¡El niño! Por el amor de Dios, Fiona, tienes que salvar al niño."
¡El niño! Por el amor de Dios, Fiona, tienes que salvar al niño."
El viento era fuerte y frío. A Fiona se le nublaba la vista y no podía hacer nada, excepto sentir, y lo que sentía era un soplo de viento frío. Siempre había amado su hogar. Los hermosos colores de las colinas, las rocas de los acantilados y los peñascos, y sí, incluso el viento áspero y frío que acompañaba al invierno.
A pesar del frío, días como aquél solían anunciar la llegada de la primavera, cuando la tierra florecería con una belleza agreste que amaban todos aquéllos que la conocían y que asombraban a quienes no estaban familiarizados con ella.
Sí, amaba su hogar, los azules y los malvas de la primavera, y los verdes intensos del verano... Incluso el gris de un día de invierno nublado y desapacible. Todo lo que había arrastrado la marca, el baño de sangre con el que había acabado la llamada «Revolución gloriosa» de Guillermo III.
"¡Fiona! "
-sintió las manos de su marido en los hombros, zarandeándola. Abrió los ojos y al mirarlo comprendió que nunca volvería a verlo. Iban a pagar. Los escoceses de las Tierras Altas iban a pagar por su oposición a Guillermo, por su lealtad al rey legítimo, Jacobo II. Católico o no, debía ser rey, por derecho divino. Y los escoceses, como muchas otras veces antes, habían demostrado de qué estaban hechos. Sin embargo, todo había sido en vano, y ahora iban a ser aplastados cruelmente y sin piedad.
"Tienes que irte ya, amor mío. Pronto estaré contigo, te lo aseguro"
le dijo Mal, desviando los ojos mientras le apartaba un mechón de pelo de la frente.
"No volveremos a vernos"
musitó ella. Al principio, no sintió dolor al darse cuenta. Sólo el azote del viento. Pero entonces vio el azul infinito de sus ojos, las hermosas ondas de su pelo casi negro y sus facciones duras. Su boca era ancha, sus labios generosos. Pensó en su sonrisa, en sus besos. Y de pronto el dolor fue como un cuchillo que la atravesaba. Gritó y cayó de rodillas, y él se arrodilló rápidamente a su lado, ignorando a los hombres que lo aguardaban, sus soldados a pie y a caballo. No era un ejército tan ordenado como el que los perseguía, ni como el que hacía poco habían derrotado con brillantez, a base de destreza y osadía. Eran Highlanders, hombres de clan y, sí, podían pelear entre ellos, pero cuando luchaban juntos eran como hermanos. Tenían sus propias ideas y no siempre necesitaban órdenes. Tenían alma y corazón, aunque sus armas fueran pobres. Darían la vida los unos por los otros, unidos por un vínculo que no se encontraba a menudo entre las filas mercenarias del ejército enemigo.
"Ven, Fiona"
Mal alargó el brazo para ayudarla a levantarse. Ella vio sus ruanos; unas manos maravillosas, fuertes y de dedos largos, capaces de abrazarla con pasión y de sostener con ternura a un niño.
De pronto sintió terror por avergonzarlo chillando histéricamente al saber que iba a morir. Y su muerte sería un crimen contra Dios, contra la naturaleza, porque era un hombre hermoso no sólo por su cuerpo, sino por su fortaleza y su sabiduría, por el amor que sentía por la tierra y por su Dios y por todos aquéllos que vivían en aquel pequeño rincón del mundo. -
"El niño, Fiona. Debes proteger al niño."
Ella se levantó tambaleándose y procuró ver a través de las lágrimas. Se irguió y tendió la mano hacia el niño que, de pie a su lado, los miraba con los ojos muy abiertos, asustado y al mismo tiempo tan triste que parecía haber envejecido antes de que el tiempo hiciera correr los años.
Mal agachó de pronto la cabeza, quizá para combatir la luz fatal del destino que brillaba en sus ojos, y abrazó temblando a su hijo. Luego se incorporó y depositó en labios de Fiona un último beso, ferozmente dulce.
"Gordon, llévate a mi esposa y a mi hijo y ponlos a salvo."
Malcolm se volvió entonces, tomó su caballo, cuyas riendas sujetaba uno de sus hombres, primo lejano suyo, como lo eran muchos. La mano de Gordon cayó sobre el hombro de Fiona.
"Al bote, milady, aprisa."
Ella estaba cegada. Era el viento, se decía, pero sabía que eran las lágrimas que corrían por su cara sin ella darse cuenta. Mientras corrían hacia la orilla, se limpió las mejillas, se volvió y levantó a su hijo, mirando por última vez al hombre al que había amado tanto.
Laird Malcolm, ataviado con su kilt, se alzaba magnífico sobre su gran corcel, gritando a los hombres que lo rodeaban. Y desde la playa ella vio la valerosa carga de los escoceses, que subieron velozmente por la colina con el grito de batalla en los labios. Morirían bien. No serían arrastrados al patíbulo, ni escarnecidos antes de morir.
Eran guerreros: lucharían contra sus enemigos hasta la muerte. Mal le había asegurado que vencerían, como habían hecho antes, pero ella sabía que esta vez su valor no sería suficiente.
En sus brazos, su hijo se removió.
"¡Ah, ya tan alto y tan fuerte!"
"¡Papá!"
"papá se va a batallar"
-murmuró ella. Luego, en lo alto de la colina, vio al enemigo. Avanzaba como una marea. Miles... y miles de hombres... Fiona se volvió, alta, erguida, sin lágrimas en las mejillas. Gordon la ayudó a acercarse al agua, donde esperaba el bote. Un remero cubierto con un manto, con la cabeza gacha, los esperaba.
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