Máximo, mi esposo y jefe, siempre decía que sus manos estaban hechas para diseñar, no para ensuciarse, mientras las mías levantaban nuestro imperio arquitectónico.
Un día, mi mundo se congeló al ver su publicación en Instagram: sonreía radiante en un viñedo, con las manos manchadas de uva, junto a una descripción cínica sobre "hombres de verdad que cierran tratos en la ciudad y cosechan en el campo".
El lugar no era cualquiera; era la viña familiar de Leon, nuestro junior de arquitectura, el mismo al que Máximo, según él, había tenido una "reunión de emergencia" fuera de la ciudad.