El sol bañaba con su luz dorada la inmensa hacienda Montenegro. Los caballos relinchaban en los establos y el sonido de los pájaros daba vida a la mañana. Arturo Montenegro, el dueño de la hacienda, salió de su estudio con paso firme, vestido con su chaqueta de montar y las botas relucientes. Su expresión era serena, pero en su mirada se ocultaban secretos que solo él conocía.
Al llegar al gran patio, vio a su hijo Arturo y a Juan jugando en la tierra. Ambos niños, de la misma edad, reían despreocupados mientras correteaban con un pequeño balón de cuero. El hombre se detuvo y los observó por un momento, con una leve sonrisa en los labios.
-Quiero que siempre estén juntos -dijo con voz grave pero cálida-. Que se quieran como dos hermanos.
Los niños alzaron la vista y sonrieron. No entendían del todo el significado de aquellas palabras, pero asintieron con entusiasmo antes de volver al juego.
Desde la ventana del gran salón, Carmen observaba la escena. Su mirada se oscureció al escuchar esas palabras. Apretó los labios con fuerza, sintiendo cómo su corazón latía con furia en su pecho. Sabía bien quién era Juan y lo que representaba. Aquella escena, que a otros les parecería entrañable, a ella le resultaba insoportable.
El hombre, ajeno a la tormenta en el corazón de su esposa, se dirigió hacia los establos, montó su caballo y cabalgó hacia los campos, sin imaginar que esas palabras quedarían grabadas en la mente de su esposa y cambiarían para siempre el destino de esos dos niños.
El capataz de la hacienda lo vio partir y luego dirigió su mirada hacia doña Carmen, quien observaba con atención cómo su esposo montaba su caballo y se alejaba. Pasaron unas cinco horas y, de repente, el caballo de don Arturo regresó solo. Al ver la escena, el capataz sintió un mal presentimiento y salió corriendo hacia la casa principal.
-Disculpe que la moleste, señora, pero el caballo de mi patrón ha regresado sin él -informó con urgencia.
Carmen se asustó de inmediato, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo. Sin perder tiempo, dio órdenes para que organizaran una búsqueda inmediata.
El capataz inició la búsqueda con una mezcla de urgencia y pesar, recorriendo cada rincón de la hacienda y sus alrededores. Tras horas de incesante búsqueda, el silencio fue roto por un grito desgarrador: en un paraje apartado, encontraron a Arturo sin vida. Con manos temblorosas, el capataz levantó el cuerpo inerte y lo llevó de regreso a la hacienda, donde se dio aviso a las autoridades.
El joven Arturo, hijo del difunto, no pudo contener las lágrimas al llorar la muerte de su padre, ese pilar que había marcado su vida con amor y protección. En cambio, Carmen Montenegro, la implacable matriarca, no derramó ni una sola lágrima. Con la frialdad que solo el dolor endurecido puede otorgar,
tomó el mando de la hacienda, asumiendo sola la carga de la familia.
Transcurrió un año en el que la tristeza y la amargura se hicieron presentes en cada rincón de la casa. Fue en uno de esos días grises cuando Carmen, recorriendo los jardines de la hacienda, divisó a Juan jugando con el pequeño Arturo, que en ese entonces apenas contaba con ocho años. La imagen despertó en ella un rencor profundo, recordándole secretos y heridas del pasado que jamás quiso olvidar. Sin titubear, se acercó a ellos y, con voz cortante, ordenó:
¡Fuera de mi hacienda, tú y tu madre!
El joven Arturo, con la inocencia y el dolor mezclados en su mirada, alzó la voz tratando de recordar las palabras de su difunto padre:
¡Mamá, no, no! Papá dijo que crecieramos juntos...
Pero la determinación de Carmen fue inquebrantable. Entre gritos y lágrimas contenidas, volvió a ordenar con vehemencia:
¡Ya te dije que no quiero que te juntes con ese bastardo!
El ambiente se llenó de una tensión insoportable. Los gritos resonaron entre los muros de la hacienda, marcando no solo el rechazo a Juan y a su madre, sino también el trágico quiebre de una promesa de unidad y amor. Ese día, la inocencia del pequeño Arturo se vio empañada por la amarga decisión de su madre, un eco del pasado que se negaba a ser olvidado y que anunciaba la llegada de nuevos y oscuros capítulos en la historia de los Montenegro.
El ambiente se llenó de una tensión insoportable. Después de que Carmen ordenara la expulsión de Juan y su madre, el pequeño Arturo, con la inocencia y el dolor mezclados en su voz, intentó rebatir:
-¡Mamá, ¿por qué votaste a Juan de esa manera?!
-¡Ya basta!
Pero la respuesta de Carmen fue tan fría como implacable:
-Arturo, vete a tu cuarto. Ahora no entiendes nada. Cuando seas un hombre, me vas a dar la razón. -Lo miró con dureza antes de repetir con más fuerza-. ¡Ahora, vete a tu cuarto!
El niño, confundido y herido, se apartó lentamente mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Esa orden, que no solo separaba a dos vidas, sino que también marcaba la pérdida de la inocencia, resonó en los muros de la hacienda, dejando una cicatriz profunda en el alma de Arturo.