Canción de Medianoche de Courbet
img img Canción de Medianoche de Courbet img Capítulo 4 Soy un desastre, lo siento.
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Capítulo 6 Le corté los pezones. img
Capítulo 7 Así debe ser el infierno. img
Capítulo 8 Algo más que frío y soledad. img
Capítulo 9 ¡Que le den por el culo a Giordano Bruno! img
Capítulo 10 Tierra del Silencio. img
Capítulo 11 Me gustan las personas rotas. img
Capítulo 12 No me dejes morir... img
Capítulo 13 Escuché que tu mujer te abandonó. img
Capítulo 14 El Mago del Valle Crepuscular. img
Capítulo 15 La locura de escribirte... img
Capítulo 16 Te quiero, Mia. Lo voy a hacer siempre. img
Capítulo 17 Prometiste que me amarías, hasta que los mares se sequen. img
Capítulo 18 Sueños de redención y esperanzas. img
Capítulo 19 Epílogo. img
Capítulo 20 Grandes Familias de la Isla Esperanza img
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Capítulo 4 Soy un desastre, lo siento.

El viento giraba en el cielo y cantaba.

Una mariposa azul le hizo cosquillas en la nariz, extendió las hermosas y delicadas alas y voló a través de la brisa... como una hoja arrastrada por el otoño. El mismo viento que hace silbar los mismos arboles, le acarició los rizos dorados como los dedos cálidos de Sam. La noche se esfumó, pero con ella no trajo la claridad. Su mente seguía ensombrecida, embotada en juicios nulos. El pensamiento cuerdo regresaba a ella, pero cada vez que recordaba a aquel joven su vista se nublaba. Era esclava de una prisión de carne y hueso.

-Una redecilla de pelo-le ordenó Sam, sus ojos la hacían flotar en un velo de aceite negro-. Es de oro y la tiene tu señor padre.

Su voz era música hipnótica. Buscó en los armarios, cofres y escondites. Lejos de la mirada atenta de la sirvienta de la casa, Misa. Lo único valioso que encontró fue un relicario de plata con una mujer desnuda grabada, una vieja varita con el mago de marfil, un saquito lleno de huesos y falanges ennegrecidas y un pequeño cofre de joyas, plata y oro. Ninguna redecilla de pelo antigua. Pasaron tres días de su extensa búsqueda. Cuando fue al encuentro con Sam, se excusó de no encontrar nada. El joven la besó, y el sabor de sus labios la desvaneció en una bruma solemne. Las piernas le temblaron con aquel néctar recorriendo su paladar. No podía huir de su magnífica presencia. El día agradable que pasaron juntos se sintió fugaz, ligero.

Esa tarde su padre apareció, se cambió de ropa y la mandó a llamar para que cenaran juntos. Misa preparó un espeso caldo de verduras y quiso acompañarlos, pero Lord Verrochio le dijo que se fuera. No le agradaba la servidumbre, porque la última ama que contrató estuvo robando. Lo último que supo, fue que le cortaron una mano a una de las mujeres que la había criado. Una de las muchas que pasaron por aquella casa de paredes blancas, estampadas de insignias de alquimia, títulos honoríficos, estanterías y retratos.

Friedrich Verrochio se tomó el caldo con una cuchara de plata y los ojos entrecerrados; dos piedras azules, infinitas... No pronunció palabra, hasta que del caldo quedó una película de grasa fría.

-Estás muy hermosa, Annie -dijo ladeando su cabeza.

No pudo evitar sonrojarse. Su padre nunca se dirigía a ella por su nombre, siempre había un rastro de dolor en las comisuras de sus labios. Era cierto... Annie se había puesto un vestido azul muy brillante y una cadena de plata bruñida con un zafiro del tamaño de un huevo de serpiente. Misa la había ayudado a trenzar el pelo y rociar las gotas de perfume.

-Gracias-no pudo evitar sonreír ante la mirada despectiva.

Lord Verrochio también estaba arreglado. Llevaba una camisa de lino muy blanca con el emblema de los Verrochio bordada con hilo de plata en el pecho. La silueta de una ninfa lujuriosa. Un chaleco tachonado de cuero y guantes de piel, casi no se podía distinguir cuál era su mano falsa... casi; los movimientos de sus dedos eran erráticos. Se lavó el cabello rubio plateado con cal y se veía mucho más pálido. No se había puesto la capa negra, que era su orgullo sobre los hombros. Le preguntó sobre las clases de Niccolo mientras tamborileaba la mesa con los dedos.

«Conocí a alguien especial». Se llevó una cucharada del caldo grasiento a la boca. «Quiero pasar el resto de mi vida junto a la suya». Por las noches soñaba con besos, con la proximidad del calor de Sam. Con su olor envolviéndola en la ternura de las mantas. Lo amaba... tanto que la distancia la quemaba. Ardía en su pecho como solo las esperanzas vacías podían hacerlo. Porque no se sentía suficiente para él, tenía el miedo constante de que encontrará a una joven más bonita y dispuesta. Alguien como Louis. Que rompiera sus promesas y sueños por otro persona. Que robaran la felicidad que merecía.

-Bien.

-Entiendo-Su padre asintió mientras sopesaba el caldo-. Hemos vivido muchos años juntos, en la ciudadela. Es por eso que... Te voy a mandar lejos.

Annie se mordió la lengua. Sintió el sabor dulzón y amargo de la sangre en la boca. No pudo evitar mirar el rostro duro de Lord Verrochio con los ojos afligidos.

-¿Qué?-Tenía la voz entrecortada.

-Lejos con los Verrochio, en Pozo Obscuro. Deberías conocer a tu familia en Fuerte de la Ninfa. Afinnius es el castellano, es como un hermano para mí. Vas a ver a tus primos, a tus tíos, a tu abuela. No te va a faltar nada, quizás puedas cursar algunas cátedras en el Jardin de Etoiles. Pero... quiero que estés muy lejos de la ciudadela. Con nuestra familia. Allí estarás a salvo.

-¿De qué?-La rabia lamió su garganta. Quemando su pecho con aflicción. Las emociones que sentía se desbordaban en su rostro... incontenibles-. Estamos en Valle del Rey. La Corte de los Sisley. No hay ciudadela más fortificada. ¡No quiero irme! ¿Qué pasará con...?

-¡No quiero que estés aquí!-le cortó su padre-. ¡Hazme caso! Será lo mejor para ambos. Es peligroso que estés aquí. Quiero protegerte, niña. Como le prometí a tu madre. ¿Qué clase de persona sería si te pasa algo? Yo no puedo cuidarte. No soy... un buen padre.

Annie negó con la cabeza, rabiosa. ¿Eran lagrimas lo que rodaba por sus mejillas? Su garganta quemaba, quería echarse a llorar allí mismo

-¡No!-masculló con la voz cortada-. ¡No lo eres! ¡Nunca lo has sido!

Lord Verrochio la miró con los labios apretados. No podía vivir lejos de Sam. Nunca había sentido una conexión con tanta fuerza hacía una persona. No quería alejarse de sus besos tímidos y adictivos. Sus abrazos tan cálidos... como la brisa del mar acariciando las entrañas. Su rostro claro y soñador, sus ojos abrumados e infinitos. Odiaba a su padre... odiaba al destino por intentar separarlos... y de alguna forma destrozando, su corazón en intento. Estaba rabiosa, melindrosa, irritida.

-Sé qué es difícil de entender, pero no quiero que...

Annie se levantó de golpe e intento salir del comedor. Huir del mal, de aquel opresor que la mantenía cautiva en su cárcel de azúcar. Durante años la ignoró, marchándose con cada oportunidad... ¿Y ahora? ¿Creía que podía venir y decirle que abandone todo lo que conocía? Se mordió el labio con fuerza.

-Por favor-su padre la agarró tan fuerte del brazo que temió que se lo rompiera. Se detuvo. Sentía los dedos duros y fríos de oricalco a través de los guantes de piel-. Escúchame, Annie... No sé.

-¡Te odio!-lo cortó fríamente. Lo dijo con tanta rabia, que los dedos fríos flaquearon y la dejaron ir.

Corrió a su cuarto y cerró la puerta. Se echó a llorar sobre la almohada hasta quedarse dormida. Se había sentido sola muchas veces en la vida, herida. El vacío que dejó su madre al morir no podía llenarse. Nunca la conoció, murió desangrada por el parto. A veces veía a las madres llevando a sus hijos de la mano... y se preguntaba cómo debía sentirse. La calidez de un abrazo maternal. Nunca se sintió querida por su padre. Todos la miraban desde abajo como una niña... Él único que la comprendía era Sam. Era su fuente de calma ante la adversidad. No podía conciliar el sueño, los pensamientos negativos le incomodaban el pensamiento. Pero el cansancio la dominó. El amanecer llegó demasiado pronto. Tocaron la puerta. No supo la razón, la abrió... allí estaba.

-Buenos días-tenía profundas ojeras, tristes-. Esto era de tu madre-sostenía el relicario de plata con la ninfa-. Se lo regalé cuando nos casamos. El día que naciste... ella se lo quitó del cuello y te lo regaló. Todos decían que Annie estaba muy desgarrada, que moriría. Yo no les quise creer... Me aferré a cada guérisseur, a cada medicina. A la esperanza de que su sanación. Pero... no conseguí que se quedará conmigo. Soy un desastre, lo siento. Aún no puedo creer que se fue, mi alma no se contenta con haberla perdido-guardó el relicario en su bolsillo, escondiendo sus emociones-. Tú me recuerdas a esa niña feroz, que... me hizo muy feliz. Perdí al amor de mi vida... me perdí a mí mismo-no quería hablarle, ni verlo a los ojos-. Será lo mejor para ti-le tendió los brazos-. No debemos acabar de esta forma, Annie.

Ella lo rodeó con los brazos y sintió la calidez de su pecho. No sintió nada con aquel abrazo, estaba cerrada a sentir algo por él. Era una cabeza más alto que ella. A través del fino lino, su cabeza tocó un bulto duro. Lo palpó con los dedos.

-¿Qué es eso?

-Esto-se separó bruscamente de ella, un tanto nervioso. Sacó una redecilla de pelo bañada en oro que tenía grabado un símbolo. No lo pudo leer. Estaba atado a una cuerda roja, volvió a desaparecer en su pecho-. Es un colgante sin valor...

Annie tenía el rostro ceniciento. Sentía la sangre coagulada empezando a enfriarse en sus mejillas. Lord Verrochio bajó, se abrochó la capa negra con un broche en forma de mujer y se fue al castillo murmurando que regresaría. Cuando se hizo de noche, no hubo más presencia en la casa que Misa y ella. Annie se colocó una capa de lana verde con capucha, sobre la ropa de dormir, y un par de botas de piel. Salió por la ventana y se deslizó por el tejado de tejas de la casa contigua. Bajó por un escalón hasta la calle. La ciudad dormía en un halo de oscuridad, levemente diluida por lámparas de aceite que morían antes del amanecer. El sereno se paseaba dando vida a las lámparas y anunciando la hora. Sobre las baldosas, flotaba una alfombra de niebla blanca y espesa. Sentía que caminaba sobre una nube...

Faltaba poco para que el ruiseñor comenzara a cantar. Dobló por una calle y un jaque apareció ante ella, en una esquina. La miraba con desconfianza. La espada fina colgaba a la izquierda del cinto y el puñal a la derecha. Ella estaba desarmada. Siguió caminando por aquella calle, echando rápidas miradas detrás.

La luna brillaba cubierta de polvos estelares.

Bajo la luz pálida, las baldosas emitían un misterioso resplandor, y oculto a la sombra de una tasca... El alquimista. La luz blanca teñía su cabello de negro, parecía el mismo ángel de la muerte con la capa negra ondeando sobre la niebla. Annie se acercó sonriendo y unos brazos fuertes la rodearon en torno a la pequeña cintura. El dragón de plata palpitaba como una estrella en su pecho.

-Mi amor -susurró posando la cabeza sobre su corazón ardiente. El olor de Sam la calmaba en las peores situaciones. Se sentía respirando un perfume exquisito.

-¿Lo tienes?

Negó con la cabeza, un dolor le atenazo los ojos. Sam hizo una mueca de aflicción y dejó escapar un largo suspiro... Sentía ganas de abrazarlo, toda la noche... y todas las demás.

-Por favor, Annie-pidió suplicante. La abrazó más fuerte, apretándola contra su cuerpo y ella sintió que un calor nacía en ella. Le dio un beso ligero que le hizo cosquillas en toda la boca-. Hazlo por mí.

Sus ojos de rubí relucían. Aquel beso húmedo le mojó los labios, se relamió el sabor adúltero de la boca y su lengua se incendió. Su paladar echaba chispas mientras la sensación recorría con dedos calientes su pecho. Ahogando sus íntimas revelaciones. Le temblaron los hombros y las rodillas al tocarlo.

-Mi padre quiere llevarme lejos-buscó su cuerpo cálido.

Él le acaricio el rostro, sus dedos recorrieron su cara, erizando el vello de su espalda.

-Entonces-su dedo recorrió su nariz, su mejilla y trazó la línea de sus labios-. Vámonos de aquí. Seamos parte, ambos, de algo más grande que nosotros. Cantemos canciones cuando llegue la medianoche. Tengamos sueños efímeros que duren el resto de nuestras vidas. Vivamos de ahora en adelante, tranquilos, felices.

Un dolor la cegó por un momento. Quiso negarse, pensando en la rabia de su padre. Pero el abandono le profirió un latigazo. Las piernas le temblaron, sintiendo que se dominaba por el esfuerzo. Volvió a respirar su aroma... sintiendo que no podía resistirse. Se dejó llevar por el océano de vino negro... se sumergió, abrazada a su cuerpo desnudo. Dos almas unidas por la transpiración del calor. Las palabras de negación se quemaron en el fondo.

El alquimista le besó la frente. Annie asintió, presa del delirio. Si miraba para atrás, solo encontraba oscuridad. No quería volver a estar sola.

-¿Cuándo?-Preguntó, indecisa.

-Tráeme el recuerdo-le sonrió y sus labios acariciaron su oído-. Te amo muchísimo.

Los nervios de su cuerpo estallaron, aquellas palabras asediaron su cuerpo como una brisa caluroso. No resistía la cercanía del joven. Un cosquilleo la atormentaba, quería sentirlo. Tenerlo, recibirlo... Sus piernas temblaban con solo imaginarlo.

-Mi padre lo tiene puesto-dijo sin pensar.

-Quítaselo.

-No es tan sencillo. Lo tiene colgado del cuello.

Los ojos de Sam brillaron, oscuros. Se separó de ella y buscó en los bolsillos de su capa. Rebuscó en los pequeños bolsillos, tanteando en la oscuridad. Le tendió un frasquito de vidrio con un líquido oscuro muy espeso.

-Una gota.

-Una gota-Annie asintió con severidad y cogió el frasquito con cuidado.

-Una cosa más-en su otra mano enguantada llevaba un pequeño puñal, con la hoja del tamaño de un meñique.

Ella la tomó. Entendía bien para que era.

-No le temas a lo inevitable-la abrazó estrechando sus caderas. El cosquilleo se extendió por sus muslos como pequeños hormigas-. Si miras al abismo de la muerte... te puedes caer. Pero aun así, sigue caminando por el borde.

Entró a su habitación en penumbra. Cerró la ventana. Con el puñal hizo una herida en el colchón y escondió el veneno. El puñal lo guardó bajo las tablas huecas del piso de su cama. La puerta crujió y se abrió. Misa encontró a Annie acurrucada en sus mantas.

-¿Señora?

-¿Sí?-Tenía la voz somnolienta.

-Escuché pasos.

Annie dejó escapar un pronunciado bostezo.

-Era yo-la mentira le salió demasiado bien- No podía dormir, tuve un mal sueño.

La última vela de la noche se extinguió y la habitación quedó en penumbra. Annie no era devota, pero si así fuera... hubiera rezado a algún dios que pudiera escucharla, ayudarla... salvarla. Pero los dioses de alguna forma se mantenían reacios, como siempre... No entendía a las personas que dedicaban sus plegarias a figuras ficticias. Bel... Diana... Los Dioses Muertos.

Su padre tardó una semana en volver. Regresó cansado con aquel brillo opulento en sus ojos azulados... ¿o violáceos? Demacrado como un semidiós famélico. Se había dedicado a dormir, encerrado en su habitación. A esa altura, Misa la había ayudado a empacar todas sus prendas y pertenencias en tres grandes bolsas de viaje. La escolta la llevaría por la mañana a través del Bosque Espinoso, en una larga travesía hasta el sur. La perspectiva de vivir con los Verrochio no le gustaba. No conocía a ninguno. Los sureños eran personas frívolas de carácter malhechor. Ni pensarlo.

-Te voy a extrañar, mi niña-le había dicho la anciana mientras le peinaba el cabello-. Iría contigo, pero ¿quién se va a encargar de esta vieja casa?

El día anterior fue a visitar a Niccolo y se sorprendió de encontrar también a Louis. Lloró junto a ella y abrazó tantas veces a su joven profesor. Hubiera dado cualquier cosa por ver al misterioso alquimista, Sam; pero no lo encontró en ninguna parte. Sabía que la esperaba. Estaba dispuesta a arriesgar todo. A despedirse de todos... Para poder entregarse por completo a él.

Cuando el sol se ocultó. Lloró y lloró en su alcoba, lloró hasta que le escocieron los ojos. Le dolía mucho haber dicho adiós... Aunque todo fuera una mentira. Se levantó en la oscuridad y el silencio. La ciudad dormía, dio pasitos en falso hasta que estuvo de frente con el armario. Allí guardaba una cuarta bolsa de viaje con todo lo necesario: un par de camisas de lino, ropa interior, pantalones, medias de lana, guantes de piel y una bolsita de cuero repleta de oriones de plata y estrellas de cobre. La colocó sobre la cama.

Se vistió con una camisa blanca de lino, un pantalón morado con cinta, medias largas. De entre las tablas del piso, sacó el puñal oculto que le había dado el alquimista y se lo guardó en la manga, atada con un cordón a la muñeca. Subió las escaleras descalza, intentando no hacer ruido y abrió la habitación de su padre. El corazón le latía tan fuerte que le sorprendía que nadie lo notara. Seguía dormido...

Annie había vertido unas cuantas gotas en el té que había tomado Lord Verrochio. No despertaría, ni aunque lo degollaran dormido... La idea la hizo estremecer. El pecho de Friedrich Verrochio subía y bajaba, dormía desnudo. Allí estaba, brillante, dorado: la redecilla de pelo, el recuerdo preciado. La mano plateada de su padre colgaba inerte de la cama, el oricalco llegaba hasta su codo y se fundía con el tejido cicatricial de su brazo.

Dio unos pasos... Friedrich parecía muerto ante ella. Su aliento olía al río, al lodo y a la hierba. Annie tomó con sus pequeños dedos el colgante y tiró con cuidado hasta que la cuerda que lo ataba se tensó, con un movimiento... retiró el puñal afilado.

-¿Annie...?-Murmuró su padre con voz pastosa. Sintió como el suelo se abría bajo sus pies.

Le puso el puñal contra el cuello. Lord Verrochio la miraba como si la situación fuese al revés; y él sostuviera el puñal. Pero no se movía... Luchaba con sus extremidades presas. «Una gota», le había dicho Sam. Pero ella, nerviosa, había dejado caer cinco o siete, o más... La sangre afloró de la piel tierna y blanca del cuello de Friedrich. Un hilo rojo surco el puñal.

-Annie... No.

No podía hacerlo, pero si no lo hacía. Sus sueños se esfumarían en la pomposidad del olvido. Era una decisión de carácter. Tiró del puñal... y la hoja cortó la cuerda, sin hacer el menor sonido... ni resistencia. Cogió la redecilla de oro... Era un objeto muy pesado. No sabía lo que era. Salvo que era muy importante.

-No, Annie... Eso... es...

Al parecer tampoco podía articular palabra. Era un estado en el cual no se podía mover, pero estaba despierto. Salió de la habitación con los nervios destruyendo su estómago y estuvo a punto de caerse cuando subió corriendo las escaleras. Entró a su habitación, se calzó unas botas de viaje hechas de un duro cuero, sobre los hombros se colgó una capa verde oscura y sujetó el bolso de viaje mientras salía por la ventana, repitiendo el mismo proceso.

La calle Obscura estaba desierta. Una oscuridad vibrante teñía el cielo de caos... Apuró el paso a zancadas. Pero se paró en seco cuando un guardia, apareció frente suyo... Reparó en ella, ceñudo, y se acercó, dando largas zancadas con una mano extendida mientras decía algo indescifrable.

No pudo hacer más que correr...

Estaba tras ella, bajó una escalinata resbalosa por la llovizna y se metió en un callejón obscuro mientras esperaba. Allí nadie la vería... estaba seguro de ello. Una sombra tanteó la oscuridad, junto a ella y la tomó de los hombros. Le tapó la boca hasta que dejó de gritar, luego la besó, era un beso ardiente que le dejó las facciones encendidas. El rostro de Sam apareció flotando, hacía ella... en sueños.

-¿Lo tienes?

-Síse sacó la redecilla de oro del bolsillo de la capa

-Bien.

La tomó de la mano con fuerza y la condujo calles abajo. Iban más corriendo que caminando, y desde los tejados algunos guardias parecían seguirlos con la mirada. Algunos hasta hablaban entre ellos... Era extraño. Los guardias raras veces vigilaban las calles. Eso era trabajo del sereno.

-Lord Verrochio prohibió salir de la ciudad-replicó Sam-. Toque de queda para cualquiera que ande despistado en la noche.

Desde lejos... escuchó unas voces alarmadas y unos silbidos. Miró de reojo. Las sombras purpúreas la seguían con lanzas en ristre. Sam tiraba de ella, subieron escaleras de piedra hasta un empinado tejado esculpido sobre un edificio cuadrado. La luna no se dejaba entrever en las nubes negras. Saltaron entre los tejados más pequeños, como si bajarán por una escalera bizarra y bajaron a un estrecho callejón. Los hombres pisándole los talones les perseguían desde la calle, por recodos y atajos. Los guardias le cerraban el paso del callejón con las lanzas relucientes. Dos mujeres los señalaban desde los tejados con el acero desenvainado. Annie se dio cuenta de que no había salida y miró en derredor, esperando... Pero la oscuridad del callejón, desapareció repentinamente.

Las chispas rojas volaban, perdiéndose en los jirones de oscuridad... Provenían de los guantes negros del alquimista. Esencia roja, salvaje; la esencia de los dragones. Súbitamente, un millar de chispas rojas nubló su visión. El aire olía a tormenta... Podía sentir una tempestad. El perfume de las rosas. Un rayo rojo deslumbró dentro de su cabeza y se sorprendió de que la boca le supiera a sangre. La esencia formó a un ruiseñor de energía viviente, era todo fuego rojo; místico. Sam levantó sus manos y el pájaro, como un relámpago... se desprendió de sus palmas, proyectándose en la noche. Dejó una estela rosácea al hundirse en el rostro de un hombre, con un estallido de hueso y sesos. La fugaz mancha roja viró en el aire y se estrelló contra otra cabeza. Escuchó que reventaba como un huevo. La noche entera se formó de chispas rojas. Plumas que suelta un ángel al volar. Una de las mujeres cayó junto a ella, lo que quedaba de su cabeza era una masa de sanguínea de cabellos chamuscados.

Annie sintió nauseas al pasar junto a los cadáveres, a muchos se les veía el cerebro expuesto, regando las calles. Echó a correr de la mano de Sam. La esencia desapareció como una mota de polvo. Su corazón palpitaba a toda velocidad, desenfrenado. Las calles se sucedían una tras otra... Los guardias armados aparecían ante ellos como fantasmas burlones. Sin saber cómo, se encontraba a oscuras, olía a tierra mojada y excrementos viejos. Habían entrado en una abertura oculta entre los edificios. Se deslizaron tomados de la mano, pegados a aquel muro de piedra fría. Pisaban una alfombra de desperdicios, doblando por secciones estrechas. La luz acarició sus ojos, descubrió las lámparas de aceite de un bar desolado. La calle se abría con arboledas. Las puertas de la ciudad brillaban... Los ribetes de hierro lanzaban destellos desde los gruesos portones de madera. Estaban selladas con un grueso tronco, junto a ellas, un túnel en la muralla servía de peaje, cerrado con un rastrillo de bronce.

El rastrillo estaba subido y... no se veía a nadie..

-Vamos-le dijo el alquimista.

Por primera vez aquella noche. Annie sentía alivio... Sam sonreía y junto a él se irían... lejos. Quizás él la haría una verdadera mujer. Estaban pasando bajo el rastrillo, atravesando el túnel de ladrillos, escapando de sus captores. A la distancia, se mostraban los primeros árboles oscuros de la espesura. Allí nunca los encontrarían. Dos lanzas se cruzaron delante de ellos. Había dos guardias esperándolos, afuera. Uno alto de nariz ganchuda y barda azul y otro bajito con un casco de bronce. El alto estuvo a punto de clavarle la punta de la lanza entre los ojos a Sam.

Escucharon gritos y una docena de guardias se acercaban, detrás ellos. Los silbatos reventaban el silencio del anochecer. Las piernas le temblaban de miedo. El hombre pequeño la tomó de la muñeca y la acercó a él con brusquedad. Sam agarró la lanza del alto con las dos manos, lo golpeó con el asta en la cara y se la arrancó... Con otro golpe en el rostro, Sam lo derribó. El guardia escupió dos dientes, entre maldiciones. Intentó incorporarse, escupiendo sangre, y la punta de la lanza se partió en su garganta.

El enano tembló de pavor, así que¡Annie sacó su puñal y se lo clavó en el brazo. Gimió de dolor y ella se liberó, se agachó antes de que la lanza pasará sobre su cabeza y le abriera una sonrisa roja en el cuello al hombre, una llovizna de sangre la roció.

Un montón de guardias atravesaban el túnel. Sam lanzó la lanza, con movimiento, y el rastrillo cayó con estrépito sobre los cantores... Las puntas afiladas del rastrillo cayeron sobre ellos, con gritos de espanto y quejidos de dolor. Los guardias armados levantaron el rastrillo y atravesaron el túnel.

-¡Corre!-Le gritó el alquimista mientras apuntaba a uno con un puño cerrado y murmuraba por lo bajo-. ¡Lejos!

-No-pidió ella con los ojos anegados de lágrimas-. ¡No me quiero ir sin ti!

Un estallido resonó en sus oídos y un chorro de luz roja fulminó a un hombre... Annie sintió que sus piernas protestaban, pero... corrió mirando el rastrillo temblar. Se volvió para ver a los perseguidores Uno de los guardias cruzó hasta donde estaba, a zancadas. Su altura y tamaño la intimidaron. Levantó un hacha afilada para separarle la cabeza del cuerpo, sin reparar en que era una niña. Annie cerró los ojos, liberando la orina retenida en su vejiga. Un estallido rojizo la cegó. Un agujero oscuro apareció en el pecho del hombre... cayó de bruces sobre un charco rojo.

-¡Huye al bosque!-Sam se detuvo bruscamente, para esquivar una lanza, sus piernas se enredaban con la capa negra mientras los cuerpos se apilaban a su alrededor. Empuñó una lanza y le abrió la cabeza a un hombre-. ¡Yo te alcanzo! ¡Te lo prometí! Adonde vayas yo estaré... ¡Llévate lejos ese colgante!

Sam murmuró lo que parecía ser un conjuro. Levantó el puño y un haz de luz roja alcanzó a un guardia en el torso, sus intestinos estallaron como serpientes enloquecidas. La indecisión la dominaba, escondiéndose en el follaje. No podía pensar con claridad. Tenía los pantalones manchados de orina. Pero la palabra seguía en su cabeza... Una ordenanza le impidió seguir pensando y sus pies se pusieron en movimiento. Corrió sin mirar atrás, escuchando estallidos cada vez más lejanos. El rumor del acero. Corrió a la oscuridad, a los árboles, al bosque... Lejos, sola, en peligro... No veía a Sam. Sus piernas tropezaban. Las raíces le aporreaban los zapatos y el bolso le rozaba la espalda.

La espesura de árboles siniestros se abrió para envolverla y devorarla. Desapareciendo para siempre en la negrura abominable de su vegetación impenetrable.

            
            

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