Victoria sentía que su corazón iba a salir corriendo de su pecho, su respiración irregular y los nervios flotando a través de todo su ser, le arrebataban la escasa valentía que la habitaba. Trató de mantener la calma y quedarse quieta en su lugar, pero resultaba una tarea imposible.
Lo único que quería era salir corriendo de aquella oficina y regresar a su casa; sin embargo recordaba la situación terrible en la que se encontraba junto a su madre enferma y sabía que no había vuelta atrás. No podía retroceder cuando sabía lo mucho que necesitaba sostener a su progenitora adolecida por una terrible enfermedad.
No tenía un solo centavo, y con lo costoso que era el tratamiento para tratar a su mamá, se encontró con la soga en el cuello, así que se aventó a tomar una decisión tan desatinada como aquella.
Vender su virginidad. Sí, entregar su inocencia al mejor postor. Y allí se encontraba ella, en el ostentoso y oscuro despacho de un hombre del que no tenía remota idea, no conocía absolutamente nada de él y aún así estaba dispuesta a compartir algo tan íntimo porque le urgía lo que obtendría por ello.
-¿Cuanto tiempo tendré que esperar al señor Ansarifard? -preguntó nerviosa, mientras jugaba con sus manos para tranquilizar el potente nerviosismo que rodeaba su sistema y la aprisionaba de tal forma qué perdía la capacidad de respirar con normalidad.
El hombre trajeado, al parecer un guardaespalda, solo dio un asentimiento de cabeza y luego se marchó dejándola con la incógnita en la mente y a solas en un lugar desconocido.
Tragó duro, y con la poca osadía que la recorría, dejó la silla cómoda, para ponerse a dar un estudio por el sitio. Le pareció que el gusto del árabe era demasiado bueno; cada cosa en su lugar, detalles finos y delicados que incluso llegaron a dejarla sorprendida. Es que todo era nuevo para ella, estar allí era como habitar otro universo, lejos de su alcance tomando en cuenta la posición de aquel magnate y la suya que no era nada en comparación.
La oficina se hallaba con escasa iluminación además de qué las paredes barnizadas de aquel color negro también hacía que se mirara más sombría, y luego se fijó en uno de los dos cuadros con luz focalizada que se encontraban perfectamente puestos en la pared dándole ese aire lujoso y artístico que la abrumó y la impactó al mismo tiempo. No se trataba de cualquier obra de arte, aquellas le ponían de punta los vellos de su piel y no pudo evitar sentir el serpenteo de un escalofrío caminando a través de su dorsal.
Es que era algo que no querría ver, menos al estar a solas. Encima, a puerta cerrada. Tal vez habría sido mejor quedarse a esperar al empresario en la silla y no ponerse a escudriñar sin permiso.
Las obras, creadas por algún loco, no era más que la escena de un crimen, había mucha sangre allí, pero no dejaba de ser solo eso, pintura.
Después de volver a su lugar, miró sobre el escritorio las carpetas que se apilaban y otros objetos más, pertenecientes al árabe, cada cosa en una perfecta asimetría que la descolocó. No quería precipitarse a pensar algo del dueño de todo eso, pero desde ese momento supo que estaría frente a un hombre perfeccionista, de eso no le quedaría la menor duda.
¿Había sido una pésima idea recurrir a ese lugar?
Reconocía que la locura comenzó desde que colocó aquel post de forma anónima. Tampoco creyó que tendría respuesta, pero todo resultó en lo menos esperado. Cada vez que pensaba en lo que sucedería su organo vital se batía más fuerte, y si recordaba a su madre, entonces se convencía más de hacerlo.
Se levantó de golpe.
Al fin, la tortuosa espera se terminó con la entrada de aquel espécimen. No, jamás lo había visto, siquiera en una foto. Y cuando lo miró, no pudo creerlo. ¿Como ese hombre compraría su virginidad? Es decir, con lo apuesto que estaba podía tener a la mujer que quisiera sin dar un solo centavo. Lo repasó de los pies a la cabeza, era alto, tenía una barba de tres días y ojos verdes grisáceos que al posarse sobre su corriente mirada marrón, la dejó paralizada.
El árabe se acercó más a ella y le sonrío, pero una sonrisa pasajera, que pasó a la inexistencia tras endurecer la expresión. Lo siguiente, es que le tendió la mano y ella tardó en responder, pero finalmente sacudió su mano en el saludo.
-¿Victoria?
-Sí, señor...
-Solo Rashid, dejemos las formalidades a un lado, ¿bien? -expresó, a lo que ella movió la cabeza de acuerdo.
-Rashid -pronunció temblorosa.
El hombre que llevaba una gabardina negra, se la quitó y la colocó en ese perchero que tenía. Ahora la joven notó como los músculos de su fornido cuerpo se marcaban bajo esa camisa blanca. Volvió a centrarse en él y sonrió obligada. Después bajó la vista, antes de que él le hablara de nuevo.
-¿Puedes dejar de moverte? -soltó, de inmediato lo vio, era cierto que no dejaba de agitarse en su sitio.
Tragó duro.
-Lo siento.