"Esto... esto tendrá consecuencias, señorita Piñeiro", dijo, su voz recuperando un poco de firmeza.
"Su esposo no se lo tomará bien".
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios.
"Eso ya no es mi problema", dije.
"Y si su esposo pregunta, dígale que el procedimiento falló. Un accidente".
Sacó su teléfono, dudando. "No sé si pueda..."
Lo interrumpí, mi mirada fija en la suya.
"Le pagaré el doble de lo que le pagó Gerardo. Por su silencio. Y por su 'accidente'".
Sus ojos brillaron con avaricia. La moralidad cedió, como siempre.
"¿El doble?", preguntó, su voz más segura.
"El doble", confirmé.
Él asintió, una sonrisa apenas perceptible en sus labios.
"Muy bien, señorita Piñeiro. Fue un accidente. Lamentable, por supuesto".
Me levanté de la cama, mi cuerpo aún débil, pero mi espíritu, extrañamente, fortalecido.
Mi sueño de un amor verdadero, de una familia, se había hecho añicos.
Pero de las cenizas de ese sueño, estaba naciendo algo nuevo.
Algo más fuerte.
Algo implacable.
No miré hacia atrás.
Dejé el hospital sin una palabra, mis pasos resonando en los pasillos vacíos.
Cuando llegué a casa, la mansión Bermúdez se sentía como una jaula.
Cada rincón, cada objeto, me recordaba la farsa, la mentira.
Necesitaba escapar. Necesitaba aire.
Mi mente vagó hacia el único lugar donde siempre encontré consuelo.
La antigua cabaña de caza de mi abuelo, escondida en lo profundo de la sierra.
Era mi santuario, mi escape.
Recordé las veces que me escapaba allí de niña, cuando la presión de los Piñeiro se volvía insoportable.
Mi abuelo, Augusto Ibáñez, siempre lo supo. Y siempre me protegió, a su manera.
Me dejó un fondo secreto, un acceso ilimitado para mis "escapadas".
Subí a mi coche, el motor rugiendo con una promesa de libertad.
El camino a la sierra era largo y sinuoso, pero cada kilómetro me alejaba de la pesadilla.
Cuando llegué, el sol ya comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y morados.
El aire fresco de la montaña llenó mis pulmones, un alivio bienvenido.
Estacioné el coche y me bajé, mi mirada se dirigió a la cabaña.
Pero algo estaba mal.
Había otro coche. Un todoterreno oscuro, familiar.
El corazón me dio un vuelco. No podía ser.
Me acerqué con cautela, mi cuerpo tenso.
Y luego los vi.
Gerardo. Y Frida.
Estaban sentados en el porche, riendo, sus cuerpos demasiado cerca.
Frida, con su melena rubia al viento, fingiendo un desmayo en los brazos de Gerardo.
"Oh, Gerardo, eres tan fuerte", dijo, su voz melosa, llena de coquetería.
Él la sostenía, su rostro lleno de una preocupación que nunca me dedicó.
Una preocupación que me era negada.
Pero había algo más en la escena.
Un grupo de sus amigos, los mismos que me habían humillado en el chat, estaban allí también.
Riendo, bebiendo, divirtiéndose.
Me vieron.
Frida, al verme, se puso de pie, una sonrisa de victoria en sus labios.
"Martina", dijo, su voz llena de falsa sorpresa. "¿Qué haces aquí?"
Gerardo me miró, sus ojos oscuros, llenos de irritación.
"¿No te cansas de aparecer donde no te llaman?", preguntó, su voz cortante.
"Este es mi santuario", respondí, mi voz monótona, sin emoción.
"Este lugar es de la familia Bermúdez", espetó uno de sus amigos, Rodolfo.
"No, Rodolfo", dijo Frida, con una sonrisa dulce pero venenosa.
"Este lugar es de la familia Piñeiro. Martina es mi prima".
"¿Prima?", preguntó otro amigo, su voz llena de burla.
"¿La prima pobre que adoptaron de caridad?"
Las risas estallaron.
Mi rostro ardió de vergüenza.
"Calla, Enrique", dijo Frida. "No seas así".
Pero sus ojos, sus ojos brillaban con una malicia que no podía ocultar.
"Martina, ¿por qué no te unes a nosotros?", dijo, con una sonrisa dulce.
"Podemos hablar de lo que pasó en el hospital".
Mi corazón se detuvo. ¿Cómo lo sabía?
Gerardo me miró, sus ojos oscuros, llenos de interrogación.
Pero no había preocupación. Solo una fría curiosidad.
"¿Qué pasó en el hospital, Martina?", preguntó, su voz carente de emoción.
Tragué saliva, el sabor amargo de la traición llenando mi boca.
No iba a darles el placer de verme rota.
"Nada que te importe, Gerardo", dije, mi voz fría y cortante.
"Y en cuanto a ustedes", miré a sus amigos, una mirada de desprecio en mis ojos.
"Sus palabras no me afectan. Son solo el eco de la mediocridad de sus vidas".
Sus rostros se contrajeron de ira.
Frida sonrió, su sonrisa de víbora.
"Martina, no seas así. Sabemos que estás dolida. Pero Gerardo nunca te amó".
"Ya lo sé", dije, mi voz plana.
"Y créanme, no deseo su amor. Ni su lástima".
Gerardo me miraba, pensativo. Había algo en su mirada, una chispa de algo que no pude descifrar.
Pero no me importaba.
Ya no.
"Será mejor que te vayas, Martina", dijo Gerardo.
"No hay lugar para ti aquí".
"No te preocupes, Gerardo", dije, una sonrisa amarga en mis labios.
"Ya no hay lugar para mí en tu vida. Ni en tu infierno".
Me di la vuelta, mi espalda recta, mi cabeza en alto.
Mis pasos me llevaron hacia el bosque, lejos de ellos, lejos de sus risas, de sus burlas.
Me adentré en la oscuridad de los árboles, el viento frío acariciando mi rostro.
"¡Martina!", escuché la voz de Frida, aguda y llena de malicia.
"¡Cuidado con los lobos! ¡Este bosque es peligroso!"
No me detuve. No miré hacia atrás.
Ya había enfrentado a los lobos. Y eran humanos.
Sentí un escalofrío de rabia fría.
Ellos creían que me habían derrotado.
Pero no sabían que acababan de despertar a la verdadera Martina.
Y ella no tenía miedo.