Fui una música ganadora del Grammy Latino, comprometida con el amor de mi vida, el magnate tecnológico Julián Valdés. Pero en la noche de mi mayor triunfo, él me tendió una trampa, acusándome de plagio para proteger a su amante secreta, la estrella de pop Karla Ávila.
Filtró mis diarios personales y el mundo entero se puso en mi contra. Un fanático enfurecido, alimentado por sus mentiras, me atacó, dejándome una cicatriz que me cruzaba el rostro y destrozando mis cuerdas vocales para siempre. Mi abuelo murió por la conmoción.
Huí, cambié mi nombre y me escondí durante cinco años como barista. Pero Julián me encontró. Amenazó a la bondadosa anciana que me había dado trabajo e incluso la tumba de mi abuelo. ¿El precio por su seguridad? Tenía que convertirme en la escritora fantasma de Karla.
Atrapada en un apartamento de lujo, yo era una herramienta para su ambición. Karla, usando una pulsera que Julián me había regalado, sonreía con suficiencia mientras me entregaba sus terribles letras.
-No te preocupes, Anita -ronroneó-. Tu voz se habrá ido, pero tus palabras todavía pueden ser mías.
Pero mi utilidad se agotó. Karla organizó que me dieran una paliza y me dejaran por muerta. Mientras me desvanecía en la oscuridad, escuché su última y escalofriante orden: "asegúrense de que desaparezca para siempre".
Lo que ella no sabía era que mi hermana, de la que estaba distanciada, una fiscal federal, acababa de encontrarme.
Y estaba a punto de fingir mi muerte.
Capítulo 1
Punto de vista de Ana Fuentes:
El premio Grammy Latino pesaba en mi mano, pero el peso de la traición de Julián me estaba asfixiando, incluso antes de que el mundo entero lo supiera. Fue la noche en que mi vida terminó, no la noche en que comenzó.
Mi nombre, Ana Fuentes, solía ser sinónimo de música, de corazón. Ahora, era una maldición. Plagiadora. Saboteadora. Las palabras resonaban en cada rincón de mi mente, gritadas desde cada titular. Eran mentiras. Todo.
Julián Valdés. Mi prometido. El hombre que había amado desde que éramos niños, el magnate tecnológico que tenía mi futuro en sus manos. Él alimentó los rumores, avivó el fuego. Filtró mis demos privados, mis borradores de letras más íntimos de mis diarios personales. Todo para proteger a Karla Ávila, su amante secreta, la estrella de pop a la que, falsamente, él afirmó que yo había intentado arruinar.
El mundo se volvió en mi contra de la noche a la mañana. El público, una bestia voraz, me despedazó.
Luego vino el fanático. Cegado por el frenesí mediático que Julián creó, vio a un monstruo, no a una mujer. Su rabia, encendida por las mentiras de Julián, encontró su objetivo en mi cara, dejando una cicatriz irregular desde mi sien hasta mi mandíbula. Y mi voz, lo único que me definía, fue arrancada, silenciada para siempre por el daño en mis cuerdas vocales.
La noticia destrozó a mi abuelo. Él me crió. Era mi roca, mi primer fan. La conmoción, el dolor, fue demasiado para su viejo corazón. Murió una semana después. Solo.
Mi mundo se hizo añicos. Huí. Cambié mi nombre, enterré a Ana Fuentes y me convertí en Ana Miller. Una barista en un pueblo tranquilo y lluvioso en Tepoztlán. Cinco años. Cinco años de anonimato. Cinco años de paz.
Hasta la semana pasada.
Un cliente en la cafetería dejó una tableta abierta en el mostrador. El rostro de Julián Valdés llenaba la pantalla. Estaba mayor, más distinguido, todavía irradiando ese encanto fabricado.
El entrevistador hablaba maravillas de su amor inquebrantable. Julián, con una mirada afligida que probablemente había practicado frente a un espejo, habló de mí. De Ana. Afirmó que todavía me estaba esperando. Que todavía me amaba.
La sangre se me heló. La máquina de café siseó, de repente demasiado ruidosa.
¿Esperándome? ¿Amándome? Las palabras eran un hierro candente, quemando mi piel cada vez que las pronunciaba.
Julián Valdés no me esperó esa noche. Me echó a los leones. Él diseñó mi caída. Desmanteló mi vida, pieza por pieza, y se la entregó a los lobos.
Su declaración pública era una burla grotesca. Un acto diseñado para la absolución, no para mí. Quería parecer el mártir desconsolado, el hombre que nunca dejó de amar a su prometida caída en desgracia. Era una actuación, y el mundo entero se tragó el cuento.
Mis dedos trazaron instintivamente la línea elevada en mi mejilla, un recordatorio constante del precio que pagué por su narrativa cuidadosamente construida. La cicatriz no estaba solo en mi cara; estaba grabada en mi alma.
Los titulares volvieron a brillar en la pantalla de la tableta: "La historia de amor eterno de Julián Valdés: ¿Regresará Ana Fuentes?". La gente en la cafetería susurraba, sus voces llenas de una patética simpatía por él. Hablaban de su lealtad, de su perdón.
No tenían ni idea. Nunca la tendrían.
No me estaba esperando. Estaba esperando una oportunidad para controlar la narrativa, para limpiar su imagen. Estaba esperando una oportunidad para arrastrarme de vuelta al infierno que él creó.
Y en el fondo, en la boca de mi estómago, un pavor helado se enroscó. Sabía que esto no era solo una entrevista nostálgica. No era solo Julián recordando viejos tiempos. Esto era un preludio. Venía por mí.