Murió mi noveno hijo.
Yo también morí, desangrada en el frío y húmedo sótano de la bodega, mientras mi esposo, Mateo, me arrebataba al bebé.
"Isabela, este es el último. Con la sangre de este niño, Catalina se recuperará por completo. Nuestra deuda estará saldada", dijo, con una frialdad que me rompía el alma.
Entonces, renací, encontrándome de pie ante los padres de Mateo, que me suplicaban que salvara a su hijo, afligido por una enfermedad degenerativa.
Recordé los nueve partos forzados, la imagen de mis hijos sacrificados, la obsesión de Mateo por Catalina.
¿Cómo había sido tan ingenua, creyendo que su corazón era mío?
En lugar de sanarlo, predije su funeral, revelando que su amada Catalina, a quien él creía pura, estaba enferma y corrompida.
Mateo, que también había renacido, estalló en furia, creyendo que lo humillaba por dinero, y me acusó de ser una bruja charlatana.
"No te atrevas a darme la espalda", gritó, "¡Tú me perteneces! ¡Tu poder es para mí!"
Me di cuenta de la trampa. Su "amor" era una fachada, y mi supuesto "don" solo una herramienta para sus oscuros fines.
Pero esta vez, yo no era la misma Isabela.
Esta vez, el destino se reescribiría.