Estaba destrozada en la cama de un hospital después de un brutal accidente de auto, pero mi familia nunca vino. Mi padre y mi hermano estaban demasiado ocupados preparando la boda de mi manipuladora hermanastra, Anahí.
El novio era mi prometido, Ricardo.
Mientras yo luchaba por mi vida, sus últimas palabras por teléfono fueron una orden helada.
-Vete al infierno, por mí púdrete.
Me abandonaron, le dijeron al mundo que estaba muerta e incluso grabaron mi nombre en una lápida. Me enterraron bajo una montaña de mentiras para que Anahí pudiera robarse la vida que era mía.
Pero no morí. Renací.
Cinco años después, regresé como Sofía Rivas: una autora de best-sellers, casada con el CEO de una empresa tecnológica y respaldada por una familia con un poder inimaginable.
Solo volví para encargarme de la herencia de mi madre. Pero la primera persona que encontré fue a Ricardo, de pie frente a mi tumba, llorando por la mujer que él mismo ayudó a matar.
Capítulo 1
Punto de vista de Sofía:
Hoy vi mi propia tumba. No en un sueño, no como una metáfora, sino una lápida real y fría, de pie inocentemente junto a la de mi madre bajo un sauce llorón. Fue lo primero que me golpeó mientras conducía mi auto de alquiler a través de las rejas oxidadas del panteón de la familia Garza, un lugar al que juré que nunca volvería a poner un pie por voluntad propia. El nombre tallado en el granito gris era innegablemente el mío: SOFÍA GARZA. Debajo, las mentiras más crueles: "Amada Hija, Prometida Adorada".
Un escalofrío me recorrió la espalda, pero no era por el frío del otoño. Era el shock brutal de ver a mi yo del pasado tan pulcramente dispuesta para el descanso eterno, un eco doloroso de la vida que había desechado. La piedra era nueva, más nueva que la de mi madre, e inquietantemente impecable. En su base, un ramo descolorido de lirios de plástico yacía marchito junto a un relicario de plata deslustrado. Era el relicario que Ricardo me dio en la preparatoria, el que yo creía que contenía su corazón.
Un viejo jardinero, con el rostro como un mapa de arrugas, pasó arrastrando los pies. Probablemente había estado cuidando estas tumbas desde antes de que yo naciera. Me miró con los ojos entrecerrados, y luego a la lápida.
-¡Válgame Dios! -murmuró, con voz rasposa-. Por un segundo pensé que era un fantasma. Eres el vivo retrato de la pobre Sofía Garza. El mismo cabello oscuro, los mismos ojos tristes. -Soltó una risa seca y resonante-. Aunque ya lleva cinco años muerta, que en paz descanse.
Sentí un frío extenderse por mi interior, más profundo que cualquier tumba.
-Solo es una coincidencia -dije, con la voz plana. No lo corregí sobre lo de los "ojos tristes". Mis ojos ya no estaban tristes. Eran afilados.
Se encogió de hombros, apoyándose en su rastrillo.
-Si usted lo dice, señora. Pero se parece igualito a ella. Una Garza de pies a cabeza.
Tragué saliva, el apellido como ceniza en mi lengua.
-Mi nombre es Sofía Rivas -lo corregí, irguiéndome-. Soy una autora de best-sellers de la Ciudad de México. Estoy aquí para encargarme de la herencia de mi difunta madre. -No era presunción, solo una declaración de hechos. Una afirmación.
Parpadeó, sin inmutarse.
-Ah. Bueno, qué bien por usted, supongo. -Volvió a rastrillar las hojas caídas, el sonido mundano en marcado contraste con el terremoto que sacudía mi interior.
Sofía Rivas. Esposa de Carlos Montemayor, un CEO tecnológico cuyo nombre podía abrir cualquier puerta. Madre de un niño brillante que reía como el sol. Mi vida estaba construida sobre cimientos sólidos, una fortaleza de amor y éxito que había construido minuciosamente, ladrillo por ladrillo. La mujer que yacía bajo esa piedra, Sofía Garza, era el fantasma de una pesadilla de la que había escapado hacía mucho tiempo.
Sofía Garza era la chica que amaba demasiado, que confiaba ciegamente. Fue la que abandonaron en la cama de un hospital, mientras su padre y su hermano elegían una boda por encima de sus heridas críticas. Fue aquella cuyo prometido, Ricardo, bailaba con su manipuladora hermanastra, Anahí, mientras ella luchaba por su vida. Sofía Garza murió ese día, no bajo un auto, sino bajo el peso de su traición.
Yo misma la había enterrado, pieza por pieza agonizante, durante los últimos cinco años. Merecía un entierro digno, pensé, un final tranquilo para una vida que había sido tan brutalmente truncada por las mismas personas que decían amarla. Pero ver su nombre grabado en piedra, un monumento a su conveniente mentira, era una herida fresca.
La tumba de mi madre estaba a solo unos metros, un pequeño montículo marcado por una simple piedra. Esa era la verdadera razón por la que estaba aquí. No para llorar a un fantasma, sino para honrar a la única persona de esa familia que alguna vez me amó de verdad. Respiré hondo, apartando la imagen de mi propia tumba ficticia. Mi propósito estaba claro. Esto era una limpieza. Un cierre de cuentas.
-¿Sofía?
La voz era un murmullo grave, familiar pero discordante, como una melodía olvidada de un mal sueño. Me quedé helada, con la mano suspendida sobre la correa de mi bolso. Conocía esa voz. Estaba ronca, llena de una incredulidad que imitaba la mía.
No me di la vuelta. No podía. Solo quería llegar a la tumba de mi madre, presentar mis respetos y dejar este maldito lugar para siempre. Aceleré el paso, mis tacones hundiéndose ligeramente en la tierra blanda.
Una mano, sorprendentemente firme, se aferró a mi brazo, deteniéndome en seco.
-Sofía, ¿de verdad eres tú?
Me giré bruscamente, con los ojos encendidos, lista para atacar. Ricardo de la Vega estaba allí, cinco años mayor, un poco más robusto, pero inconfundiblemente él. Su agarre era doloroso, sus ojos muy abiertos e inyectados en sangre, fijos en mí como si fuera un espectro. El jardinero había dejado de rastrillar, su mirada iba y venía entre nosotros, intrigado.
-Pero ¿cómo es que estás viva? -susurró, con la voz quebrada. Parecía genuinamente conmocionado, su atractivo rostro pálido por el shock.
Me solté de su agarre, la piel protestando.
-Eso no es de tu incumbencia, Ricardo. -Mi voz era plana, desprovista de emoción. Mientras lo miraba, mi vista se posó en los lirios de plástico descoloridos que apretaba con fuerza en su mano. Los mismos que estaban en mi tumba.
Cinco años. Cinco largos años. Y él seguía aquí, todavía llorando a una chica que ayudó a matar. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula tensa. ¿Era culpa lo que veía? ¿O solo el shock de ver a un fantasma?