Llueve. Lleva toda la noche lloviendo, y ahora que comienza a clarear el cielo puedo ver a través de mi ventana como las nubes grisáceas no han cesado de escupir gotas sobre las aceras, las cuales reflejan la mortecina luz de las farolas que aún continúan encendidas.
Llueve. En la calle no se ve ni un alma. Parece el fotograma sustraído de una de esas viejas películas postapocalípticas que se pusieron de moda en la década de los noventa: coches aparcados desde quien sabe cuándo; inmensos charcos con la superficie plagada de ondulaciones circulares; un par de gorriones atusando su plumaje sobre la barandilla de una terraza; una suave brisa mece las ramas plagadas de brotes verdes que comienzan a asomar con la llegada de la primavera. Visto tras el filtro de gotas de lluvia, el mundo parece sumido en un embriagador sueño del que no sabe cuándo despertará o querrá despertar.
Llueve. Me quedo ensimismado viendo los gruesos goterones que resbalan por el cristal; sus reflejos, distorsiones y refracciones. Sus hipnóticos recorridos verticales hacia el suelo son el prisma por el que miro este nuevo amanecer que llora desconsoladamente. Desde mi perspectiva parece como si afuera se moviera un universo extraño; una dimensión paralela con su propia física y su propio tiempo, desconocedora de lo que acontece en nuestra realidad. Otra dimensión en la que parece no existir la prisa que mueve los engranajes oxidados de nuestra sociedad. Una dimensión sin nada más que hacer, que descargar las lágrimas acumuladas tras milenios aguantando el lloro. ¿Dejará algún día de lamentarse?
Llueve. Escucho el lejano sonido de una puerta cerrarse entre el repiqueteo de las incesantes gotas de lluvia en la ventana. Es probable que se trate de algún vecino sacando a pasear a su mascota. Lo típico, un fugaz y discreto paseo a los jardines de enfrente del bloque de viviendas colmena para que haga sus necesidades y vuelta al encierro, no vaya a ser que pase una patrulla policial, le pare y le comience a hacer preguntas incomodas. Las preguntas siempre son incomodas en una situación tan crítica como esta. ¿Lleva usted la documentación del animal encima? ¿Está en regla? ¿Cuántas veces lo saca usted al día? ¿Cuál es su dirección? ¿Tiene usted algún tipo de síntoma? Las preguntas en estos tiempos inciertos generan miedo, impotencia y ansiedad. La misma historia de siempre desde que comenzó este interminable tormento.
Llueve. ¿Cuánto tiempo llevamos encerrados ya en casa? Tengo la amarga sensación de que las paredes se encogen día a día; hora a hora; minuto a minuto. Recuerdo con profunda tristeza aquellos primeros días en los que pensábamos que pronto podríamos disfrutar de nuevo de nuestra libertad, pero el tiempo fue pasando, y ante el horror que se repetía a diario, las medidas para intentar paliar la pandemia que nos asola se tornaron cada vez más contundentes y opresoras, y ahora mismo no parece haber ninguna esperanza visible en el horizonte. ¿Dónde quedaron aquellos primeros atisbos de solidaridad en la población? Salíamos en masa a aplaudir desde las ventanas y terrazas a todos aquellos que luchaban incansables por contener la enfermedad. Aquellos que se exponían a la infección por todo el resto de nosotros: médicos, enfermeros, trabajadores de la limpieza, cajeros y reponedores de supermercado... Era algo realmente bello el salir y escuchar el eco de los miles de aplausos en la distancia. Esa sensación de ánimo; de formar parte de algo grande; inmenso; inútil. Todos sin excepción murieron. Incluso los más resistentes al patógeno acababan contagiados y la enfermedad hacia estragos en su debilitado organismo por la continua exposición a nuevas mutaciones de cepas cada vez más virulentas.
Llueve. Me vienen a la cabeza una y otra vez las escalofriantes imágenes que no dejaban de emitir los telediarios y los programas sensacionalistas. Esos fríos pasillos de hospital atestados de gente enferma por todas partes. Sentados en sillas, de pie, tumbados en el suelo tapándose con una manta. La enfermedad no hacía distinciones de color, religión, origen o clase social. Gente desesperada llorando, convulsionando y observando impotente como a cada rato se llevaban en camillas a gente por la que no se podía hacer ya nada. Cadáveres directos al crematorio en bolsas opacas y negras.
Llueve. Las nubes grises que cubren el cielo no permiten que olvide los nubarrones negros saliendo sin cesar de las chimeneas. Al menos ahora es agua. Preciosa agua; fuente de vida. Gotas de lluvia y no la ceniza que caía lenta y silenciosa aquellos oscuros días. Era como nieve grisácea que se acumulaba sobre todo lo que estuviese al descubierto, que hacía que todo se viera con un filtro granulado de tonos grises apagados.
Llueve. Llena mi olfato el sutil aroma a petricor y no el olor de aquellos días. Aquella hediondez. ¿Existe alguien capaz de olvidar el olor a muerte? Ese olor capaz de impregnar todo. Salías a la calle y regresabas oliendo a muerte. Ni duchándote y restregando a conciencia el cuerpo con jabón y perfume, eras capaz de eliminar ese olor de las fosas nasales. Era como si quedara incrustado en el hemisferio cerebral que procesa los olores. Aquel que olía la muerte ya no era capaz de olvidar jamás su nauseabundo pestazo. Aún hoy, meses después de que aquellas medidas se suspendieran por su ineficacia, soy capaz de rememorar esa pestilencia. ¿Quién no es capaz?
Llueve y seguirá lloviendo sobre nuestro lecho de muerte o improvisada tumba. ¿Acaso sabe alguien cuántos quedamos aún vivos? Hace tiempo que el gobierno dejó de dar datos oficiales. Supongo que los simples números ya han dejado de importar. Los que vivimos o seguimos creyendo que vivimos, salimos de casa solo para ir a recoger los víveres que suministra el ejercito cuando nos llega el turno asignado (o a pasear al perro aquellos que tienen la suerte de tenerlo) y esto es cada vez menos frecuente, pues día a día desertan más militares, o quizá mueren enfermos, o tal vez se cuelgan de una viga con el cinturón. Lo mismo da. Nadie dice nada y a nadie parece importarle una mierda. Asistimos en estricto directo al ocaso de la humanidad mientras llueve. Llueve eternamente sin atisbos de que vaya a escampar alguna vez, y si alguna vez lo hace, seamos realistas, seguramente no estaremos aquí para verlo.
Llueve. Al menos, mientras espero el final puedo ver llover. Después de todo, esta lluvia es lo único tangible que nos queda en este planeta que no nos echará de menos cuando la naturaleza siga su curso y retome lo que creímos haber conquistado durante los milenios que han durado nuestros delirios de grandeza.
Llueve. Siempre me gustó el sonido de la lluvia en la ventana y hoy su errática melodía suena en mis oídos melancólica. Melancólica y perfecta para acompañar estos días decadentes en los que los vivos murientes no podemos hacer más que mirar a través de la ventana la lluvia caer.
«¡¡¡RIIIIIIINGGGGGGG!!!».
¿Qué es ese sonido? Me da la sensación de que han pasado siglos desde la última vez que lo escuché. ¿Para qué alguien iba a perder su preciado y escaso tiempo llamándome? Llevo tanto tiempo aquí solo sin contacto con absolutamente nadie. Ni familia, ni amigos, ni pareja... Creo que como todos los que aún continuamos vivos me he acabado acostumbrando a la soledad. Me gusta la soledad. Adoro la soledad, aunque a veces sea incapaz de aceptarlo. Continúa sonando el teléfono con insistencia.
«Date prisa y coge el teléfono».