-Bueno, entonces esperaré al cinco -dijo mientras apoyaba un codo al mesón de madera-. Dile a tu mamá que le fiaré cuando cancele la cuenta.
-Pe-pero... señor... por favor.
-Aunque... puedo perdonar la deuda si me entregas tu virginidad. -Desplegó una sonrisa retorcida y se inclinó más hacia ella, golpeándola con su pestilente aliento-. Es un trato justo... ganaremos los dos, ¿aceptas?
La respiración de Emilia nuevamente se contuvo y su rostro se volvió algo sombrío.
-Ayudarás a tu mamá, ¿no quieres ayudarla, Emilia? -dijo el hombre aun sosteniendo su sonrisa retorcida que mostraba sus dientes torcidos y sucios. Empezó a alargar lentamente una mano con intención de tocarla.
Emilia se volvió muda. Estaba perpleja, sus manos sudaban y temblaban.
Un joven que llevaba puesta una chaqueta negra se posó a la derecha de Emilia, interrumpiendo por completo la conversación entre ella y el tendero.
-Buenas noches -saludó al viejo gordo-, una cerveza, por favor.
El hombre con un rostro serio y un tanto amargado se dirigió a buscar la cerveza.
Emilia no sabía quién era aquel joven, pero, deseaba que se quedara a su lado hasta que el tendero le diera su pedido.
Por un momento subió la mirada por encima de su hombro y vio a un joven alto, de cabello negro y con piel un poco bronceada por el sol. Se veía mucho mayor que ella, debía tener alrededor de unos veinticinco años.
-¿Te estaba molestando? -preguntó el joven.
Aquello sorprendió a Emilia, ¿acaso se dio cuenta de lo que estaba sucediendo? ¿No se posó a su lado por casualidad?
-Eres la amiga de Amanda, ¿no? -dijo el joven.
-Ah... ¿Amanda? -Emilia lo miró fijamente un tanto dudosa.
-Eres la chica que llegó hace dos días a mi casa para hacer un trabajo con Amanda.
Y fue ahí donde Emilia lo recordó, él debía ser Antony, el hermano mayor de Amanda; ella hablaba mucho de él. Lo fastidioso que era y las muchas discusiones que tenía con su madre. Llevaba dos meses viviendo en la casa y, según Amanda, por su culpa el hogar se volvió un infierno.
-Sí, soy amiga de Amanda -respondió Emily.
-¿Qué hace una jovencita tan sola en este bar? -preguntó Antony.
La chica se ruborizó y rodó la mirada por la terraza del bar que también funcionaba como tienda de conveniencia. Los borrachos estaban agolpados en las sillas, con las mesas llenas de botellas de alcohol.
Los ojos color miel de Antony la escrutaban con minuciosidad. Emilia, ruborizada, subía tímidamente los hombros. La pregunta aún retumbaba en la mente de la jovencita sin saber qué responder.
-¿Qué hace una jovencita tan sola en este bar? -Volvió a preguntar Antony, dispuesto a recibir una respuesta.
-Necesito llevar el pedido -respondió Emilia en un hilo de voz.
El joven se acomodó en su puesto para verla mejor, inclinando su ancho pecho hacia ella. Emilia, siendo delgada y un poco baja a comparación del fornido joven, se veía sumamente indefensa a su lado. Sin duda alguna era sumamente guapo: cabello liso, nariz respingada, labios rosados y carnosos; con sus botas, pantalón baquero y chaqueta negra de cuero se veía informal, de esos hombres que no deben arreglarse tanto para dar a relucir su belleza.
La garganta de Emilia estaba seca y sus mejillas sumamente rojas, algo que la avergonzaba cada vez más. Él la rescató de un momento sumamente incómodo que fue causado por su madre y su vida inestable que la tenía sumida en una gran desgracia.
-¿Pedido? -preguntó Antony.
-Sí, para mi casa -respondió ella, dispuesta a no decir nada más.
-¿Ese viejo te estaba molestando? -preguntó Antony.
Emilia bajó por un momento la mirada, no quería hablar de sus problemas con un desconocido.
-Si te está molestando, nada más tienes que decirme y yo me encargaré de él -le dijo el joven-. Conmigo estás a salvo.
-La cerveza -dijo el tendero poniendo la botella fría sobre el mesón frente a Antony.
El joven rodó una butaca alta de madera y se sentó en ella, prácticamente custodiando a Emilia de aquel depravado que intentaba aprovecharse. Tomó un tragó de su cerveza mientras pasaba una mirada por Emilia y desplegó una sonrisa torcida.
El señor Francisco se veía molesto, por momentos rebuznaba al darse cuenta de que ya no podría seguir el tema si aquel joven estaba pendiente de Emilia.
-Bien, dame la lista -ordenó el hombre mientras extendía la mano izquierda.
Emilia le pasó con rapidez el papel, aliviada al saber que no se iría con el estómago vacío la mañana siguiente.
El hombre comenzó a poner tomates, cebollas, huevos y otras cosas más encima del mesón.
-¿En qué curso estás? -preguntó Antony.
-Décimo -respondió Emily confundida, ¿acaso no sabía que estudiaba con su hermana?
-¿Cómo te llamas?
-Emilia.
-Soy Antony.
-Lo sé -informó la joven.
-¿Sí? -inquirió Antony.
-Amanda habla mucho de ti.
Antony soltó una pequeña risita mientras negaba con la cabeza.
-Me imagino las cosas que te ha dicho de mí -soltó con un tono decepcionado.
-Te odia y te ama al mismo tiempo.
-Como todos en esa maldita casa -bufó Antony y después le dio un trago a su cerveza.
Emilia no necesitaba que le contaran mucho para darse cuenta de que Antony era la oveja negra de la casa. Todos parecían tenerle envidia, ¿y quién no? Era hijo único de un hombre millonario que recién había muerto de un ataque al corazón y le dejó toda su herencia.
El señor Francisco comenzó a sacar la cuenta de toda la compra, extendió la bolsa a Emilia y sacó una libreta en mal estado con hojas arrugadas, buscó la cuenta entre el montón de números y tachones, hasta llegar a una suma bastante extensa en la cual, al final, donde parecía que no cabía un número más, escribió una cifra que le pareció muy elevada a Emilia.
La jovencita notó que hacía falta la cartulina y los marcadores.
-Señor Francisco -llamó la joven-, ¿no tiene marcadores y cartulina?
-Sabes que yo no vendo eso.
-Pe-pero, su esposa sí.
El hombre dejó salir un bufido y alzó la mirada de la libreta.
-Esa es mi esposa y ella no fía -aclaró de mala gana-. Eso ya te toca comprarlos.
Emilia acentuó con la cabeza, sus mejillas se ruborizaron en gran manera y sentía un impulso de salir corriendo de aquella tienda que en realidad era más una cantina de mala muerte.
-Dile a tu mamá que, si mañana no me paga, ni se aparezca por aquí, que vea cómo come en estos días -gruñó el hombre-. Lo único que hace es pedir y pedir, pero no paga.
-Sí, señor -aceptó Emilia.
El hombre cerró la libreta con sequedad y observó fijamente a Emilia, barriéndola de pies a cabeza.
-Piensa en lo que te dije -agregó y sonrió sombríamente.
La mirada de la jovencita trataba de enfocarse en un lugar donde no viera el rostro de aquel hombre y, además, no tuviera a la vista a Antony; le parecía vergonzoso, estaba siendo humillada frente a él.
Emilia salió a gran prisa de la tienda sin despedirse del joven. Antony se quedó con más preguntas que respuestas, desde hace días la venía observando cuando lograba encontrarla en la casa de su madre, le encantaba la belleza de Emilia, además de su gran inocencia y ternura; pero ahora veía que estaba desprotegida, no tenía nadie que la ayudara en aquel mundo malvado que la consumía.
Y mientras la veía desde una ventana cruzar la carretera, se prometió que sería él quien de ahora en adelante la protegiera de todo aquel que intentara hacerle daño, comenzando por el tendero.