La Traición Que Forjó Una Reina
img img La Traición Que Forjó Una Reina img Capítulo 1
1
Capítulo 5 img
Capítulo 6 img
Capítulo 7 img
Capítulo 8 img
Capítulo 9 img
Capítulo 10 img
Capítulo 11 img
Capítulo 12 img
Capítulo 13 img
Capítulo 14 img
Capítulo 15 img
Capítulo 16 img
Capítulo 17 img
Capítulo 18 img
Capítulo 19 img
Capítulo 20 img
Capítulo 21 img
Capítulo 22 img
Capítulo 23 img
Capítulo 24 img
Capítulo 25 img
img
  /  1
img
img

La Traición Que Forjó Una Reina

Gavin
img img

Capítulo 1

Yo era la mente maestra detrás de los negocios de mi familia, pero para mi padre, solo era una hija discreta lista para ser vendida en matrimonio. Mi único escape era el amor de Rodolfo, el hombre que en la intimidad me llamaba su "Reina".

Pero él tenía a otra, la frágil Fernanda. A ella la llamaba "Mi Pequeña Flor", mientras que yo solo era "la princesa" de la que necesitaba deshacerse.

La traición culminó en una gala. Un coche se abalanzó sobre nosotros. Sin dudarlo, Rodolfo empujó a Fernanda para salvarla, dejándome a mí para recibir el impacto.

Mi cuerpo salió volando. Mi última visión fue él abrazándola, a salvo.

Más tarde, en el hospital, lo oí decir que yo era fuerte y podía cuidarme sola. Esa frase me dolió más que todos mis huesos rotos.

En ese momento, la princesa ingenua que lo amaba murió.

Acepté casarme con el viejo líder de un cártel, no como un sacrificio, sino como el primer paso de mi venganza. Ahora, yo sería la Reina, y mi imperio se levantaría sobre las cenizas de su traición.

Capítulo 1

Ximena POV:

El frío de la sábana de seda se sentía como una burla contra mi piel desnuda. Había aceptado ser vendida en matrimonio, y el hombre que me llamaba su "Reina", al que amaba con cada fibra de mi ser, acababa de abandonarme en medio de la noche.

Para el mundo exterior, yo era solo Ximena Amaya, la hija discreta y elegante de Horacio Amaya, un magnate. La que sonreía en los eventos benéficos y no causaba problemas.

Pero en secreto, yo era la mente detrás de muchas operaciones exitosas de la familia. La que cerraba tratos que mi padre ni siquiera comprendía del todo.

Rodolfo Badia era el heredero del Grupo Badia. Calculador, estoico. La imagen pública del control y el éxito.

Nuestra relación era un secreto a voces que nadie se atrevía a confirmar. Nos veíamos en los rincones más íntimos de su penthouse, o en mi estudio oculto.

Allí, él me llamaba "Reina". Un susurro, un título exclusivo para mis oídos.

Me aferré a ese nombre. A esa pasión que creía genuina. Porque en ese momento, era lo único real que tenía.

Pero incluso el nombre más hermoso sonaba hueco cuando el futuro se alzaba como una jaula dorada.

Mi padre, en su infinita sabiduría pragmática, acababa de organizarme un matrimonio. Un matrimonio arreglado con Jaime Mena, el enfermo y anciano líder de un cártel empresarial en Guadalajara.

Una alianza estratégica, como él lo llamaba. Un sacrificio.

Yo, la hija subestimada, la pieza de ajedrez valiosa pero prescindible.

Rodolfo. Él era la única razón por la que aún no había huido.

Sus movimientos eran lentos y deliberados mientras se vestía. Cada botón abrochado de su camisa blanca era un recordatorio de la distancia que ponía entre nosotros.

El aire en la habitación se volvió pesado, cargado con el olor a sándalo de su colonia y el almizcle de nuestra intimidad reciente.

"¿Te vas ya?" mi voz sonó más débil de lo que pretendía. Un hilo apenas audible en el silencio.

Él se giró, sus ojos oscuros, inescrutables como siempre. "Tengo que irme, Reina."

"¿Es tan urgente?" pregunté, mi corazón se encogía ante su frialdad habitual.

Él se encogió de hombros, ajustándose la corbata. "Asuntos de negocios. Ya sabes cómo es."

No, no sabía. O tal vez sí. La prioridad siempre era el negocio.

"Quédate aquí," ordenó, su voz apenas un murmullo, pero con el peso de la autoridad que siempre ejercía sobre mí. "Alguien vendrá a recogerte por la mañana."

Odiaba que me tratara así. Como si fuera una posesión, un paquete que entregar.

Pero el roce de sus labios en mi frente disipó mis protestas. Un beso rápido, casi una marca. Luego se fue.

La puerta del ascensor se cerró con un suave zumbido, sellando su ausencia.

Me quedé allí, en la cama revuelta, el eco de su "Reina" aún en mis oídos. Pero ya no sonaba tan dulce.

La furia me invadió. No era una niña. Nunca lo había sido. Y él no era mi dueño.

Cogí mi teléfono de la mesita de noche. Mis dedos temblaban levemente mientras buscaba el número.

"Padre," mi voz era firme. Más firme de lo que me sentía. "Acepto el matrimonio con Jaime Mena."

Un silencio del otro lado. Luego, un estallido de alegría. "¡Ximena! ¡Mi niña! Sabía que entrarías en razón."

Su felicidad era asquerosa. ¿Entrar en razón? Había entrado en mi propia trampa.

"Tengo mis condiciones, por supuesto," añadí, la voz teñida de hielo. "Quiero mi independencia total. Y una parte justa de la fortuna familiar. Discutiremos los detalles en persona. Mañana."

No esperé su respuesta. Corté la llamada. El juego había cambiado.

Mientras me levantaba, vi el teléfono de Rodolfo sobre la mesita de noche. Lo había olvidado.

Una pequeña vibración. Una notificación de mensaje.

Mi corazón dio un vuelco. No debería mirar. No debería.

Pero mis dedos, como si tuvieran voluntad propia, lo tomaron. La pantalla se iluminó.

Un mensaje de un número desconocido. Pero el nombre de contacto lo decía todo: "Mi Pequeña Flor, F."

Y debajo del nombre, el mensaje. Corto. Dulce. Demasiado íntimo.

"¿Ya te deshiciste de la princesa? Te espero. Tu flor te necesita."

Mi respiración se detuvo. "La princesa." Así me llamaba a mí en público. Pero en privado, era "Reina".

"Mi Pequeña Flor." Fernanda. Fernanda Rodríguez. La hija de un político influyente. La que él creía frágil y vulnerable.

Mi mente reprodujo cada momento de indiferencia de Rodolfo. Cada vez que su mirada se volvía distante cuando yo hablaba de mis sentimientos. Cada vez que me dejaba sola, con la promesa de que volvería.

Solo para darse prisa en deshacerse de "la princesa" para correr a su "flor".

Un fuego frío se encendió en mi pecho. No era dolor. Era ira. Pura y cortante.

Me vestí rápidamente, mis movimientos precisos. El vestido negro de seda se deslizó sobre mi cuerpo. Mis tacones resonaron silenciosamente en el suelo de mármol.

No me importaba que me hubiera dicho que me quedara. No era su posesión.

Salí del penthouse en mi propio coche. Sabía dónde encontrar a Fernanda. Ella siempre frecuentaba el mismo restaurante elegante cuando su padre estaba fuera de la ciudad.

Y Rodolfo, como un perro fiel, siempre estaba allí.

Cuando llegué, aparqué en una calle lateral, lo suficientemente lejos para no ser vista.

Allí estaban. En la entrada del restaurante. La fachada de cristal reflejaba su imagen.

Rodolfo, con su mano en la cintura de Fernanda, inclinándose para susurrarle algo al oído. Ella reía, una risa aguda, mientras su mano se posaba en su mejilla.

La imagen me golpeó con la fuerza de un puñetazo. No había frialdad en su mirada. No había distancia en su toque.

Solo adoración. Y algo más, algo que parecía culpa.

Me ahogué. El oxígeno parecía desaparecer de mis pulmones.

Recordé la primera vez que lo vi. Mi padre, Horacio Amaya, me lo presentó hace cinco años. Yo tenía diecinueve años, recién salida del internado, llena de ideas y sueños.

Él tenía veintiocho. Un hombre hecho y derecho, con una mirada tan penetrante que me asustó y me fascinó a la vez.

"Rodolfo," dijo mi padre, con una sonrisa que nunca me dedicaba a mí. "Te confío a Ximena. Es brillante, pero le falta... disciplina. Necesita aprender los entresijos de nuestro mundo."

Me entregó a Rodolfo como si fuera un paquete que debía ser "reformado".

Rodolfo me miró, una chispa de molestia en sus ojos. Yo era un problema más en su lista.

Yo, por mi parte, odiaba la idea de ser "disciplinada". Así que lo provoqué. Constantemente.

Una vez, en una reunión de negocios crucial, deliberadamente hice preguntas ingenuas, fingiendo ignorancia. Quería ver su reacción.

Él me miró con una frialdad que helaba la sangre. "Ximena, si vas a estar aquí, al menos haz el esfuerzo de comprender," me espetó frente a todos.

Sentí una punzada, pero también una extraña satisfacción. Había logrado sacarlo de su compostura.

Una noche, en su penthouse, después de otra de mis "provocaciones", me sentía frustrada. Él me ignoraba, me trataba como una niña molesta.

Vertí algo en su copa. Algo suave, pero suficiente para aflojar sus inhibiciones.

No quería hacerle daño. Solo quería que me mirara. Que me viera.

Y lo hizo. Esa noche, por primera vez, el hielo de sus ojos se derritió. Sus manos se aferraron a mí con una necesidad que nunca antes había sentido.

Fue entonces cuando me llamó "Reina". Un susurro ronco en la oscuridad.

Desde entonces, nuestra relación se convirtió en un juego peligroso. Durante el día, yo era la "princesa" molesta y él el mentor exasperado. Por la noche, en secreto, yo era su "Reina" y él mi amante apasionado.

Creí que era amor. Que su frialdad era solo una fachada. Que yo era la única que conocía al verdadero Rodolfo.

Hasta mi cumpleaños veintitrés.

Preparé una cena especial en mi apartamento. Una noche íntima. Flores, velas.

Él nunca llegó.

Al día siguiente, los periódicos y las redes sociales estallaron con fotos de Rodolfo y Fernanda en un evento de gala. De la mano. Sonriendo. Pareciendo el epítome de una pareja perfecta.

Mi mundo se desmoronó. La furia me consumió.

Destrocé mi apartamento. Rompí jarrones, tiré muebles. Las lágrimas corrían por mi rostro, pero el dolor era más profundo que cualquier corte.

Rodolfo apareció más tarde, la calma personificada. Vio el caos. Vio mis manos ensangrentadas.

No dijo nada. Solo me miró con esa mirada fría y distante que creía conocer tan bien.

"¿Terminaste?" preguntó, su voz desprovista de emoción.

Fue entonces cuando lo supe. Él no me amaba. Nunca lo había hecho.

Solo era una de sus posesiones. Una pieza más en su tablero.

La Ximena que lo amaba con la inocencia de una niña se había desvanecido en ese momento.

Regresé a la mansión familiar, la cabeza en alto, el corazón convertido en piedra.

Mi padre y mi madrastra estaban en la sala. Horacio, con su sonrisa de depredador.

"Has vuelto," dijo mi padre, como si regresara de unas vacaciones.

"Sí," respondí, mi voz monótona. "He vuelto para aceptar tu trato."

Horacio sonrió. "Excelente. Una niña sensata."

"Pero no te confundas, padre," lo interrumpí, mi mirada fija en la suya. "No soy tu 'niña'. Y mi aceptación viene con el precio de romper todos los lazos contigo."

Su sonrisa se desvaneció. "¡¿Qué dices?!"

"Digo que esta alianza será lo único que nos una," continué, la voz baja pero cortante como un cuchillo. "Después de esto, no existiré para ti. Ni yo, ni mi madre."

Su rostro se puso lívido. "No menciones a tu madre. Ella no tiene nada que ver con esto."

"Oh, ¿no?" me reí, una risa amarga. "Ella tuvo mucho que ver. Tu traición. Tu abandono. Su muerte, padre. Todo por tu ambición y esa mujer a tu lado." Señalé a mi madrastra, que palideció.

Horacio apretó los puños. "¡Estás desvariando!"

"No," respondí, la voz cargada de un dolor que se había convertido en acero. "Estoy siendo honesta. Algo que tú nunca fuiste. Ahora, ¿aceptas mis términos o este matrimonio está cancelado?"

Él me miró, una batalla interna librándose en su rostro. Su ambición contra su ira.

La ambición ganó.

"Acepto," gruñó, la derrota en su voz.

"Y una cosa más," añadí, antes de irme. "No subestimes a Jaime Mena. Esta alianza podría costar más de lo que crees."

Me retiré a mi habitación, el frío de su aceptación se aferraba a mí.

Me desplomé en el suelo, sollozando. Lágrimas de rabia, de dolor, de una soledad tan profunda que me quemaba el alma.

La Ximena que había amado a Rodolfo. La Ximena que había creído en su familia. Esa Ximena había muerto.

Al día siguiente, el sol apenas se asomaba cuando escuché un revuelo abajo.

Salí de mi habitación. En la gran sala de la mansión, de pie junto a mi padre y mi madrastra, estaba Fernanda Rodríguez.

Mi corazón dio un salto. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Ahora?

            
            

COPYRIGHT(©) 2022