Recuerdo cuando te vi la primera vez. En mi segundo día de clases en la secundaria, en aquel colectivo, era la línea 102 negra. Te detuviste justo a mi lado, parado en el pasillo, junto al asiento donde me encontraba, tan quieta, intentando ser invisible para ti, por la vergüenza. Me pasé un rato largo observándote de reojo, hasta que, unas paradas antes de bajar, seguiste camino hacia atrás.
Cuando te perdí de vista suspiré; eras perfecto. Tus ojos verdes eran grandes y con pestañas largas, tu nariz tenía la punta redondeada y me gustó la idea de pensarte con rasgos de un cachorro. Tus gestos, tu mirada, todo de ti me transmitió paz: y no estuve lejos de lo cierto, eras mi paz. Pero también mi destrucción.
Ahora te veo del otro lado del largo pasillo, la gente se amontona en las ventanillas para esperar expedientes, entre otras cosas. Caminan apurados, al igual que el resonar del gran reloj colgado sobre la entrada del tribunal... Pero nosotros nos mantenemos estáticos, temiendo que si nos movemos todo a nuestro alrededor se derrumbará. Nosotros nos derrumbaremos.
Sólo que... ya lo hemos hecho. Una y otra vez, hasta el día de hoy.
Y hasta que la muerte nos separe, Hunter.