―Nunca amé a nadie como te amo a ti y estoy segura de que nunca lo volveré a hacer, perdóname porque debo marchar, mi lugar no es este.
―No me puedes hacer esto, creí que éramos felices.
―Y lo somos, amor, yo soy muy feliz contigo.
―¿Por qué no te quedas, entonces?
―No puedo, ya te dije, yo pertenezco a otro lugar.
―¿Qué lugar es ese?
―¿Qué parte de que ella no pertenece aquí no te quede claro? ―preguntó Mala'ikan, que apareció de la nada.
En esa ocasión venía acompañado por una mujer de mirada de fuego, literalmente; con una sonrisa desafiante y llena de odio.
―¿Tú otra vez? ―dije enojado.
―Se te han otorgado demasiados privilegios ―le dijo a mi mujer, sin tomarme en cuenta a mí.
―Lo sé, sé que debo irme, de hecho, me estaba despidiendo en este momento ―contestó, sumisa, mi Luna.
―Y yo no quiero que se vaya ―repliqué sin miedo.
Mala'ikan soltó una carcajada que retumbó en el aire.
―Medonte, por favor ―repuso mi Luna.
―Mamá, ¿no pudiste escoger mejor a tu nuevo hombre? Es un idiota ―dijo la mujer que acompañaba a Mala'ikan.
―¿Mamá? ―repetí sin comprender.
Esa mujer se acercó a mí sin dejar su cínica sonrisa.
―Sí. Mamá ―replicó―. No te creas el único hombre en la vida de mi mamá, ni el más importante. No eres el único enamorado de la Luna ni el único al que ella le ha hecho caso. No eres exclusivo en su vida.
―¡Catalina! ―gritó mi Luna.
―¿Digo mentiras, madre? ―le preguntó sin dejar de observarme.
―¡Basta! ―ordenó.
La tal Catalina hizo un gesto de desagrado y se volvió hacia su madre.
―¿Qué vas a hacer, me vas a mandar a mi cuarto? No tienes poder sobre mí.
―Tengo.
Mi Luna alzó su mano, sin embargo, un látigo de luz que envolvió su muñeca, la detuvo.
―Ni se te ocurra ―advirtió Mala'ikan.
Yo avancé un paso para proteger a mi mujer, pero fui detenido por Catalina que me dejó inmóvil con algún tipo de hechizo.
―Luna... ―musité.
―Te irás y ya no volverás; de ahora en adelante, se te niega la entrada a este mundo. Los dioses han hablado ―profetizó.
―¡No! ―gritó, Luna, desesperada.
Yo luché por liberarme, pero fue inútil, esa mujer tenía mucho poder.
―Déjala en paz ―ordené.
―Y si no, ¿qué? No tienes oportunidad, Medonte ―se burló Mala'ikan.
―¿Qué quieren?
―Yo estoy a cargo del equilibrio cósmico y que ella continúe aquí significa desequilibrio en el universo. Debe volver y tomar su lugar, el lugar que le corresponde.
―Su lugar está aquí, con su familia.
―¿Qué familia, Medonte? ―ironizó la mujer―. Como mucho fuiste una calentura para ella. Familia. Por favor.
Cerré los ojos, quise gritarles que teníamos una hija en común, sin embargo, no me pareció prudente.
―Déjenlo a él ―suplicó mi Luna―, yo me iré; a él déjenlo tranquilo.
―Perfecto. Que así sea ―accedió Mala'ikan de buena gana―. Despídete.
Luna se acercó a mí y me dio un corto beso en los labios.
―Te amo ―me abrazó―, cuídate... mucho.
―No te preocupes, cuídate tú.
Mala'ikan lanzó un hechizo y mi amada Luna subió a los cielos en un espiral de brillante luz blanca.
Catalina me soltó del hechizo en el que estaba inmerso y confieso que tuve miedo, estaba inerme ante dos poderosos sin escrúpulos.
―Agradece mi indulgencia para contigo y los tuyos ―expresó Mala'ikan―, debería destruirte a ti y a todos los que te rodean, no permitas que me arrepienta de dejarte vivo.
―¿Qué esperas de mí?
―Nada. ¿Qué podría desear yo de un humano?
―¿Entonces?
―Tu destino está marcado al igual que el de tu padre y no seré yo quien lo acelere.
―¿Quién eres en realidad?
―Ya te lo dije, soy Mala'ikan, el Ángel de los muertos.
―¿Y qué tienes que ver con Luna?
―Mucho más de lo que crees. Fuimos creados para estar juntos, ambos somos de la misma naturaleza y a ambos nos separaron al caer, a ella la enviaron a vigilar y a cuidar la Tierra y a mí de su gente cuando terminaran su paso por este lugar. Por eso no me apresuro contigo, Medonte, estoy seguro de que nos volveremos a ver.
Me sonrió con burla y desapareció.
―Si por mí fuera, te mataría ahora mismo ―aseveró Catalina antes de evaporarse en el aire.
Yo guardé silencio. Mi mujer se había ido y mi hija necesitaría de mí, no podía arriesgarme a que me asesinaran y dejarla sola.
Licurgo puso su mano en mi espalda.
―¿Qué fue eso, hermano? ―me preguntó.
―¿Qué viste?
―Todo. Desde que aparecieron esos dos de la nada.
―¿Me estabas espiando?
―¡Por supuesto que no! Yo estaba en la torre, por más que haya paz, se siente un ambiente extraño, yo siento el aire enrarecido y creo que este sosiego no es más que el preludio a un fin inevitable.
―¿Qué te hace pensar en eso?
―No lo sé, hermano, llámalo como quieras, pero creo que los dioses están hablando, el fin se acerca a pasos agigantados.
―Espero que te equivoques, Licurgo, ambos tenemos hijos a quienes proteger y si, como dices tú, llega el fin, ¿qué ocurrirá con ellas?
―¿Crees que no me lo he planteado? Pero, ahora, dime, ¿quiénes eran esos y qué hacían aquí? ¿Dónde está Selena?
―Selena se fue.
―Eso lo vi, Medonte, quiero saber cómo fue eso.
―Ella no pertenecía aquí, yo siempre lo supe, pero creí que podría torcerle la mano al destino y ya ves, no fue así.
Una lágrima cayó por mi mejilla.
―Lo siento, hermano.
―Gracias.
―Y los otros dos, ¿eran dioses también?
Alcé mis ojos hacia mi hermano.
―No era difícil darse cuenta de que tu mujer no era de este mundo, no era una humana común.
―Es la diosa lunar. Y los otros dos... Uno era Mala'ikan.
―¿El Ángel de los muertos?
―¿Lo conoces?
―Por las historias que, si las hubieras escuchado, conocerías.
―Bueno, él. Y la otra, Catalina, es la hija de Selena.
―¿Su hija?
―Sí.
―Pero...
―Es mala, hermano, esa mujer es perversa, es cosa de verla una vez y basta para percibir su maldad.
―¿Te amenazó?
―Si de ella dependiera, estaría muerto, Mala'ikan me dejó vivir.
―¿Mala'ikan te dejó vivir?
―Sí. ¿Te sorprende?
―Por quien es, me sorprende.
―Son seres sin escrúpulos, estoy seguro de que dejarme vivo no fue por hacer un bien, precisamente.
―¿Crees que tenga segundas intenciones?
―No lo creo, estoy seguro y sé que debo cuidar de mi hija y mi familia.
―Y de nuestro pueblo ―agregó mi hermano.
―Y de nuestro pueblo ―acepté.
―Vamos adentro, mamá no se siente bien.
―¿Qué le ocurre?
―Creo que no tardará en ir a reunirse con nuestro padre.
No comenté nada, desde el día de la muerte de su esposo, mi madre había entrado en una especie de depresión tal que hubo días en los que no era capaz siquiera de levantarse a comer.
El sacrificio de mi padre como rey, el entregarse a la muerte por su pueblo, solo retrasó los acontecimientos, si bien era cierto los dorios retrocedieron en su momento, nuevas noticias nos informaban que muy pronto estarían de vuelta. Y aquella vez sería definitiva nuestra derrota.
Lo que no me esperaba fue lo que trajo consigo la victoria de nuestros enemigos, pues entonces comenzó la verdadera batalla para mí y el inicio de una guerra que estaba dispuesto a ganar, sin importarme el tiempo que tardara.