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Me dejó morir, volví por venganza
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Capítulo 5 No.5

La semana previa a la Gala de Comercio Internacional fue un borrón de actividad. Cielo se movía por la Mansión del Real como un fantasma, evitando a Guillermo, que dormía en el ala de invitados. Aún no había firmado los papeles del divorcio. Pensaba que ella estaba fanfarroneando.

En la tarde de la Gala, Cielo estaba en la biblioteca, revisando los planos arquitectónicos del páramo. Ya había contratado a un equipo discreto de topógrafos.

La puerta se abrió de golpe. Escribano de la Vega entró.

De la Vega era el asistente personal de Guillermo, un hombre que se había burlado de Cielo durante cinco años. Llevaba una bolsa de ropa con la punta de los dedos, como si estuviera infectada.

-El señor del Real envió esto -anunció De la Vega, sin molestarse en saludar-. Espera que esté lista a las 7. Y dijo que nada de rojo.

De la Vega dejó caer la bolsa sobre el sofá de terciopelo. Se deslizó y golpeó el suelo.

No se movió para recogerla.

Cielo miró la bolsa, luego a De la Vega. -Recógela.

De la Vega se mofó. Se ajustó las gafas. -Soy un hombre devastadoramente ocupado, señora del Real. No hago limpieza. Llame a una criada.

Cielo se levantó lentamente. Colocó sus manos sobre el escritorio.

-Eres el secretario de Guillermo -dijo-. Pagado por el Fideicomiso Familiar del Real.

#NAME?

-Y yo controlo el 40% de ese fideicomiso -dijo Cielo.

De la Vega puso los ojos en blanco. -Solo póngase el vestido. Es gris. Serafina lo eligió. Pensó que se adaptaba a su... madurez.

Gris. Un color para viejas. Un color para sombras. Serafina estaba tratando de hacerla desaparecer de nuevo.

Cielo tomó su teléfono. Marcó un número.

-¿A quién llama? ¿A Guillermo? -se burló De la Vega-. No atenderá su llamada.

-Seguridad -dijo Cielo al teléfono, su voz goteando autoridad fría-. Habla Cielo Argente-del Real. Revoquen los códigos de acceso del Secretario de la Vega inmediatamente. He marcado sus cuentas de gastos para una auditoría forense con respecto a las "tarifas de consultoría" no autorizadas a las cuentas de la Molienda. A menos que quiera una investigación por fraude, sugiero que se escolte a sí mismo fuera. Tiene cinco minutos.

Colgó.

De la Vega se congeló. Su rostro palideció, la sangre drenándose de sus mejillas. Sabía sobre las "tarifas de consultoría": dinero que había estado canalizando a Serafina por orden de Guillermo, pero enterrado en los libros. ¿Cómo lo sabía ella? Si lo auditaba, iría a prisión.

-Usted... usted no lo haría -tartamudeó De la Vega.

-Ponme a prueba -dijo Cielo, volviendo a su papeleo-. Largo.

De la Vega huyó.

Cielo caminó hacia la bolsa de ropa. La abrió. El vestido era horrible: un saco gris sin forma y desaliñado con cuellos altos de encaje. Parecía algo que una viuda victoriana usaría para un funeral.

#NAME?

-Y tráigame la Colección Dorada de la bóveda.

7:00 PM.

Guillermo estaba en el vestíbulo, revisando su Rolex. Caminaba de un lado a otro. Serafina le había enviado diez mensajes de texto preguntando si Cielo llevaba el vestido gris.

-¿Dónde está? ¿Y dónde diablos está De la Vega? No contesta su teléfono -refunfuñó Guillermo.

El sonido de tacones haciendo clic en la escalera de mármol resonó por el pasillo. Clic. Clic. Clic.

Guillermo miró hacia arriba. Su respiración se detuvo en su garganta.

Cielo estaba bajando las escaleras. No vestía de gris.

Vestía de oro.

El vestido estaba hecho de una tela metálica líquida que brillaba con cada movimiento. Era sin tirantes, abrazando sus pechos y ciñendo su cintura antes de caer en cascada en un charco de luz fundida. Era un vestido que gritaba riqueza. Gritaba poder. Gritaba: Mírame.

Su cabello estaba suelto en ondas glamorosas. Llevaba pendientes de diamantes antiguos que atrapaban la luz del candelabro.

Guillermo se quedó sin habla. Había olvidado que ella podía verse así. Había olvidado que era una Argente.

-Llegas tarde -logró decir, con voz ronca. Trató de convocar su molestia habitual, pero fracasó.

Cielo llegó al pie de las escaleras. No se detuvo por él. Pasó junto a él hacia la puerta, dejando un rastro de aroma a jazmín a su paso.

-La perfección toma tiempo -dijo.

-¿Dónde está De la Vega? -preguntó Guillermo, siguiéndola como un cachorro-. Se suponía que nos conduciría.

Cielo se detuvo en la puerta. El chófer la mantenía abierta.

-Despedido -dijo simplemente-. Tenía mal gusto.

Entró en el coche.

Guillermo se quedó en el camino de entrada, aturdido. ¿Despidió a su secretario? ¿Desde cuándo tenía ella la columna vertebral para despedir a alguien?

Entró en el coche junto a ella. El viaje fue silencioso. Pero por primera vez en años, Guillermo no estaba mirando su teléfono. La estaba mirando a ella.

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