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Me dejó morir, volví por venganza
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Capítulo 4 No.4

El aire nocturno fuera del hotel era fresco, pero Cielo estaba ardiendo.

Se sentó en la parte trasera del Bentley de los Argente, con su teléfono brillando en la oscuridad. Había ganado la puja. Pero tenía un problema. Un problema de 500 millones de dólares.

Revisó sus cuentas bancarias. Su fondo fiduciario personal tenía 420 millones líquidos. Le faltaban 80 millones. El pago vencía en 48 horas.

Por lo general, podía mover dinero de las cuentas conjuntas de los del Real para cubrir la brecha, pero cuando intentó acceder a la aplicación, apareció una notificación roja.

ACCESO DENEGADO. CUENTA CONGELADA POR G. DEL REAL.

#NAME?

No podía ir a los bancos tradicionales. Llamarían a Guillermo para su aprobación como su "cónyuge". Necesitaba capital privado. Necesitaba un prestamista. Necesitaba al diablo.

-Conductor -dijo Cielo-. Llévame a El Club Obsidiana.

El conductor, un viejo servidor de la familia llamado Arturo, vaciló. -Señorita Cielo... ese lugar... no es para gente como usted.

-Solo conduce, Arturo.

El Club Obsidiana era una fortaleza de piedra negra en el distrito centro. Era donde se cerraban los verdaderos tratos de la ciudad: los ilegales, los peligrosos. Era el territorio de Alvarado Abrojo.

El coche se detuvo. Cielo salió. El portero, un hombre del tamaño de una máquina expendedora, se cruzó de brazos.

-Solo miembros, señora del Real. Vuelva a su fiesta del té -se burló. La reconoció por los tabloides.

Cielo no se inmutó. Sacó un bolígrafo de su bolso y escribió en una servilleta de cóctel que había tomado de la gala.

Puerto del Mar del Norte. Contenedor 404. No son textiles.

Dobló la servilleta y se la entregó al portero. -Dale esto al señor Abrojo. Dile... que lo envía una amiga del otro lado.

El portero miró la servilleta, luego a ella. La confianza en sus ojos lo puso nervioso. Gruñó y entró.

Cinco minutos después, las puertas se abrieron. Feliciano Carretas estaba allí, luciendo divertido.

-El jefe tiene curiosidad -dijo Feliciano-. Sígueme.

Cielo lo siguió a través del club. Los bajos de la música golpeaban en su pecho. El aire olía a humo caro y peligro. Tomaron un ascensor privado hasta el último piso.

La oficina estaba en silencio. Insonorizada. Estaba oscura, iluminada solo por las luces de la ciudad que se filtraban a través de las ventanas de piso a techo.

Alvarado Abrojo estaba sentado detrás de un enorme escritorio de caoba. No llevaba chaqueta de traje. Su camisa blanca estaba desabrochada en la parte superior, con las mangas remangadas para revelar antebrazos tensos de músculo. Sostenía la servilleta en la mano.

-Contenedor 404 -dijo Alvarado, con voz profunda y suave-. El cargamento de mi rival. Armas de contrabando escondidas en seda. Si aduanas encuentra esto, irá a la cárcel por veinte años.

Levantó la vista, sus ojos grises perforándola. -¿Cómo sabe una dama de la alta sociedad sobre rutas de contrabando subterráneas?

Cielo se sentó en la silla frente a él, cruzando las piernas. No esperó a ser invitada.

-Tengo ojos -mintió. En su vida pasada, este escándalo estalló cinco años después. Fue una gran noticia. -Necesito 80 millones. Esta noche.

Alvarado se rio. Fue un sonido oscuro y retumbante que hizo que los dedos de los pies de Cielo se curvaran.

-¿Quiere que financie la tierra por la que pujé? ¿La tierra que me robó?

-No la robé. Pujé más alto -corrigió Cielo-. Y le devolveré el doble en tres meses.

Alvarado se puso de pie. Caminó alrededor del escritorio lentamente. Se movía como una pantera acechando a un ciervo. Se detuvo justo frente a ella, colocando sus manos en los reposabrazos de su silla, atrapándola.

Se inclinó. Su rostro estaba a centímetros del de ella. Podía olerlo: sándalo, tabaco y masculinidad cruda.

-No necesito dinero, señora del Real -susurró. Su aliento rozó los labios de ella-. Tengo más dinero que Dios. Necesito... diversión.

Cielo contuvo la respiración. Su corazón martilleaba tan fuerte que pensó que él debía oírlo. Este hombre era peligroso. Podría matarla y nadie encontraría el cuerpo.

-¿Qué quiere? -preguntó, con voz firme a pesar del miedo.

Alvarado estudió su rostro. Vio el fuego en sus ojos. Ella no se acobardaba.

-Guillermo organiza la Gala de Comercio Internacional la próxima semana -dijo Alvarado-. Invitó a toda la ciudad. Excepto a mí.

-¿Quiere una invitación?

-No -Alvarado sonrió con malicia-. Quiero que la queme. Metafóricamente.

Apartó un mechón de pelo detrás de la oreja de ella, sus dedos ásperos contra su piel suave.

-Asegúrese de que Serafina de la Molienda sea humillada. Completamente. Públicamente. Haga que Guillermo se arrepienta del día en que nació.

Cielo parpadeó. Sonrió, y esta vez, fue genuino. Fue algo afilado y perverso.

-Eso no es un precio, señor Abrojo -ronroneó-. Eso es un placer.

Alvarado se enderezó. Caminó de regreso a su escritorio y levantó un teléfono fijo seguro. Marcó un número de memoria.

-Aquí Abrojo -dijo, sin apartar los ojos de Cielo-. Autorice una transferencia. Ochenta millones. Titular de la cuenta: Cielo Argente. Ejecución inmediata.

Colgó el teléfono.

-No me decepcione, pequeña Oráculo -dijo, el apodo rodando de su lengua con una mezcla de burla e intriga.

Cielo se puso de pie. Caminó hacia la puerta. Antes de irse, se volvió.

-Mi nombre es Cielo.

Alvarado tomó un sorbo de su whisky, viéndola irse. -Ya veremos.

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