Intenté levantarme, pero mi cuerpo se sentía pesado, como si me hubieran drenado toda la energía.
"¿Gerardo?", pregunté, mi voz temblaba.
El médico dudó, su mirada eludiendo la mía.
"El señor Bermúdez... se fue. Dijo que tenía asuntos urgentes que atender".
Mi corazón se apretó. Lo sabía. Lo había sabido.
No le importaba. Nunca le importó.
Era solo un medio para un fin. Una incubadora.
La humillación me invadió de nuevo, quemando mi piel.
"¿Y... y el embrión?", pregunté, mi voz temblaba.
El médico asintió, señalando una pantalla en la pared.
"Aquí está. Un embrión sano, de excelente calidad".
Miré la pantalla. Una pequeña mancha, apenas visible.
Mi hijo. Mi sangre.
Pero no era mío. Era suyo. De Gerardo.
Para su familia. Para su empresa.
Sentí una oleada de náuseas.
No era un bebé. Era un contrato. Una transacción.
Una cadena que me ataba a este infierno.
"No lo quiero", dije, mi voz fría y cortante.
El médico me miró, perplejo. "¿Cómo dice?"
"No lo quiero", repetí, mi voz ahora con una fuerza que no sabía que tenía.
"No voy a llevar esto en mi vientre. No voy a ser una incubadora para un hombre que me odia".
El médico se quedó en silencio, sus ojos fijos en mí.
Gerardo había arreglado todo. Pero había olvidado una cosa.
Yo.
Y mi voluntad.
No podía controlar mi cuerpo, pero podía controlar mi mente.
Y mi decisión.
"Señorita Piñeiro, esto es un asunto muy delicado", dijo el médico, su voz cautelosa.
"Su esposo ya cubrió todos los gastos. Es un embrión viable".
"Viable para quién?", pregunté, mi voz llena de veneno. "Para una farsa? Para una mentira?"
Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no eran de tristeza. Eran de rabia.
"No lo quiero. Y no me importa lo que él diga. No lo voy a hacer".
El médico se acercó, intentando tranquilizarme.
"Piense en las consecuencias, señorita. Esto podría..."
"¡No me importa!", grité, mis lágrimas rodando por mis mejillas. "¡No me importa nada!"
De repente, una enfermera entró en la habitación, sosteniendo una pequeña caja.
"Aquí está el embrión, doctor. Para ser implantado".
Mis ojos se fijaron en la caja. Pequeña, blanca, inocente.
Pero para mí, era una jaula.
Una jaula de la que quería escapar.
Gerardo había dicho que no tenía opción.
Pero yo sí.
Siempre había una opción.
Miré al médico, a la enfermera. A la caja.
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios.
"¿No tengo opción, Gerardo?", susurré, mi voz llena de desafío.
El médico se acercó con la caja, listo para continuar.
"Por favor, cálmese, señorita", dijo.
Pero yo no quería calmarme. Quería luchar.
Extendí mi mano temblorosa, mis dedos se cerraron alrededor de la caja.
El médico intentó quitármela, pero yo me aferré con fuerza.
Mis ojos se fijaron en él, una mirada de determinación fría.
"Yo decido", dije, mi voz clara y fuerte. "Yo decido lo que pasa con mi cuerpo".
Y luego, con un movimiento rápido y decidido, estrellé la caja contra el suelo.
El cristal se rompió en mil pedazos, el líquido, la vida, derramándose por el suelo blanco.
Silencio.
El médico, la enfermera, se quedaron en shock.
Yo, Martina Piñeiro, la "incubadora" sumisa, acababa de destruir el futuro de la familia Bermúdez.
Acababa de destruir la farsa.
Y lo había hecho con una satisfacción helada que me sorprendió a mí misma.
La venganza, pensé, es un plato que se sirve frío.
Y yo, Gerardo, te lo serviré helado.