis ojos al capricho en los suyos.
El tiempo se detuvo. Podía sentir el peso de la decisión en el aire.
Finalmente, Rodolfo le dedicó una pequeña sonrisa a Fernanda. "Está bien, Mi Flor. Si te gusta, es tuyo."
Mi mundo se desmoronó. Mi corazón se detuvo.
"¡Trescientos cincuenta mil a la señorita Rodríguez!" anunció el subastador, golpeando el mazo. "¡Vendido!"
El sonido del mazo resonó en mi pecho. Fue como si me hubieran apuñalado.
No podía hablar. No podía moverme. El dolor era tan intenso que me dejó sin aliento.
Fernanda saltó de su asiento, aplaudiendo. "¡Gracias, Ximena! ¡Eres tan amable por dejarme esta joya!"
Su sonrisa victoriosa era una daga en mi corazón.
Rodolfo ni siquiera me miró. Se levantó y acompañó a Fernanda fuera del salón.
Me quedé sola en la sala. La humillación era insoportable.
Me arrastré a una sala de descanso. Mis manos temblaban.
Fernanda entró, el collar ya en su mano. Lo giraba entre sus dedos, una sonrisa cruel en su rostro.
"¿Qué quieres?" pregunté, mi voz era un graznido.
"Solo quería darte las gracias de nuevo," dijo, sus ojos brillaban con malicia. "Es tan hermoso. Imagina todas las formas en que puedo usarlo."
"Te lo cambio," dije, mi voz era desesperada. "Lo que quieras. Mis joyas, mi dinero. Lo que sea."
Fernanda se rió. "No hay nada que tengas que yo quiera. Excepto, quizás, verte sufrir."
"¿Qué quieres de mí?" pregunté.
"Quiero que te arrodilles," dijo, su voz era un veneno. "Quiero que me ruegues. Que me supliques por este collar."
Sentí la bilis subir por mi garganta. Pero el collar de mi madre.
Me arrodillé. Las lágrimas brotaron de mis ojos, quemando mi piel.
"Por favor," susurré, mi voz rota. "Te lo ruego. Dame el collar de mi madre."
Fernanda me miró con desprecio. Luego, con una sonrisa aún más cruel, lo sostuvo sobre su cabeza.
"¿Quieres tu collar, perra?" gritó, y lo dejó caer al suelo.
El collar de perlas se rompió. Las perlas rodaron por el suelo, como lágrimas blancas.
"¡No!" grité, mi corazón se desgarró.
Fernanda pisó una perla, aplastándola bajo su tacón. "Tu madre era una perra débil. Como tú."
Mi mundo se puso negro. La furia me consumió. No podía soportarlo.
"¿Con qué mano pusiste el collar?" pregunté, mi voz era un susurro mortal.
Ella se rió. "Con esta, por supuesto." Levantó su mano.
En un instante, el trozo de cristal que había roto en mi mano se convirtió en un arma.
No pensé. No dudé.
Lancé mi mano hacia ella. El cristal se hundió en su brazo.
Fernanda gritó. Un grito agudo que resonó en el salón.
La fiesta de beneficencia, horas después, era un evento de lujo. La música sonaba, la gente reía.
Rodolfo, con Fernanda a su lado, era el centro de atención. Él la miraba con una devoción que nunca me había mostrado a mí.
Le sostenía la copa, le acariciaba el pelo. Cada gesto era un testimonio de su cuidado.